domingo, 10 de julio de 2022

Memorias de José Francisco Borgen. - LOS HERMANOS GUILLERMO Y EMILIO ROTHSCHUH. En: La Prensa Literaria. Junio 23, 1974

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DON JOSÉ FRANCISCO BORGEN
NOVIEMBRE DE 1934

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    Mi padre quiso ser abogado. * Surge un serio personaje de rasgos indígenas. * Libros recibidos donde don Santiago Matus. * La revista Educación: el primer poema de Luis Alberto Cabrales. * Rogerio de la Selva: su poder político en México. * Guillermo Rothschuh Cisneros y su grito deportivo: ¡Viva el Boer! *La sabiduría jurídica de El Pasante de la Esquina.

  Catarina es un pueblo indígena del sur del departamento de Masaya, cuna de El Güegüence, la más importante obra de teatro de la época colonial escrita en América. Está situado a quinientos metros sobre el nivel del mar, y ello explica la sabrosura de su clima. Al oriente del terreno desciende en accidentes diversos hasta precipitarse en la hoya de la laguna de Apoyo.

    Su población sigue siendo mayoritariamente indígena.

  Allí nacieron mis abuelos Nicolás Borgen y María de Jesús Quintanilla. Marcelo Borgen y Eugenia Benavides. Mi padre y mi madre fueron los menores hijos de los dos matrimonios.

   Mis abuelos paternos dejaron al morir una “charpa” de cipotes, el mayor, Alejandro, de quince años de edad. Este, Salvador, Enrique y mi padre José Jeremías Borgen pasaron en el pueblo su primera juventud, igual que sus hermanas Cándida, Amalia y Flora. Pero cuando cumplió los catorce años, mi progenitor, ávido de saber, se marchó para León. Allá logró el puesto de bedel del Instituto y con su trabajo pagaba la enseñanza. Su presupuesto lo completaba haciendo pequeños negocios. En estos, como más tarde en negocios mayores, se reveló siempre muy capaz.

  Dificultades familiares reclamaron de pronto su presencia en el pueblo de su nacimiento, y hubo de regresarse. Él me contaba que su ideal había sido ingresar en la universidad y graduarse de abogado. “El hombre –me decía— vale por su saber o por su dinero”.

    A principios de siglo casó con María Blas Borgen, su prima, y se estableció en Masaya. Con mis progenitores vine yo a Managua cuándo sólo alcanzaba seis meses de vida.

 Con la ayuda comprensiva de mi madre me inicié en el conocimiento de las letras. Cuando vivíamos en el barrio San Jacinto, ya leía yo El Heraldo, diario conservador, a la edad de nueve años. Por ese entonces llegó a mis manos una revista –no recuerdo su nombre—cuya portada traía el retrato de un serio personaje de rasgos indígenas, que lucía traje diplomático y espadín a la cintura. Se llamaba Rubén Darío. El volumen era una edición conmemorativa del poeta en el primero o segundo aniversario de su fallecimiento. De su contenido sólo recuerdo el poema de Amado Nervo: “Ha muerto Rubén Darío, --el de las piedras preciosas” y el de Antonio Machado: “Si era todo en tu verso la armonía del mundo— ¿dónde fuiste, Darío, la armonía a buscar?

    En el Heraldo encontraba de cuando en cuando un pequeño anuncio titulado invariablemente “Libros recibidos” encima de una lista de obras y al pie: “Librería de Santiago Matus. Este respetable ciudadano fue el padre de mi bien querido y noble amigo Manuel Matus, compañero de la infancia, hoy médico eminente qu e esconde en su modestia un acervo inmenso de sabiduría clínica.

    Algunas veces acompañaba yo a mi madre cuando iba de compras y la obligaba –¿la obligaba? A entrar donde don Santiago. Durante la visita inmediata posterior a la lectura de la revista de marras me compró “La vida de Rubén Darío” escrita por él mismo, como rezaba la portada del libro. Este fue, creo, mi primer contacto con la obra del genio. Algún poema rubendariano conocí luego en la revista Educación, órgano del Instituto Pedagógico, que dirigía el Hermano Paulino, un religioso francés que, según me decía Luis Alberto Cabrales, tenía un sorprendente conocimiento de las letras españolas y era un insigne profesor de la materia.

    Luis Alberto publicó allí aquel poema suyo de la adolescencia tan celebrado entonces y que nos enternecía:

  “Dios te bendiga, lluvia –que caíste del cielo esta mañana – y limpiaste de polvo los tejados y de tristeza mi alma.

   “Jocunda está la tierra generosa –que ha tiempo te esperaba; — me brinca el corazón dentro del pecho –con alegría tanta – que parece un cabrito retozando – sobre la verde grama.”

 “Un eglógico aroma se desprende – de la tierra y la hierba aljofarada; — en los cielos azules y lavados – no hay una nube blanca – y sobre de los pétalos resbalan – las auras perfumadas”.

   “Dios te bendiga, lluvia”, etc.

  También daban a las páginas de Educación sus primeros frutos, Rogerio de la Selva, Adolfo Calero Orozco y Guillermo Rothschuh, alumnos todos de los hijos de La Salle.

    Rogerio, llevando la palabra en un acto escolar, en presencia del presidente de la república, se desató contra el gobierno y la intervención norteamericana. Fue expulsado del colegio. Poco después partió para México, donde se graduaría de abogado.

    Como se sabe, Rogerio era hermano menor de Salomón de la Selva. Si bien llegó a alcanzar en México alta figuración política, ello fue a costa de renunciar la ciudadanía nicaragüense y adoptar la mexicana. Y esto no lo aceptó para sí el grande y luminoso poeta, ni aún cuando fue tentado a hacerlo, al ser llamado a integrar la Academia Mexicana de la Lengua, correspondiente de la Española, como miembro de número. El estatuto de la corporación exige que sus integrantes sean todos mexicanos, por nacimiento o por nacionalización. Salomón no podía ignorarlos, y en su extraordinaria contestación declaró su deseo de seguir siendo nicaragüense hasta el último día de su existencia, aunque reafirmando su gratitud y devoción por aquella tierra y sus altos valores.

   Rogerio fue secretario privado del presidente Miguel Alemán, compañero suyo entrañable antes, durante y después de su gestión presidencial, lo siguió fielmente a todo lo largo de su carrera pública. Tuvo un gran poder político en tiempos de Alemán y algunos nicaragüenses pueden dar testimonio de que una orden suya era acatada en México sin vacilaciones hasta por generales y gobernadores de estado.

    Desde su partida en aquellos días de mi infancia, no regresó a la patria sino en dos ocasiones: la primera en los años 40, cuando lo conocí en la redacción de Flecha, el diario de Hernán Robleto; la segunda, a principios de la década de los 60. En esta última ocasión conversé con él en el Gran Hotel. Me di cuenta entonces de que su persona era resguardada como si se tratara de unos de los grandes de la Revolución: cuidaba sus espaldas un ayudante milita, todo un generalote del ejército mexicano.

   Guillermo Rothschuh Cisneros, poeta, fue el padre de Guillermo Rothschuh Tablada, poeta y abuelo de Guillermo y Eleazar Rothschuh Villanueva, poetas. Cuatro liróforos, tres de los cuales son la contribución chontaleña al acervo lírico nicaragüense que, a partir de Rubén, parece destinado a una perpetua y espléndida floración.

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DON GUILLERMO ROTSCHUH CISNEROS
1921
  
  Guillermo y su hermano Emilio –este último mi profesor de segundo grado y más tarde compañero accidental de periodismo y de bohemia –figuraron entre los primeros educadores egresados del Instituto Pedagógico. Ambos eran –lo fueron hasta su muerte— profundamente católicos y eminentemente conservadores. Crecieron y estudiaron en ambiente de gran pobreza; pero, muchachos ejemplares, fueron queridos de todo Managua, por su talento, su amor al estudio, su modestia y su afectuosa cordialidad. Los Hermanos Cristianos, como lo hicieran con René Schick en León, les brindaron su protección. También contaron con el apoyo de Juan Ramón Avilés, quien de pobreza igual se había levantado por su propio esfuerzo al primer plano del periodismo y la política nacionales. Los hermanos Rothschuh no olvidaron a sus benefactores. Antes bien, nunca escatimaron para ellos las expresiones de gratitud, cuando la ocasión se presentaba.

    Los Hermanos Cristianos de La Salle sentíanse orgullosos de la pléyade de intelectuales que se levantaba bajo su alero. A Guillermo lo llamaban el Gabriel y Galán nicaragüense, debido al acento rural y hogareño que signa la mayor parte de su obra poética. Aún para rendir tributo a Rubén Darío, su sentimiento discurre entre la fronda:

    “Oh, maestro, cuan falta de armonía – y cuan llena de duelo – está la selva de la azul poesía – desde que alzaste el vuelo”.

    Guillermo era uno de los llamados por el gobierno conservador para hacer estudios, en el exterior. Allá iban por aquel entonces, por cuenta del estado, solamente los privilegiados del talento: Luis Alberto Cabrales, Adolfo Calero Orozco, Tomás Urroz, Fernando Vélez Páiz, Zoraida Matus, Arturo José Medal, José Vicente Álvarez. Pero a Guillermo lo llamaban el hogar y la montaña, y en Chontales hizo la fusión anhelada: mujer y pampa llenaron allá su existir de hombre y de poeta.

    La beca se quedó esperándolo.

    Emilio fue llevado por el gobierno de don Adolfo Díaz a la Oficialía Mayor del Ministerio de Instrucción Pública. Renunció el puesto al asumir el poder el liberalismo de Moncada en el Ejecutivo. Pero los nuevos funcionarios creyeron necesario aprovechar sus servicios mientras se enteraban de los quehaceres del cargo, y ahí lo retuvieron por unos seis meses.

    Si es verdad que ya antes había causado alta en las milicias de la mortal y divina bohemia, no fue sino entonces que vino a engrosar las del periodismo militante. Puede decirse que allí comenzó su verdadera vida pública, mejor dicho, su vida popular, al incorporarse definitivamente a la fisonomía de la ciudad como uno de sus detalles inconfundibles. El las lides béisboleras, el Bóer era el equipo de los intelectuales de Managua: Ramón Sáenz Morales, Salvador Ruiz Morales, Lolo Estrada hijo (Arsene Lupín), este último el primer cronista deportivo de que tengo memoria. El grito popular lo recogió Emilio, convirtiéndose en algo así como pregonero eminente de las multitudes deportivas: ¡Viva el Bóer!


DON EMILIO ROTCHSCHUH CISNEROS

    A pesar de su talento, de su ilustración y de los relieves de su personalidad, vivió casi ignorado del resto del país. Fundamentalmente modesto, rehusó los engañosos honores de la publicidad. Había hecho todos los cursos de leyes en la Facultad de Derecho de Managua –única escuela universitaria entonces existente en la capital— pero no se graduó, por culpa seguramente de su desaliñada existencia, o quizá porque no le interesaba en sí la carrera.

  Pero no se quedaron sepultos por entero sus conocimientos jurídicos en las interioridades de su cerebro: durante largo tiempo mantuvo en La Noticia una sección dominical titulada: “Páginas de la Vida Real”, que firmaba con el seudónimo de El Pasante de la Esquina. Eran las suyas exposiciones sesudas y enjundiosas. En ellas analizaba, desde ángulos humanos, con profundidad filosófica, problemas que se ventilaban en los tribunales. Y en alguna ocasión, influyeron en las decisiones de los jueces más que los alegatos de los juristas interesados.

   Era todavía joven cuando murió en 1941. Desaparecidos en su mayor parte los compañeros bohemios de su generación, Emilio se había quedado solo: fiel a la causa hasta morir, fiel a la bohemia romántica, fiel a su independencia de espíritu y a su bandera deportiva: ¡Viva el Boer!
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