sábado, 15 de marzo de 2014

LOS CIEN AÑOS DEL MUSEO NACIONAL DE NICARAGUA. Por: Eduardo Pérez-Valle hijo. En: El Nuevo Diario, viernes 28 de febrero de 1997.

Ennigaldi-Nanna, hija de Nabón Nabónido, último rey de Babilonia, creó hace 2,500 años el primer museo de que se tenga noticias, ubicado en la ciudad de Ur, cerca del Éufrates.

Diocleciano Chaves, hijo de Segundo Chaves y de Crisanta López, no es un personaje babilónico de la ciudad de Ur, nació en un villorio a la orilla del lago de Managua y del río Tipitapa. Nació en la primera mitad del siglo XIX. Fundó el primer Museo, que el 21 de agosto del presente año arriba al centenario. Su heredera fue su propia hija, Crisanta Chaves. Ambos ya fallecidos, trasladaron desde hace cincuenta años su bandera cultural a manos de los dos únicos continuadores que sobreviven a esa época, doña Leonor Martínez de Rocha y Don Roberto Martínez R., a quienes Doña Crisanta en su “Historia del Museo Nacional”, les rindió un merecido homenaje, que al paso de todos estos años se ha ratificado con el oro del reconocimiento ciudadano.

Esos cuatro baluartes se hicieron cinco con el Hermano de las Escuelas Cristianas, Hildeberto María, cuyo nombre de pila era Joaquín Matilló Vila. En los actos de estos personajes, encontraron su mejor aplicación aquellas palabras de William Faulkner: “Un optimista es alguien que ve luz donde no hay más que oscuridad, un pesimista es el que trata de apagar esa luz”. En la luz de su gestión, se cuentan las más denodadas batallas, que han logrado que nuestro Museo alcance los cien años de existencia.

El Museo Nacional de Nicaragua es uno de los más pequeños del continente. Durante años ha despertado asombro, no por lo que al recorrerlo se puede observar y aprender, sino por todo aquello con lo que no cuenta, incluida una ubicación apropiada.

¿A quién culpar por tal estado de cosas? Los gobiernos y la indiferencia social, desfilan de la mano en el trágico escenario del relegado Museo Nacional. Desde los tiempos de Zelaya, época en que se fundó el Museo, hasta el penúltimo régimen de este milenio, el cual metió en su proyecto político al Palacio de la Cultura, incluyendo al Museo Nacional; fue presupuestado, recibió el dinero, y al final no pudo rendir cuentas claras. El Viceministro de Cultura del actual Gobierno, informa a la población que faltan 80 millones de córdobas para finalizar las obras. Al menos ya sabemos el sitio que algún día alojará el Museo Nacional.

La historia registra en sus páginas solamente a un grupo de personas de la sociedad nicaragüense, que de manera organizada y animadas por el auge de los descubrimientos arqueológicos en Mesoamérica y México, fundaron el 26 de Mayo de 1964 lo que denominaron “Instituto Arqueológico Nicaragüense”. Años más tarde obtendrían su Personería Jurídica, por Decreto publicado en La Gaceta, Diario Oficial del 14 de Abril de 1969.

En ese Instituto, entidad privada y de duración indefinida, se adoptaron como fines: “...cooperar con el Departamento de Arqueología del Museo Nacional y proponer al Gobierno leyes que resguarden nuestra riqueza arqueológica. Fomentar el interés por la ciencia arqueológica y disciplinas afines. Promover entre sus miembros actividades de campo, conectadas con la Arqueología”.

El Museo siguió estando allí, las actividades del Instituto cobraron más notoriedad que las del mismo Museo en la década de los 60. Como entidad privada desarrollaron más actividades que el empobrecido y maltratado museo.

Con fondos proveídos por sus “miembros correspondientes”, se dedicaron a auspiciar sobre todo, conferencias de temas relacionados con Arqueología, Etnología, Toponimias indígenas, etc.

A excepción del Hermano Hildeberto María, en aquella asociación no hubo arqueólogos, sólo empíricos entusiastas, con excepción de 13 prominentes científicos del mundo que fueron declarados miembros honorarios, entre los que figuraban Takashi Okada; Gordon Willey; Franz Termer; Ángel María Garybay; Alejandro Lipschutz; H. Pollock; Albert Norwetb; Miguel León-Portilla; Manuel Ignacio Pérez-Alonso; Luis Claramaunt; Doris Stone y Wolfgang Haberland, todos relacionados a la arqueología de Nicaragua y Centroamérica. Los periódicos referían a los miembros locales más entusiastas, como “elementos de vanguardia en la arqueología nicaragüense”.

Un buen número de sus “miembros correspondientes” eran propietarios de grande haciendas en diferentes puntos de Nicaragua, y tenían grandes colecciones de piezas arqueológicas: Miguel Gómez y Maruca de Gómez; Enrique Marín; Carlos Schutze, Juan Caligaris, etc.

Siendo la arqueología una ciencia integral, “que analiza cualquier vestigio del pasado con el propósito de reconstruir tanto como sea posible”, aquellas colecciones, como las de hoy, no representaban más allá que simples muestras de la mejor Escuela de Bellas Artes que, en la Historia de Nicaragua, haya existido, la escuela del arte indígena.

Aquella década del 60 tomó a los nicaragüenses en la efervescencia de los trabajos arqueológicos en Tikal iniciados por la universidad de Pensilvania en 1950. Diríase que John Lloyd Stepehens y Frederick Carter primeros exploradores, en la primera mitad del siglo XIX, de las virtualmente desconocidas ciudades de Copán, Quiriguá, Palenque, Uxmal y Chichen-Itzá, fueron los espíritus que inspiraron a nuestro círculo de encuentros sociales interesados en la Arqueología.

¿Quién, de aquella época, no recuerda al Lic. Lázló Pataki, hablando, escribiendo historias y planificando expediciones en busca la “Ciudad Perdida” en la selva de Nicaragua? Al Dr. Emilio Álvarez Montalván exponiendo un resumen de la obra de Sylvanus Morley “Introducción a la civilización Maya”. Al Lic. Carlos Mántica resumiendo a Lottrohp. A Don Luciano Cuadra en conversaciones sobre Ephraím Squier en Nicaragua. Al doctor Alejandro Dávila Bolaños con su conferencia sobre “Toponimias nicaragüenses de origen nahoa”.

En septiembre de 1964 apareció en la prensa nacional, la noticia sobre un encuentro de sociedades arqueológicas centroamericanas, a realizarse en las ruinas de Copán, para fundar, bajo el auspicio de la Organización de Estados Centroamericanos (ODECA), una “Federación Arqueológica Centroamericana”, la cual jamás tuvo vida.

A propósito de “ciudades perdidas en la selva nicaragüense” ¿Serán ellas las hasta ahora divulgada ruinas de Garrobo Grande, en el departamento de Chontales? O serán las del relato que en su lecho de muerte, confiara a mí  padre, el virtuoso titiritero Reginaldo B. Montcrieffe, hijo de ingeniero del Gobierno de Nicaragua, R. B. Montcrieffe, quien al recorrer los extremos del territorio nacional había acumulado interesante información geográfica. Mi padre acudió al urgente llamado de Montcrieffe, le escuchó atentamente; y el titiritero le confió que, entre sus pertenencias había unos mapas que su padre había realizado, y en cuyo contenido, dentro de la región de zona selvática de la Costa Atlántica, había localizado las ruinas de una ciudad perdida. Aquella confidencia y la promesa de Montcrieffe de entregarle los documentos de la “Ciudad Perdida” a quien consideraba su mejor depositario, no pudo ser cumplida, la muerte no lo permitió.

Como parte de aquellas actividades emprendidas por el Instituto Arqueológico, llegó a nuestro país el arqueólogo Edwin Martín Shook, quien formó parte del equipo que bajo los auspicios de la Fundación Carnegie, realizó trabajos de exploración y restauración en Tikal. En el año de 1965, en el desaparecido Club Universitario, dictó conferencia sobre las “Exploraciones e Investigaciones en las ruinas de Tikal”.

Pero, ¿qué fue de nuestro Museo? En el mismo año, el 15 de junio de 1965, un grupo de destacados intelectuales, entre los que se incluían: Emilio Álvarez M., René Sandino Argüello, el padre Federico Argüello, Luis Cuadra Cea, Juan Caligaris, le enviaron una carta al Presidente de la República, Dr. René Schick Gutiérrez, en la que pedían, en vista del enriquecimiento del Museo en piezas de óptima calidad, la atención inmediata de elementales necesidades, comenzando con apropiado edificio, mobiliario y personal adecuado.

“Los museos nacionales –decían— como instrumento de cultura popular, sano esparcimiento y fuente de estudios para los especialistas, nos obliga a enfocar la función de los museos bajo más amplias perspectivas. No obstante, creemos que la iniciativa privada pudiera completar los esfuerzos que el Gobierno estuviera en condiciones de efectuar para empezar a solucionar las apremiantes necesidades del Museo Nacional. La iniciativa privada, a través del Instituto Nicaragüense de Arqueología, sabría contribuir sustancialmente al equipamiento y asesoría del Museo Nacional en su nuevo edificio.”

A más de 30 años de distancia, la actividad y los enérgicos planteamientos de los años 60 nos resultan buenos, magníficos, pero desgraciadamente no obtuvieron resultados concretos. Ahí está nuestro Museo, medio vivo. Ojalá que en la presente década resurja el interés social por el museo, significa educación, cultura, identidad nacional, promoción del turismo, sitio de resguardo de las evidencias del registro arqueológico.

Mientras tanto, la UNAN-Managua y la Universidad Autónoma de Barcelona se perfilan en estos momentos como el más sólido apoyo científico del Museo Nacional. Muy pronto la UNAN, gracias al Gobierno y pueblo de Italia y su representación diplomática en nuestro país, contará con el primer laboratorio universitario de Arqueología, dotado con equipos, libros, cooperación científica extranjera y, sobre todo, manejado por los próximos licenciados en Arqueología, quienes serán los primeros en formarse y graduarse en nuestro país.


Ya veremos qué sucede en este país en donde mucho se dice y poco se hace. Donde todo está en posición de salida pero no arranca, incluido nuestro abatido MUSEO NACIONAL, el que aguarda por edificio propio, y en donde el visitante camina a través de un “discurso contemplativo”, sin que la sociedad aborigen extinta, tenga voz museográfica y pueda ceder su legado

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