miércoles, 3 de noviembre de 2021

LA POESÍA DE LAS CANCIONES VIEJAS. Por Octavio Rivas Ortiz. El Gráfico. Septiembre de 1930.

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 El Hongo - Alma, no tengas prisaPrensa Literaria, 26 Octubre, 1969

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A Carlos A. Bravo.

                                                    I

    WAGNER, cierta vez, al oír uno de esos rasgados pasillos colombianos en cuya estructura, sentimentalmente eterizada, se difunde un alma, dijo que cambiaría cualquiera de sus óperas por esos acentos en que llora el espíritu de una raza macerada por el dolor.

    Anacrónico en cuanto a los nuevos ritmos extranjeros, me quedo, y muy todo, con las melodías antañosas que cantaron estremecidos los abuelos, entre ingenuidades y crinolinas, a la sombra de los árboles olorosos, o al palor de la luna de los enamorados.

    Deliciosos cofrecitos de memorias son las canciones viejas. Cuando se abre uno de esos arcones anticuados, una esencia tónica nos satura el hondón de nuestros sencillos recuerdos. ¡Albahacas de infancia, musgo de simplicidades, alhucema de otros días, confortan el rosado rincón de niñez que todo ser guarda como para que suenen mejor y se sientan más adentro esos deliquios de la música pretérita!

                                                II

     De niño, mi madre me llevaba, de año en año, a una no muy lejana finca de ganado, donde se alzaba, corpulento como los madroños de los contornos, el buen agricultor Don Victoriano Moreira.

    El día de San Juan era la romería. Cien o más vecinos acudían a celebrar el onomástico de la propietaria, señora limpia y rural que sabía ser buena con el que la frecuentaba.

    Entre las actividades propias del festejo salían a coquetear con los corazones los arpegios de las danzas y mazurcas en boga y aún las que, ya añejas entonces, se despedían en la garganta trémula de las artistas familiares, con sus últimos dejos de resignación.

    Recuerdo, entre los prestigios arrulladores de ese tiempo, una canción para la que más de alguien conserve puro cariño de saudad:

                            La negra noche tendió su manto;

                     surgió la niebla, murió la luz…

    En un disco de Margarita Cueto y de Carlos Mejía la danza chaparra ha renovado en mí las distantes calendas de San Juan, cuando el campo no era más que aromas y en mí caían las notas como dádivas de ángeles. 

                                                III

    Visitaba yo, de muchacho, la casa de unas candorosas señoritas que tuvieron figuración en salones conservadores y a las que hoy la aureola de los años prende un motivo de respeto a su soltería.

    Distribuyendo las horas entre paliques y compromisos de sociedad, poco caso ponían en mi atención hacia los embelesos de la música que una de ellas despertaba del negro piano de cola. Un jardín a la calle hacía versallescas las reuniones. La luna elevaba el pensamiento. Luz de kerosine lengüeteaba en los quinqués.

      De aquel ayer me resta la herencia sentimental de esta canción, toda tristeza musulmana:

    ¡Aben – Amed, al partir de Granada; un corazón desgarrado sintió. 

                                                IV

    Con mi abuela, enérgica y cuidadosa, realicé mi primera excursión a la Sierra de Managua. En la humilde cabalgadura subimos veredas. El aire fresco levantaba mis cabellos nuevos. Un rancho pajizo emplazado en medio a un patio duro y pelado, nos acogió. Tía Ángela (su nombre la llevó al cielo) nos dio café negro, caliente. ¡Todo era égloga!

    Un mozo pálido, que se ruborizaba con el reflejo del fogón cocinero, me partió el alma cuando, emocionado, lanzó este lloro al acorde de su guitarra:

                            Yo soy el ave que va volando

                      sin rumbo fijo ni dirección;

                      busco el oriente, hallo el ocaso,

                      busco la dicha y hallo el dolor!

    Sólo, cuando la altivez de mi poesía es queja, repito para mí esa onomatopéyica rima tropical.

                                                V

    Tendría seis años. Ardía Cuba en guerra con España. Folletines alusivos encendían cuadros de la lucha lejana. Mi imaginación se iluminaba con las noticias sangrientas. Era 1898.

    Con los informes y la literatura patriótica, borracha de pólvora, llegó a mi vecindario la tonada más típica de la “Estrella Solitaria”:

                        Es Cuba la isla hermosa del ardiente sol;

                         Bajo su cielo azul, etc.

    ¡Así quejábase aquel año el negro del bohío que comía plomo y volvía ceniza la miel de sus cañaverales!

                                                VI

    Una nodriza de las que solían importarse de los “pueblos”, llamada, por cierto, Sabina, amamantaba a uno de mis hermanos. Gorda y baja, era el instrumento por el que hablaba su aldea indígena: Nandasmo. Su voz era flauta que melificaba serenamente los desvelos de su obligación.

    Jamás borraré de mis reminiscencias su alargada, indefinible canturria:

                      De los desgraciados

                      el uno fui yo,

                      el uno fui yo:

                      mi mala fortuna

                      así lo permitió…;

                      mi mala fortuna

                      así lo permitió.

    No hay expresión, por lánguida, que fuera, para medir el interminable hastío aborigen de la voz de Sabina, modulando ese estribillo.

                                                VII

    Adolescente, con los primeros engaños a cuestas, ambulaba por esos barrios del occidente de la capital. Había llovido. De la ventana de una casuca muy pobre brotaba humo: el humo de la bien trabajada merienda. Vino a detenerme en mis andanzas crepusculares el plañido hecho melopeya de una joven que disponía enamorarse del primer lucero con este sollozo campesino:

             Yo he visto en invierno llorar la avecilla,

          pidiéndole al cielo un rayo de luz;

          la he visto más tarde cantar de alegría

          cuando en el estío, cuando en el estío

          el sol alumbró.    

                                                VIII

    Volvía otra tarde del Cementerio. Leía con un poeta a Enrique Heine y nos embelesaba, como aún ahora, el amor de la irrealidad. Como acordado con el estado de sensibilidad atávica que nos tocara por don apolíneo, saltó de una taberna (las tabernas también brindan sus emociones y muy agudas) el aire, que pocas veces he vuelto a escuchar:

                Debes tener el corazón de mármol…

    Comienzo de una de las más líricas entonaciones de los venerables repertorios galantes del siglo pasado.

Con ese doliente reproche del desengañado, que aún puede cantar, se iniciaban las serenatas confidenciales que traerían el amor o la desventura.

    Y así, entre vagas romanzas, habaneras sincopadas y lujuriosas, arrullos de estudiantinas ligeras, de pastorelas confiadas y dulzonas, y de improvisadas danzas de acentuado suspirar, nuestros abuelos llenaban su misión de sentir en un tiempo tan descansado y feliz que con solo imaginarlo la cabeza se nos vuelve melodías y aspiramos plenamente, llevados de ternuras incomparables, un edén singular que perfuma otras edades.

                                  Octavio Rivas Ortiz.

Stbre. 1930.

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