jueves, 24 de febrero de 2022

EL EMPAREDADO DEL PINAR. Por: Dr. Jorge Donaldo Rodríguez Matute. Guadalajara, México. Febrero de 2022. II Año de la Pandemia.

 


Dedicado a mí eterno y querido amigo Dr. Salvador Terán Hidalgo

    Ya había salido el sol, los aleteos y cacareos de las gallinas, el canto del gallo al descender de los árboles, pregonaban su llegada; mientras tanto, hubo inesperados golpeteos en la puerta de burda madera de aquella casa y, con la habitual pregunta desde el interior: – ¿quién es? — Los visitantes inquirieron: – ¿Ya se levantó Don Adán? —¿Qué se les ofrece? —Somos los albañiles que estamos trabajando en la casa de tamarindo ¡Urge que don Adán vaya al sitio!

    Ese inmueble estaba asentado de forma irregular en un costado del panteón municipal, contiguo a un frondoso árbol de tamarindo. Construida de adobe negro, techo de teja con una barda perimetral del mismo material, de unos tres metros de altura que la separaba del cementerio y cercaba el patio lleno de maleza. La parte frontal de aproximados cinco metros, con dos cuartos hacia el interior y una sola puerta al centro, un boquete circular poco más grande que el ojo de buey de un barco, hacía de ventana.

    Había estado abandonada por siempre, ignorándose quién era el dueño. El registro civil había sido saqueado e incendiado por tropas liberales o conservadoras; — ¡quién sabe! Pero tropas al fin, desaparecieron los documentos que acreditaban al propietario. Don Adán, comerciante en granos, obtuvo permiso municipal para utilizar la casa como bodega lo que implicaba realizar varias adecuaciones, tumbar paredes, reparar techos, etc.

    La ubicación de aquella casa abandonada al lado del cementerio, sus características, las numerosas comunidades de murciélagos que habitaban en el interior y el abandono total propiciaban habladurías de la gente. Afirmaban que estaba embrujada. Entrada la medianoche escuchaban gritos de niños maltratados, ánimas en pena, el imaginario era imparable, sin faltar las botijas con tesoros enterrados en el piso o empotrados en las paredes.

    Don Adán sobreponiéndose a todos esos prejuicios y miedos inició la restructuración. Ese día, la urgencia del momento fue otra. Los operarios insistían en  retornar con el dueño. En presencia de los dos emisarios empapados en sudor, don Adán insistió: — ¿Es necesario que vaya? —¡Siiií!, debe ir! Encontramos algo empotrado en la pared.

    La codicia lo apresuro a vestirse, calándose el habitual sombrero de fieltro gris, ala corta, partió a toda velocidad poniendo distancia de los empleados. Don Adán imaginaba las botijas rotas rebosantes de monedas, alhajas, collares de perlas, como cofres de piratas; hacía cálculos mezquinos en la repartición del hallazgo con los pendejos que se les había ocurrido enterrarlo.

    La desesperación lo sobrecogía y en repetidas veces antes de llegar, les preguntaba: ¿Qué fue lo que encontraron? Y la respuesta era la misma – ¡Al llegar lo sabrá! –

    Entró precipitado al interior de la casa dejando atrás a los mensajeros. El techo parcialmente desentejado brindaba la claridad necesaria para observar los rostros desencajados, temerosos, con expresión de terror y deseo de salir corriendo de los otros dos empleados, que rezaban y se santiguaban.

    Al iniciar la demolición de una pared interior, el impacto del pico emitió un sonido parecido al ocasionado por la ruptura de algo hueco. Imaginaron un recipiente de barro, pero de inmediato comprobaron la equivocación. La punta del pico había perforado un cráneo humano, además del desmoronamiento de una parte de la pared, exponiendo el resto de un esqueleto en posición vertical de color perlino, sin nada más que restos de adobe a su alrededor y manojos de largos cabellos lacios, negros, donde había sido la nuca, lo que hacía conjeturar que se trataba de un esqueleto de mujer.  La ilusión de don Adán quedó transformada en frustración y miedo. La ambición e ilusión de riqueza a manos llenas desapareció como sueño opioide.

    Pasado el impacto del sorpresivo hallazgo, dieron noticias al alcalde y el cura del pueblo. Ambos cumplieron labores, el primero levantó el acta de defunción, el otro santolió y roció de agua bendita aquel esqueleto, antes de ser sepultado en el panteón. Don Vicente, el alcalde, más por curiosidad que por realizar investigación alguna, se dio a la tarea de enterarse quienes habían sido los últimos moradores de la casa, si es que algún día fue habitada.

    Conocido como El Consejero, aquel personaje era la habitual fuente de información pueblerina – especie de google local— sabihondo, conocedor de secretos familiares, viejo pícaro, dicharachero y exmujeriego, con aspecto similar a la de esas pequeñas figuras de porcelana de parejas de ancianos anglosajones que adornan las repisas de algunas casas, que reflejan candor, ternura, y pureza. Aquel viejo refugiado en el pueblo desde 70 años atrás, pasaba de los 95 años y si tenía ese aspecto, era únicamente el aspecto, de lúcido, memorista autosuficiente. Vivía solo. Ponía la vista sobre el periódico sin necesidad de lentes. Los imparables chismes pueblerinos le atribuían el asesinato en riña de cantina de equis fulano en el país vecino.

    Don Vicente recurrió a él para disipar sus dudas, afirmándole que los últimos residentes en esa casa fue una pareja de chinos treintañeros, mustios, reservados, ludópatas congénitos, con desconocimiento del idioma, probablemente venidos de Panamá. Habitaron la casa unos tres meses, cuyo sostén económico consistía en fabricar y comerciar pequeñas cantidades de jabón en la región. Cuando algún curioso lograba hacerse entender con señas, siempre hacía la misma pregunta ¿de qué forma habían obtenido la casa? — De la misma manera, respondía el chino, ganándole una partida de naipes a un rico del pueblo vecino.

    A las primeras semanas del arribo de la pareja, se rumoraba que la china le ponía cuernos al chino con un lugareño, cuando aquel salía a vender jabón; probablemente, “el padrino” en ausencia era el mismo informante. Un día de tantos, como por arte de magia, la pareja de asiáticos no apareció, jamás los volvieron a ver. Lo acaecido ocasionó mayores temores y menos acercamiento a la tenebrosa vivienda.

    En un villorrio cercano, de familias con aires de grandeza, de aristocracia y pureza de sangre, con lo que justificaban la holgazanería extrema, contagiosa hasta en el populacho, la siesta a media tarde, soporosa y cansina era un ritual obligado. Las puertas de las casas cerradas, el aire tibio sofocaba el ambiente, el zumbido de las moscas, los ladridos aislados de perros, rebuznos tímidos perezosos violaban el silencio.

    Doña Chepita reposaba su enorme trasero en una mecedora hecha a su medida, en el corredor de su casa. Los cachetes inflados, sudorosos, ojos abotagados, un palillo de dientes a medio masticar, con un vestido rojo estampado con flores negras sin mangas, escote amplio no por coquetería sino para ventilarse mejor. Por el entrepecho le escurrían gruesas gotas de sudor, un abanico de mano con motivos chinos en el regazo, sin desempeñar ninguna función. La cortedad de su vestido mostraba sus gruesas piernas llenas de estrías, adornadas con varices. Los ronquidos, eructos y pedos estruendosos, alborotaban a las gallinas que la merodeaban.

    Su marido sigiloso y educadamente entraba por el zaguán tratando de no interrumpir el profundo sueño de su bella durmiente, producto de la ingesta de una palangana mediana de mondongo, con una cuarta de aguardiente Santa Cecilia. Cumplida esa delicadeza, el viejo enjuto, cenceño y mañoso, se dirigía a una de las habitaciones interiores a fornicar con alguna criada, con toda la tranquilidad del mundo, era el segundo y feliz matrimonio. El párroco Monteón no era ajeno al deleite de este ritual. Una silueta completamente negra de pies a cabeza y de aspecto muy varonil, ancha de hombros y estrecha de caderas, atravesaba la calle contrastando con la blancura de las casas de paredes blancas de reflejo cegador. Se dirigía a la casa del modisto Salmerón, que ansioso en su recámara de paredes rosas, aguardaba sentado al borde de la cama de latón, cubierta con sábanas blanquísimas, al igual que el mosquitero de tul que descendía del techo como dándole un halo de pureza. El aguamanil de porcelana blanca con ribetes rosas hacía juego con la palangana, colocados sobre un exquisito lavamanos de cedro finamente laqueado, con toallas rosadas colgadas en los extremos. Una repisa de mármol blanco donde destacaba el florero de porcelana repleto de rosas rojas recién cortadas. Un fonógrafo RCA Víctor con un acetato negro girando y emitiendo los acordes de la canción de Sarita Montiel, Fumando Espero, acto realizado igualmente por el modisto Salmerón, exhalando rueditas de humo por su boca pintarrajeada de rojo escarlata, con colorete en las mejillas, luciendo un vestido corto entallado color esmeralda de satín, bañado en agua de colonia. De piernas cruzadas, gruesas y peludas, con zapatos cerrados de tacón alto. Permanecía ansioso por escuchar el rechinido de las enormes bisagras que sostenían la puerta entreabierta frente a la calle. El sonido agudo, continuado y desagradable anunciaba como coro celestial la llegada del amado, que cubriría su impúdico y pecaminoso cuerpo, de amor y santidad. Corrían la cortina de brocado rosa de la ventana que daba al jardín interior para después consumar la sublimación de sus cuerpos.

    Al atardecer, Presente, como habitualmente lo hacía, tocó tímidamente la puerta de la recámara para pedirle al modisto las llaves del cobertizo de los enseres para regar el jardín (cubetas, lazos, cadenas) extrayendo agua del pozo para regar los rosales, las dalias, las plantas de sereno y los huele de noche; éstas agradecían el gesto exhalando aromas y frescura en la calurosa tarde. Arrodillado en la puerta, Presente recibía la bendición del padre antes de iniciar su tarea.

    El párroco, de regreso en la iglesia, urgió al sacristán el repique de las campanas para anunciar el rosario y las confesiones. Elvira estaba urgida y tomó lugar dentro del confesionario. Ni siquiera esperó escuchar detrás de la celosía, el usual “Ave María”, para dar pormenores de aquel pecado: —Me acuso Padre – dijo, con voz entrecortada— de estar embarazada por motivo de mi irrefrenable pasión carnal.   ¡Hija, que has hecho! –replicó el Padre—, sin la bendición de la madre iglesia eso constituye grave ofensa; Dios te perdonará cuando te cases con Jacinto— ¡Ay Dios Mío, qué hice! – lloriqueó Elvira— Padrecito, mi Jacinto está enfermo y medio alelado, jamás siquiera me ha tomado la mano y creo que no puede pecar; admito, él nunca me ha gustado y mucho menos lo he amado. Si al presente soporto esta farsa ha sido por obediencia y el interés de mi papá por la fortuna de los Videa, de la que Jacinto es el único heredero. – Por un prolongado momento dentro del confesionario no hubo voces. El Padre retomó el diálogo de expiación: — Entonces, ¿quién es el padre de lo que llevas en tu vientre? — ¡Ay Dios Mío! Solo sé que el nombre es Renato y es agrimensor de la cuadrilla de trabajadores de la carretera.  —¡Elvira, busca al tal Renato! Pídele que se case contigo – ¡Padrecito, ya lo busqué y ha desaparecido! — Entonces, habla con doña Chepita, como mujer y madre sabrá comprenderte.  — Padre, esa vieja no es mi madre, usted sabe que mi madre murió al parirme. — Tal y como están las cosas no te puedo dar la absolución, hija- —Entonces Padre, ¿y qué voy hacer? — Dios es misericordioso y te guiará en tu camino. Elvira salió desconsolada y desorientada.  

    Como cualquier pareja de amantes, las confidencias fluyen tal fueran la corriente invernal de un río. El modisto fue enterado de la situación de Elvira, y al anochecer con la urgencia que el caso ameritaba visitó a doña Chepita. — Doña Chepita, ya me enteré del descalabro de su adorada hijita—, — ¡Para vos así es la cosa, maricón, y como el todo el pueblo lo sabe, esa mosca muerta no es mi hija! — Pero, soltá… ¿qué te trae por aquí?  — Me muero de vergüenza –dijo cabizbajo— por venir a molestarla con esto, sobre todo, en momentos tan terribles que está viviendo, con la reciente muerte de su queridísimo esposo — La vieja improsulta no paró frente al interlocutor: —¡Óyeme, ese pendejo se ahorcó! Y no lo hizo por la cagada de la hija, ese jodido tenía más deudas que bienes perdidos en los juegos de naipes. Los acreedores lo volvían loco, y yo que pensaba que era rico. Apenas dejó tres o cuatro casuchas cayéndose en unos puebluchos de por aquí; nadie de los acreedores las quiso tomar en pago. —¡Pero bueno, maricón, así es el asunto! Por cierto, no creo que nada más hayas venido a darme consuelo. —Doña Chepita, siento que se me van y vienen los colores de la cara, me tiembla el cuerpo, el corazoncito se me sale, ¿pero quién me va a pagar las piezas de encaje, ceda, tafeta, satín, bolsas de lentejuela, que pedí fiadas para hacer los primorosos vestidos como de reinas y princesas para las madrinas y el traje de bodas de su linda hijita? — Vuelve la mula al trigo, te digo que no es mi hija y, además, ¡no tengo ni un peso! Eleuteria, tráele la libreta que está en el tocador al maricón. Temblándole las manos abrió la libreta de tapa dura encontrando en la primera página la ubicación de las mentadas casuchas; confórmate con una de esas y me dices con cuál te vas a quedar y lárgate porque voy a rezar El Rosario y me voy a acostar.

    Al parecer ninguna de las casas le agradó al modisto y apechugó la deuda. Al día siguiente, Elvira encontró la libreta sobre la mecedora, la hojeó distraídamente y la dejó en el mismo lugar.

    Una mañana nublada, de un día cualquiera, llamó la atención a los transeúntes de la calle que iba al panteón, que la ventana de la casa del tamarindo estuviera tapeada con lodo y más aún, ver salir de su interior una persona con aspecto de mujer, envuelta de la cabeza a los pies, con túnica negra y una redecilla  negra envolviendo su cabello, su presencia causó sorpresa y miedo, pensaron en la materialización de un ánima. Posteriormente, el imaginario la asoció con una mujer de vestir extraño, venida quién sabe de dónde y además, con el rostro oculto detrás de un velo negro. La extraña persona atravesó en diagonal la plaza del pueblo con un andar pausado e indiferente que parecía flotar, dirigiéndose a la pulpería con una bolsa mediana de tela negra. Al llegar al mostrador, del interior de la bolsa y sin contestar los buenos días que le dirigió el dueño de la tienda, extrajo un papel de envoltura de cigarros, escrito con lápiz en el dorso: 8 huevos, 1 libra de frijoles, una caja de fósforos, 1 pan de jabón, 4 onzas de queso, 1 libra de maíz, ½ libra de manteca, ½ libra de arroz, 1 candela de peso, 1 cuarta de gas y 2 platos hondos de peltre. Por escrito le hizo la suma de aquella compra, pensando que quizás era muda. Extrajo de la bolsa de su gabán un billete de cien pesos, recibiendo el cambio sin contarlo y dejándolo caer de prisa al interior de la bolsa. Salió como había entrado de regreso a la casa del tamarindo. Semana a semana en forma cronométrica realizaba esta rutina a excepción de los días festivos que coincidieran con el día asignado para hacer las compras, evitaba encontrarse con más personas que pudieran inquietarse por su aspecto y llegaran a cuestionarla.

    Los días, semanas, meses y años fueron pasando, la casa del tamarindo proyectaba el misterio y tristeza eterna. El inusual habitante cambió el andar anterior a nuevo paso cansino, la túnica de negro a grisácea, el papel de cigarro tan desgastado como un billete viejo, lo único que no modificó eran los temores de la gente, por el concepto de bruja que se habían formado de ella, pero ya no era la bruja del tamarindo sino la vieja bruja del tamarindo. Este concepto lo afirmaron por un incidente: una mañana próxima a llegar a su casa, le llamó la atención un grupo de personas en la acera gritando con cubetas de agua en sus manos y pidiendo más agua, para controlar el incendio que se había propagado, en la casa de tablas de una pareja de alcohólicos que estaban dormidos. Entre el ruido que generaban los vecinos y las tablas al arder, sobresalía el llanto de un bebé desde el interior de la casa. Todos volteaban a ver, compungidos, algunos lloraban, tanto por el humo como por el pesar del niño que se estaba quemando, pero ninguno manifestaba la intención de rescatarlo. Las columnas de humo negro violaban la pureza del límpido cielo azul, la vieja de la casa del tamarindo por primera vez en su vida se detuvo en el trayecto de siempre, frente al grupo de personas, ocasionando mutismo absoluto, cambio en las expresiones lastimeras de aquellos rostros, por miedo y asombro; la mujer depositó la bolsa en el suelo, sin apresurar el paso ni mediar palabra alguna se introdujo en aquel túnel de llamas hasta llegar al fondo donde estaba el niño. Lo tomó de un pie y colgado al hombro regresó con él, depositándolo tal fardo humeante en el suelo. Recogió la bolsa y continuó camino. Del niño nadie se hizo cargo, sobrevivió por instinto y por la caridad de algunas personas y así fue creciendo con su carita deformada, los miembros mal desarrollados, renco, despreciado y rechazado, motivo de burlas de niños y adultos, dormía en las calles, vestía harapos, todas sus desdichas las atribuían a un castigo divino porque su vida había sido rescatada por la bruja.

    Cierto día, en el pueblucho aparecieron payasos, hubo ruidos de pitos, tamboras, relinchos de caballos, perros y burros amaestrados; todos desfilaban por la calle principal, anunciaban la llegada del circo, constituido en tabla de salvación de aquel niño, que decidió viajar con ellos y nunca más hubo noticias de él.

    La vieja bruja de la casa del tamarindo sin debilitar el rigorismo de su comportamiento como Mauna en los ejercicios de yoga se hizo notar su ausencia primero en la tienda, había transcurrido semana y media de no pasar por su encargo, que previamente a su llegada le tenían preparado. El vuelo siniestro de los zopilotes alrededor de la casa incrementándose numéricamente día con día, el hedor percibido por unos dolientes que sepultaron a un familiar, su ausencia atravesando la plaza como si se hubiera quitado la figura principal de una pintura, alarmaron a los pobladores pero nadie se atrevía tan siquiera a tocar la puerta cuando la pestilencia se hizo intolerable al igual que la zopilotera exigieron al alcalde que tomara cartas en el asunto, y encabezando un grupo de voluntarios decidieron tumbar la puerta de la casa, el olor insoportable hizo retroceder a los voluntarios, como la ráfaga de una tempestad obligándolos a ponerse pañuelos en la nariz, aguantar la respiración y los más débiles vomitaban. Haces de luz solar penetraban por los agujeros del tejado flotando en su trayecto partículas opacas grisáceas lentas que trasmitían tristeza, odio, resentimiento, dolor, menos alegría, amor o felicidad. Tirada junto al brocal del pozo yacía la vieja bruja del tamarindo la cara descubierta, las cuencas de los ojos vacías, la túnica negra desgarrada, los genitales y su abdomen eviscerados expuestos, los dedos de manos y pies mutilados, fragmentos de piel desgarrados y la fauna carroñera de los cerros de alrededor complacidas y satisfechas de su generoso banquete, la expresión del rostro era gesto satisfactorio post morten; sabía que sus ojos estaban extinguidos como rollos de fotografías sin revelar, en ellos estaban los recuerdos, vivencias, los misterios,  orígenes, y, todo aquello nadie sería capaz de recuperarlos, las escasas e individuales pertenencias, la diminuta mesa rústica, el taburete viejo, una cuchara con plato hondo de peltre, tres túnicas negras desteñidas colgadas de clavos en la pared, una piedra de moler, el estrecho catre de lona curtida, a los preciados bienes incluía: dos cazuelas ennegrecidas, la olla de barro, una vela apagada a medio consumir,  el clavo grande ubicado en la puerta del maloliente  escusado dotado de agujero estándar, donde podía ensartarse líos de papel periódico de media página y, el pocillo cascado de peltre, representaban todos sus bienes, además de dos pares de zapatos de vaqueta, deslustrados, deformes y desgatados, nadie tuvo interés por aquellos bienes y los vieron con indiferencia. Costales de cal fue vertidos sobre aquel cuerpo y el mismo día, a media tarde, sin oficios religiosos ni trámite legal alguno, fue sepultado.

    Al pasar del tiempo la casa fue más temida, porque aún con la bruja muerta y la casa bendecida, en el interior continuaban oyéndose ruidos semejantes a gruñidos y lamentos; en repetidas ocasiones y en diferentes horas del día, eran más audibles. Decidieron organizar grupos de cuatro a seis hombres, quienes irrumpían en la casa y como por encanto los sonidos desaparecían. El fenómeno era cada vez más frecuente, y los pueblerinos empezaron a desesperarse y más de una vez surgió la idea de prenderle fuego, en eso estaban cuando a uno de aquellos asustados se le ocurrió abrir por enésima vez el ropero grande que estaba empotrado en la pared, descubriendo en el fondo una puerta corrediza que daba a un pequeño cuarto con hedor insoportable de orines, excremento, sudor y mugre, además del zumbido de enjambres de moscas y cascadas de cucarachas por las paredes. Con lámparas de mano iluminaron el cuartucho, al que no penetraba un rayo de sol, ni una mínima corriente de aire, era un cubo de adobe, el piso tapizado de heces fecales recientes y secas.  En la penumbra visualizaron un bulto en movimiento que emitía sonidos guturales y expelía tufos insoportables, que correspondían a un cuerpo humano, esquelético, de color indefinido, completamente desnudo, acurrucado cubriéndose la cara con sus manos con uñas caracoleadas pardas de más de 15 centímetros de largo, al igual que los dedos de sus pies,  el cabello negro enmarañado hasta la cintura con zonas apelmazadas llenas de piojos, similar a la barba que descendía por debajo del ombligo, recubría todo su cuerpo una especie de coraza negruzca como una segunda piel.

    Venciendo el miedo y la repulsión, los cuatro hombres que habían entrado al cubículo lo asieron de hombros y pies exponiéndolo a la luz del sol, no sin antes vencer la resistencia que como fiera acorralada extraída de su madriguera presentaba el individuo. El sol lo cegaba y tardó mucho rato en mostrar la mirada implorante, que rogaba no le hicieran daño; de aquella boca desdentada no brotaba ninguna palabra, solo sonidos indescifrables.

    El suceso se difundió rápidamente a nivel nacional y antes del amanecer ya habían acudido al pueblo reporteros de diferentes medios noticiosos para ganar la primicia en primera plana.

    Al hombre lo encerraron en una celda de la comandancia, donde previamente estaban alojados cuatro borrachitos indigentes por delitos menores. Pese a su condición indigente, hubo protestas por la llegada del pestilente compañero. Tomando en cuenta que la libertad y las adicciones son invaluables, se les ofreció abandonar la cárcel y proveerlos de una cuarta de aguardiente por cabeza, si bañaban al nuevo huésped, de inmediato pusieron manos a la obra.

    Arribaron de la capital médicos internistas, psicólogos, curiosos, el turismo repuntó, unos para estudiar el caso y otros para fisgonear, noticia que ya salía a cuatro columnas en la primera plana de todos los diarios, con el titular “EL FAMOSO HOMBRE EMPAREDADO”, cuando en verdad, el misterio no era tal, porque aquel espectral hombre tan solo era el hijo de Renato el agrimensor, el ADN confiado dentro del Confesionario de la iglesia.

                                                                           EPILOGO

    El emparedado fue trasladado al hospital psiquiátrico de la capital, para recibir atención médica integral, de altura. Falleció a los pocos meses, las causas de muerte en el certificado de defunción fueron:

1.- Desnutrición severa. 

2.- Insuficiencia orgánica múltiple.

3.- Paro cardiorrespiratorio.

    Sorprendió al panteonero ver una fresca, hermosa, fragante rosa blanca, sobre el promontorio de tierra que sepultaban los restos de ELVIRA. Dicen que por la puerta del panteón vieron salir un hombre renco, con la cara desfigurada, marcaba pasos columpiados con rumbo desconocido. 

Guadalajara, México, febrero 2022. II año de la pandemia. 

                                              ADENDUM 

    El hecho fue real y fue conocido como EL EMPAREDADO DE OCOTAL, en los años 60. 

    El hallazgo del esqueleto es real, el poblado ocioso, lleno de ínfulas, existió o existe. El cura, el modisto y el informante son reales, algunas otras cosas son producto de la fantasía porque ésta es más atractiva que la realidad y generan más conjeturas. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario