sábado, 2 de julio de 2022

AÑORANZAS. Por: Juan Carrillo Salazar. Revista Actualidad León, 1928

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    Y es una guarida deliciosa. Cuando ya se es hombre y se fatiga en exceso nuestro ánimo en las malandanzas mundanas, siempre es un consuelo grato retornar al dulce y tierno lar en que moró nuestra amada infancia, y en donde, a cada paso, preguntaba nuestra candorosidad de niño, cómo sería el mundo que bullía fuera de nosotros, para allí, al abrigo de su reparadora paz, repadecer la rósea serenidad de los años que se fueron para no volver jamás.

    Aquella vieja casona… aquel patio solariego… aquellos años puericiales vecinos de mi adolescencia… Perfume de una primavera ya distante.

    Avizoro el pasado. ¿No es útil avizorar el pasado? Yo lo avizoro ávidamente ahora, y que el recuerdo haga algunas acotaciones.

    ¡Aquella vieja casona! Aquel hogar consagrado por ingenuos afectos. Cómo, mis hermanos y yo, colmábamos de alegría su recinto íntimo, circuido por cuatro paredes que la infamia del tiempo ulceró despiadada. Sin embargo, había razón de sobra para el deterioro de esos muros amigos.

    La casa de nuestros abuelos, que después fue de nuestros padres, fue asegúrase, de las primeras construidas en el barrio nativo a raíz de la traslación de la ciudad al sitio que hoy ocupa. ¡Ah! esas edificaciones de adobes, de gran espesor, duran mucho y durarían indefinidamente si no fuera por el salitre, enemigo conjurado de las viejas construcciones, pero, sobre todo, por esos pérfidos sismos que casi siempre las amagan cuando menos se percatan.

    ¡Aquel patio solariego! Aquella parcela de terreno bendito que mi buena tía cultivaba con solícito esmero. Aquel pensil ameno donde nevaron espléndidamente las gemelas, los lirios y los jazmines del Cabo, deleitándonos con su olor suavísimo lindero de lo místico y lo divino. Ah, pero eran más atrayentes, sí, más atrayentes para nuestra voracidad de niños, dos árboles frutales, un manguero y un naranjo, plantados allí por quién sabe que ancestral mano propicia. Era ver, al último de ellos sobre todo, cómo, envidioso, sin duda de las otras flores albas del vergel, lo nevaban a porfia los azahares a las primera lluvias de mayo, para luego mostrar orgulloso sus pomas de oro en los meses del seco y ardoroso estío.

    ¡Mis años puericiales! Ellos deslizáronse apacibles y tiernos entre el hogar y la escuela.

    El hogar con los juegos fraternos bajo el frondoso manguero amigo; sobre todo en la época de la frutescencia, cuando avaro y burlón, retenía las codiciadas grupas que, muchas veces, sólo soltaba al requerimiento de nuestra vara que las hurgaba.

    Cómo se nos hacía agua la boca mirando amarillar allá en las ramas altas e inaccesibles las frutas anheladas. Si es que cualquiera cosa hubiéramos dado por obtenerlas; más, a la verdad ¿qué era lo que podíamos dar nosotros en cambio de esas golosinas que nos pedía nuestro estómago infantil, y por infantil nunca satisfecho?

    ¡Dios mío! El hogar, ese divino rincón solariego, no fue más, por varios años, que el nido obligado de la encantadora puericia. De allí, como el ave, sólo salíamos para i a buscar el codiciado alimento espiritual. ¡Y qué caro y a qué costa lográbamos el tal alimento!

    La escuela, esa odiada escuela de mis primeros años presidida por dómines agresivos y sañudos, para los cuales ¡quién lo creyera! el azote y la palmeta eran su mejor recomendación ante los padres de familia de aquel entonces.

    — ¿No sabe las Bienaventuranzas? pues cárguenmelo.

    — Pobrecito, maestro; está muy pequeño todavía.

    — Nada, para que se acostumbre a estudiar su lección.

    Y a carnes desnudas, cargado por un compañero, allá te iban tres o cuatro azotes de padre y muy señor mío.

    ¡O témpora, o mores!

    Pero el hogar allí donde huelgan tantas bonanzas; allí donde medran solícitos cuidados paternales, que siempre son amables hasta la saciedad; allí donde los cuentos de la abuela parecen evocar épocas brumosa leyenda; allí donde los sueños vírgenes del niño revolotean sobre nuestros lechos cual libélulas cansadas, constituye el único y propicio descanso del sufrir docente…

    ¡Y todo, todo, perfume de una primavera ya distante que, aun ahora, inefablemente me enamora!

    Mas un día de tantos revelósenos la adolescencia, y luego la juventud, y hubo en nuestro ser corrientes nuevas, savia nueva.

    Y empezamos a conocer la Vida, la verdadera, la genuina. Vida, que despertaba en nosotros al parecer de un letargo. La puericia nos la hubiera ocultado eternamente, y de haberla encontrado a nuestro paso no la hubiéramos conocido…

    Es por esos que, cuando se fatiga demasiado nuestro ánimo en las malandanzas mundanas, siempre es un consuelo peregrino, tornar al dulce y tierno lar, en que moró nuestra infancia querida, y en donde a cada paso, demandaba nuestra ingenuidad de niño, cómo sería el mundo que bullía fuera de nosotros, para allí, al amparo de su reparadora paz, repadecer la serenidad rosada que antaño llevamos.

León, 1928

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