lunes, 22 de noviembre de 2021

NICARAGUA EN ELSIGLO XIX: MUCHACHAS DE SQUIER. Traducción de Luciano Cuadra. 1964.


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GUARO, GUITARRA Y MUJERES

Ni para qué decir que esa noche no dormí acunado en el Elíseo. Y no fue tanto por culpa de la mesa en que dormí cuanto de unos arrieros que paraban en una casucha de enfrente y que con un grupo de mujeres de las bizarras del poblado, más una guitarra, dos candela de sebo y unas cuantas botellas de guaro habían montado una parranda.

Varias veces me senté a mirarlos por una ventanilla cuadrada que me quedaba sobre la mesa. Varias parejas giraban bailando en remolinos frente al hombre que tocaba la guitarra; era un tipo jaranero de banda roja a la cintura y de sombrero gacho que rasqueaba el instrumento con lunático vigor. Por los gritos y las risotadas que acompañaban algunas de las coplas deduje que allí mismo las improvisaba. Y también debía hacer en ellas referencias personales porque súbitamente la muchacha cobriza se soltó de su compañero para abalanzarse sobre el guitarrista, y quitándole el sombrero lo pateó en el suelo. En seguida se le prendió del pelo; hubo un forcejeo, una mezcolanza de risas, súplicas e improperios, y en esa se apagaron las luces y enmudeció la música. Me alegré entonces suponiendo que ese era el gran final. ¡Vana esperanza! Siguió una media hora de discusión en la que descollaba la voz de la brava guerrillera, y luego la paz quedó establecida.

A través de la ventanilla vi otra vez al guitarrista en su mismo lugar, y todo siguió como si tal cosa. Mas supongo, y con razón, que el improvisador se medía ya la lengua…

 POR CULPA DE UNA MUJER

Al acercanos vimos izar la bandera nicaragüense y los seis soldados que componían la guarnición de El Tempisque se alinearon en el corredorcito de la primera casucha. Presentaron armas e hicieron otras maniobras en cumplimiento de imperiosas órdenes del comandante. Bajo el techo una hilera de cubículos como ataúdes cubiertos por cortinas de género de algodón sostenidas con clavos clavados en los postes del “edificio”. Este era el dormitorio garantizado contra los mosquitos. Del techo pendían bananos y plátanos maduros y verdes, así como guirnaldas de carne tasajeada. En un cajón grande lleno de arena tenían el fogón, y dos viejas molían el maíz de las tortillas. El comandante sonrió al notar mi extrañeza y me preguntó si por ventura teníamos en los Estados Unidos una aduana como esa. Aquello era ideal para la meditación, agregó, y más aún para los jóvenes oficiales derrochadores de su sueldo. ¿En qué iban a gastarlo allí? Llevaba él ya en este lugar tres meses, pero el gobierno era piadoso y jamás le daba a nadie ese puesto por más de seis, a menos que realmente quisiera castigarlo. “En el caso mío”, me explicó el comandante”, una mujer es la causa de mi desgracia; no porque sea yo más mujeriego que los otros, no, sino porque mi rival era… mi propio jefe”. Y aquí el comandante hizo una chistosa alusión al Rey David por el mal ejemplo que había sentado a los demás. Después de eso yo me hubiera alejado del comandante con la impresión de que, cualesquiera que hubiesen sido sus pecados, ahora era un joven reformado. Pero en este preciso instante se abrió una de las cortinillas del dormitorio y aparecieron primero un par de diminutas zapatillas de satín, y luego sus correspondientes piernas sosteniendo el cuerpo entero de una muchacha cobriza de muy, pero de muy agradable estampa vestida a la última moda de Nicaragua. En el acto me dí cuenta de que al vernos venir había corrido adentro a hacerse la “toilet”, y cuando el comandante nos la presentó como su sobrina no pude menos que soltarle un: ¡Ajá, bandido!”

LAS CINCO DONCELLAS DE LA PAZ CENTRO

La casa que habían dispuesto para mí y mis acompañantes era la más linajuda del lugar; doblaba en tamaño a cualquier otra y era de adobes, y además encalada. La habitaba una señora muy empaquetada con sus cinco hijas, todas ellas vestidas de veinticinco alfileres: zapatillas de raso, su negro pelo recién tranzado y colgando de sus puntas una variedad de cintas de colores. Un inmenso tronco de árbol ahuecado servía de granero a un lado de la sala; al otro se veía un Crucifijo de yeso, rodeado de las Santas Mujeres y de soldados romanos, todo con multitud de rutilantes perendengues dentro de una vitrina enguirnaldada de flores frescas. Las cinco niñas se esmeraban en quedar bien, pero no sabían a ciencia cierta quién de entre todos nosotros era el Ministro de los Estados Unidos. Salpicados de lodo, fatigados y molidos por la jornada, ninguno parecía serlo, y cero haber observado señales de decepción en las cinco doncellas. Todas, sin embargo, estuvieron muy atentas y nos obsequiaron cigarrillos y hasta trajeron carbones encendidos en un bracerillo de plata para prenderlos; y, lo que fue mejor todavía , nos sirvieron una comida estupenda, con cuchillos para tres y tenedores y cucharas para cuatro de los ocho que nos sentamos a la mesa, número que por lo visto se salía de lo corriente. 

LA NIÑA QUE MURIÓ EN OCTUBRE

La hija del Licenciado D., murió y fue sepultada a fines de octubre. Era joven, dieciséis años apenas, y la hija predilecta de sus padres. Sus funerales fueron bien pudieron haber sido sus bodas por la total ausencia de manifestaciones de pesar. El cortejo se formó frente a mi ventana. Marchaban los músicos tocando una melodía alegre, y en pos de ellos los sacerdotes entonando una aleluya. Seguían en hombros de jóvenes las andas cubiertas de raso blanco recamado de frescos ramos de azahar; y en medio, vestida de blanco como para una fiesta y la cabeza coronada de blancas flores y entre sus manos una cruz de plata, veíase la marmórea forma de la doncella muerta. Sus acongojados padres, sus hermanos y demás familiares caminaban detrás; pero ni una lágrima en sus ojos, y aunque es verdad que en sus semblantes advertíanse las huellas del dolor, era también patente en ellos la expresión de esperanza y de fe en las palabras de El, que dijo: “Bienaventurados los limpios de corazón porque de ellos será el reino de los cielos”. 

LAS NÁYADES DEL COCIBOLCA

A poco una bandada de muchachas con faldas moradas y güipiles blancos, sus largos cabellos cayéndoles sueltos hasta la cintura, y balanceando en la cabeza tinajas de barro colorado, bajó por el caminó a llenarlas en la playa de San Miguelito. Parecían ser viejas amigas de nuestros marineros que las saludaban requebrándolas: ¡adiós, mi alma!, “buenos días, mi corazón!, y ellas respondían: ¿cómo está mi negrito? Caminaron por la cosa entrándose en un matorral cercano, y de pronto las vimos braceando como sirenas en el agua: algunos de nuestra tripulación que tiraban su atarraya “para un frito” –al decir de Pedro— trataban de asustarlas gritándoles: “¡El lagarto, el lagarto!”, al mismo tiempo que fingían escapar hacia la orilla. Pero las mozas no eran fáciles de engañar y sólo se reían con más alboroto chapaleándoles agua en la cara a los bromistas que huían.

Al descubrirnos a nosotros, en vez de desbandarse atropelladamente hacia la costa, como el lector pudiera suponer, se vinieron nadando hasta el bongo siguiéndolas sus largas crenchas como un cendal negro sobre la superficie del agua. Sonrientes nos miraron a la cara para gritarnos después: “¡California!”; súbitamente se zambulleron y escaparon como patos. No pudimos menos de pensar, cuando se escurrían en la costa sus remojados cabellos, que ningún escultor pudo desear más bellas modelos para su estudio; ni pintor alguno un grupo más atrayente para “El Baño de las Náyades”. ¡Oh tiempos aquellos! Esos días de sencillez primitiva están pasando, si no es que ya pasaron del todo y para siempre…

LA NEGRITA Y LA BLANQUITA

Salimos de Mateare muy de madrugada dejando el desayuno para Managua, veinte millas más allá. Tomé la delantera dándole todas las riendas al caballo. Al llegar a un espolón volcánico que se adentra en el lago, allí donde empalman las veredas con el camino real, mi caballo tomó una ruta diferente que siguió por media hora hasta que me di cuenta de que iba perdido. Sin embargo, decidí seguir adelante y arrostrar las consecuencias. Pronto llegué a un claro y poco más allá vi una ranchería desparramada sobre la cresta de una loma que mira al lago y las remotas serranías de Chontales. Era ese el panorama más exuberante que habían visto mis ojos hasta entonces. Apenas puede comparársele el que se ve desde Laurel Hill al bajar los montes Alleghanies, pero a éste le faltan la grandeza y los elementos esenciales de belleza que dan los lagos y volcanes, y la lozanía tropical. La fresca brisa matutina estimulaba el espíritu, y mi caballo levantaba la cabeza, dilatados los ollares y rígidas las orejas, parecía beberse la mañanita y gozar del paisaje tanto como yo.

Varias veces me saludó con un “¡buenos días, caballero!”, una rechoncha mujer, dueña de la propiedad, hasta que, desprendiéndome del hechizo del paisaje, me devolví para mirarla. Junto a ella estaba tres chavalos desnudos con flechas y cerbatanas, y más allá vi dos muchachas creciditas ya que entre ariscas y hurañas atisbaban tras la hendija de la puerta. La mujer era una gran hablantina y su cara redonda brillaba de animación exclamando: “¡Buena Vista, caballero!”, y prolongaba el viiiiiista al tiempo que volaba la mano hacia el confín, la finca, díjome se llamaba Santa María de Buena Vista, y ella era la dueña. Estos, añadió, son mis hijos, y aquellas “malditas”, señalando a las chavalas que en ese instante se escurrían, son mis niñas, “¡Vengan!”, las llamó imperiosamente; pero como no obedecieran se fue y las trajo casi a rastras.

Una era blanca, rubia y de ojos azules, en tanto que la otra como su madre, era morena, de pícaros ojos negros que entornaban tras las guedejas de su pelo crespo. Ya no me sorprendía a mí ver las grandes diferencias de color y de facciones en miembros de una misma familia; pero el contraste aquí era tanto que no pude menos que preguntar: “¿Ambas?” – “¡Sí!”, “esta negrita es de mi marido, y esta blanquita es francesa”. La deducción que saqué de la candorosa confesión de la señora era tan desfavorable a su honor que fingí no comprender y sugerí simplemente “Ah, sí, ¡su padrino es francés!”. 

“No, no, su padre, ¡p-a-d-r-e!” recalcó la dama. “Ej. si yo fui joven!”, puntualizó tras una pausa contoneando la cabeza; y me arrepentí de mi inoportuna insinuación. ¡Ah de aquel bribón francés que abusar de la hospitalidad de Santa María de Buena Vista! El muy villano, por lo visto, saboreaba la variedad. 

La mujer me preguntó si me gustaba la finca. Le dije, claro está, que encantaba. “Bueno, ¡pues cómprela!”, propuso; y me recitó sus ventajas poniéndomelas por las nubes. Aduje su falta de agua. “Eso”, me atajó, “no es un inconveniente, pues el lago está ahí no más a una milla, y allá he ido yo a traerla durante catorce años; y allí abunda, como usted puede ver”. Agregó, además, que podía darme a cualquiera de sus niñas para acarrearme el agua, o las dos si las quería; y todo por cien dólares solamente. 

Le prometí estudiar la propuesta, y en particular lo referente a la negrita y la blanquita, pues ambas –quise dejarlo yo en claro— serían incluidas en la transacción, ya que a mí me gustaría acarrear todita el agua del lago. La fuerza de mi razonamiento la convenció, y asintió gravemente. A mi regreso cerraríamos el trato. 

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