sábado, 23 de agosto de 2014

MATÍAS ESTRADA, EL BARBERO DE RUBÉN DARÍO. En Mundo Hispánico, Septiembre de 1967.

EN VALLDEMOSA, CON SU BARBERO. Por: A. F. Molina. En: Mundo Hispánico. No. 234. Septiembre de 1967.


En su segundo viaje a Mallorca, Rubén vivió allí días felices, en los que en parte repuso su salud quebrantada, disfrutó del espectáculo de la naturaleza y del ambiente campesino mallorquín, de la gran riqueza flolklórica de Valldemosa, y trabajó bastante. En aquellos días convivió con la gente  del pueblo e hizo amistad con un joven barbero, que vive aún y que le recuerda con un entusiasmo y con una devoción muy vivos.

Nos trasladamos desde Palma a Valldemosa en busca del barbero de Rubén Darío.

Llegamos a Valldemosa, a ese pueblecito famoso que incluso en el clima, más frío que la generalidad de la isla, tiene algo de pequeño Escorial. Del barbero de Rubén no sabemos ni su nombre; únicamente hemos oído comentar que vive y que recuerda con entusiasmo al poeta. Entramos en el primer bar que encontramos en busca de una pista, y allí preguntamos.

Al hacer la pregunta hay un momento de indecisión, como si no lo hubieran entendido, como si no supieran de qué se trata. Los presentes se hacen una rápida consulta en lengua vernácula y sitúan al personaje en seguida, muy satisfechos de poder demostrar la tradicional amabilidad mallorquina.

--Ah, sí; ustedes pregunta por Matías Estrada, el padre de Matías, del conjunto Los Valldemosa. Si suben la cuesta que llega a la Cartuja, al llegar a la esquina verán una puerta al abrirse da a una escalera. Suben por ella y preguntan. Vive allí.

La casa que buscamos queda muy cerca, y cuando llegamos y explicamos el motivo de nuestra visita, una señora muy amable, hija de Matías Estrada, nos dice:

--Mi padre no sé si podrá contarles algo; se encuentra enfermo y ya no está para nada.

Al momento aparece con Matías Estrada, y en cuanto le vemos nos damos cuenta de que este hombre es uno de esos seres bondadosos que viven un mundo aparte, feliz en él.

Tiene gestos muy vivos y ademanes muy despiertos. Físicamente se conserva muy bien, y hay en él, aún, parte de la agilidad juvenil de aquel joven que afeitaba a Rubén Darío, y es una de las personas que siente hacia su recuerdo una mayor admiración.

--Padre –le dice la hija—, estos señores quieren saludarte.

--¿Cómo están ustedes?

Nos tiende la mano con espontaneidad, con alegría, como un niño que estuviera de fiesta.

--¿Cómo están ustedes? Muy bien, muy bien –sonríe y trata de despedirse amablemente, pero con la precipitación de un niño—. Ustedes me dispensarán... Mucho gusto… Me están esperando para comer.

--Espera, padre. Estos señores quieren hablar contigo.

Aunque es un viejo muy pulcro y muy agradable, él se mira la ropa cuidada y limpia, muy adecuada a su edad y al lugar donde vive.

--Ustedes perdonarán que los salude con esta ropa, pero es la que me pongo para ir al campo.

--Al contrario. Está usted muy bien.

--Yo, saben ustedes, en tiempos, cuando tenía tanto trabajo, no me quedaba  tiempo para nada. Pero ahora me voy  un rato por la mañanas a la finca de mi hijo.

--Padre, estos señores quieren que les digas algo de Rubén Darío.

--¡Ah Rubén Darío!— el rostro  se le ilumina y los ojos se le mueven con vivacidad—. Ya casi no me acuerdo de nada. Ha pasado tanto tiempo, que no me acuerdo de nada. Entonces yo era joven y me decía Rubén Darío:

                   Juventud, divino tesoro,
                   ya te vas para no volver.
                   Cuando quiero llorar no lloro
                   y a veces lloro sin querer.

--Nosotros –sigue diciendo Matías Estrada— éramos fundadores de la Agrupación Folklórica del Parador de Valldemosa. Entonces bailábamos y cantábamos para Rubén… Esto fue antes (debe referirse al primer viaje). Después vino más viejo y también nos hizo versos para la Agrupación (se lanza a recitar versos, que procuramos oír con cuidado por si hubiera la suerte de que alguno fuera inédito; pero no es así).

                   La juventud más hermosa
                   del barrio más distinguido
                   forma parte en Valldemosa
                   de este grupo que da vida
                   a la gente silenciosa.
                  
   Cantan los músicos
                   acompañados compases.
                   El bailarín da su salto
                   y hay pases y contrapases.
                  
   Otra mujer se aficiona,   
                   si algo gallarda, algo fea,
                   y, aunque es algo jamona,
                   muy bien que se zarandea.
                  
    Luego va una adolescente
                   calispigia y ojo brujo,
                   con una cara de inocente
                   de hacer pecar a un cartujo.

Ha dicho los versos muy de prisa, con algunas variantes sobre el original.

--¿Y cómo sabe estos versos de memoria?

--Me los dio Rubén Darío. (Al parecer, Rubén Darío le dio algún manuscrito que después se perdió). También estuvo aquí mucho después su sobrina y me dio un libro suyo, porque Rubén Darío, cuando se marchó, le dijo a ella que cuando visitara Mallorca no dejara de venir a verme a Valldemosa. Voy a enseñarle el libro.

Sale rápidamente.

--Pues han tenido ustedes suerte. Hoy mi padre está hablador. Hace tiempo que no le veía así— nos dice la hija, muy contenta.
Vuelve al instante, tan de prisa como se había ido, y nos enseña el libro.

--Este es el libro de Rubén Darío. Pero no es para ustedes –nos advierte—; lo quiero para mí.

--Desde luego. No se preocupe. No puede estar en mejores manos.
Hojeamos el tomo de Poesías completas de Rubén Darío, editadas por Aguilar en 1945.

--No se crean que a todo el mundo le decía versos Darío. Una vez, en una cena en La Marina, había mucha gente y señoritas muy bien vestidas. Se le pidieron versos a Rubén Darío, pero dos señoritas muy bien vestidas hacían ruido y él se irritó y dijo que no diría versos porque le habían molestado esas señoritas. Yo lo veía todos los días. Para mí era un santo, un santo. Muchas veces, cuando he oído decir cosas de él que no están bien, le he defendido y le he dicho: No sé por qué tenéis que hablar mal de él; no estáis educados. Yo era barbero y estaba empleado en telégrafos. Ahora estoy retirado. Entonces era el único que me quedaba en el pueblo y hablaba más que nadie con Rubén Darío. Los demás, durante el día, se iban a trabajar al campo. Se levantaban temprano y no volvían hasta la noche. Rubén Darío también se levantaba temprano, hacia la seis; se ponía a escribir hasta las nueve. Después salía a dar un paseo. Se colocaba todas las mañanas en una esquina de Valldemosa para aguardar el paso hacia la fuente de una bella muchacha que iba a por agua.  Rubén Darío la admiraba en silencio y nunca le dirigió la palabra.

--¿Cómo se llamaba? ¿Vive?

--Sí; ya lo creo. Es más joven que yo, aunque ya tiene nietos. Se casó en Palma, pero nunca he dicho su nombre, ni lo voy a decir ahora. ¿Quieren ustedes algo más?

Matías Estrada saca otra vez a relucir su prisa.

--Sí; le agradeceríamos que nos acompañase hasta la casa en que vivió Rubén Darío.

--Bueno, sí. Está aquí mismo. Vengan ustedes; está al otro lado de la plaza, en el Palacio del Rey Sancho.

Matías Estrada camina con tanta agilidad, que casi nos cuesta trabajo seguirle. Su simpatía y su popularidad resaltan aún más en la calle, donde todos le saludan con afecto y con alegría. Él camina muy contento  y con una sonrisa muy bondadosa que tiene un punto de ironía.

Llegamos en un instante.

--Aquí es.

--Gracias, muchas gracias.

Nos sonríe de nuevo. Y  ahora, interpretando que su misión está cumplida, dice con un tono que no admite réplica:

--Ahora, señores, me despido de ustedes, porque se está haciendo tarde y me esperan para comer.

Faltan unos minutos para la una. 

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