UN
CUARTO DE SIGLO DEL TERREMOTO DE MANAGUA: LA MÁS TREMENDA TRAGEDIA DE NUESTRA
HISTORIA. En: La Prensa, 25 de Marzo de 1956.
* Lo que un periodista vió y vivió en aquel
espantoso Martes Santo
Por:
Alejandro Cuadra M.
El Sábado de Gloria, 31 de Marzo de 1956,
se cumplen veinte y cinco años de que Managua fue destruida por un terremoto.
Vienen a mi recuerdo aquellas horas vividas de palpitante tragedia y vengo
ahora, aprovechando esa oportunidad, a escribir objetivamente lo que vi, oí y
viví en aquellos terribles días.
A LAS DIEZ DE LA MAÑANA DEL MARTES SANTO
Ese Martes Santo del año de 1931, me
preparaba para ir al mar, invitado por el chico bien de aquella época y
actualmente rubicundo lechero Don Rómulo Rosales Cabezas. Salimos junto a la
calle y serían como las nueve y media de la mañana, cuando nos separamos con
cita para juntarnos a las doce del día en el Club Managua. Me fui por la calle
de El Triunfo y me detuve en la casa donde vivía la familia Navas, para saludar
a Chabelita, ahora señora de Palazio, y le pregunté por su hermana Maruca,
belleza gallarda y quien ostentaba el título de Reina de la Simpatía de
Managua.
Maruca se fue para León a pasar la Semana
Santa a Poneloya y…
EL MOMENTO SÍSMICO
Fue una sacudida violenta. Algo
indescriptible que paralizó mi mente y sólo actué de inmediato en forma
subconsciente, obedeciendo al natural instinto de conservación. Se habla, se
comenta, y se dice cuando se viven estas explotaciones de tragedia, “yo hice”,
“yo pensé”, “yo razoné”, pero todo eso es falso y lo digo y lo sostengo con una
experiencia de varios accidentes en mi vida. La razón sufre una paralización y
la acción viene a ser irreflexiva e instintiva y nerviosa. Oí decir que antes
de la sacudida violenta hubo un temblor previo. Francamente yo no me di cuenta.
Cuando mi razón comenzó a funcionar normalmente, yo estaba a media calle y una
joven me abrazaba gritando ¡Mamá, Mamá! Como la calle de El Triunfo es de las
más viejas de Managua, sus casas, en su gran mayoría estaban construidas de
adobes y al venirse al suelo, levantaron tal polvo que se hacía difícil la
respiración. Con la angustia de aquella impresión de ahogo me desprendí
violentamente de la joven, que después supe que era la Srita. Camila Solórzano,
hermana de mi gran amigo y Médico personal Dr. Adán Solórzano. Corrí en busca
de aire hasta llegar al Parque Infantil y corriendo a la par mía iba descalzo,
Don Julio Bonilla, quien lucía pijama de rayas. Fue allí que tuve la impresión
primera de la magnitud del desastre, cuando vi la casa de las Hernández, cuyo
frente de piedras se había caído totalmente y daba el aspecto de una casa de
muñecas o de una película cómica.
Los pilares de hierro que sostenían los
faros de la luz eléctrica estaban caídos y quebrados como que si fueran de
madera. La gente corría en una forma alocada y lloraba y gritaba. Con un
sentimiento de egoísmo muy natural cada cual sólo pensaba en sí mismo.
AUDACIA DE UN CAPUCHINO
Habrían pasado unos veinte minutos en los
que las impresiones sucesivas formaban un rosario de violencia y una confusión
de ideas, en una revolución de acciones, y pensamientos que quizá nadie puede
precisar, cuando comencé a actuar dentro de una normalidad y a proceder con una
lógica consciente. En eso se me apareció un Capuchino, cuyo nombre no pude
averiguar, pero que procedía del Convento de San Sebastián, quien con un tono
muy enérgico me dijo:
--Vamos a buscar palas y barras para ayudar
a desenterrar gente.
Obedecí automáticamente y nos dirigimos al
Parque Central donde había una casita bajo la custodia de un cuidador, que era
una especie de bodega en la que había lo que necesitábamos.
--Abra y denos barras y palas, ordenó el
Capuchino.
El cuidador sólo contestó:
--Tráigame una orden del Presidente del
Distrito Nacional.
El Capuchino le dio un violento empujón y
de una santa patada abrió la puerta y sacamos las barras y las palas. Ya para
ese entonces éramos como seis personas.
EL MERCADO EN LLAMAS
Iba obediente en la escuadra de salvación
comandada por el bueno y enérgico Capuchino cuando apareció un carro a gran
velocidad manejado por Wicho Rivas Haslan (sic), quien al reconocerme exclamó:
--¡Alejandro, el Mercado está en llamas!
Aquello fue un llamado a mi sentido
periodístico. Abandoné mi noble misión de salvamento y corrí hacia el lado de
Catedral para dirigirme al Mercado.
EL CORAZÓN DE UN NIÑO Y UNA ABSOLUCIÓN
EPISCOPAL
Al llegar frente al Palacio Nacional vi un
cuadro macabro. Uno de los adornos del frente principal de la fábrica
gubernativa había caído y aplastado un niño. Era una masa sanguinolenta e
informe. Vísceras y cerebro estaban a la vista. De rostro no existían señales.
El corazón parecía una semilla de mango tirada sobre el pavimento. Tu vértigo y
escalofrío.
La Catedral estaba en ese entonces en
esqueleto. Teniendo como fondo esa armazón de hierro, sobre unas piedras se
destacaba la noble y mansa figura de Monseñor Lezcano, con la mano en alto,
como dando la bendición. Monseñor no bendecía, absolvía. La gente corriendo se
arrodillaba y recibía aquella absolución y se levantaba y seguía corriendo. Yo
también me arrodillé y recibí aquella inusitada absolución episcopal.
FUEGO, DOLOR Y DESESPERACIÓN
Al acercarme a los mercados fue detenido
por unos infantes de la Marina norteamericana. No se podía pasar. El incendio
se desarrollaba con violencia y furor. El fuego infundía pavor. Se oían gritos
de dolor. Llegaba a tal la desesperación
que se imploraba la muerte. Un hijo pedía a gritos a los soldados
yanquis que mataran a su madre a tiros antes que muriera quemada. Quería
ahorrarle un dolor físico. Un padre enloquecido preguntaba por una hijitas
gemelas que estaban, según decía, prensadas en el mercado. Se arrodillaba y
suplicaba. De repente se enfurecía y enseñaba el puño al cielo increpando a
Dios. Una mujer lloraba por su haber perdido. La Infantería de Marina como
fuerza organizada custodiaba. Retrocedí y regresé hacia los Parques. En la
esquina donde estaba situado el Hotel Versalles supe que Anselmo Bustos estaba
enterrado vivo y que una sobrina suya había caído en una letrina.
EL PUDOR FEMENINO
En la acera, completamente desnudos estaban
los cadáveres de dos yanquitas. Nadie hacía caso de ellas. Se decía que habían
sido sorprendidas y muertas en el baño. Pasó una mujer desconocida y las
contempló por un minuto. Después se quitó el rebozo y religiosamente, casi con
una piedad maternal volvió por el pudor de su sexo y las cubrió. Después se fue
rezando. Aquello fue un epitafio de ternura para las dos blancas extranjeras
desconocidas.
SANTO DIOS, SANTO FUERTE, SANTO INMORTAL
En la esquina donde quedaba “El Tenecillo”
estaba una mujer arrodillada con los brazos abiertos y con las manos en cruz.
Era un grito el que salía de su boca: “¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo
Inmortal!” Observé que la gente pasaba corriendo, escuchaba y seguía corriendo,
repitiendo como un eco “¡Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal!”.
AQUELLA NOCHE
Y así, viendo y oyendo recorrí casi toda la
ciudad y pasé hasta las horas de la tarde sin poderme cansar. Parecía que la
fatiga no existiera. Las impresiones se me sucedían como en un cinematógrafo.
El dolor humano se retorcía en mi mente pero era tan abundante y tan grande que
casi no me conmovía. La desesperación flameaba como las llamas que iban
consumiendo manzana tas manzana. Se transmitían y repetían las noticias
dolorosas:
--Murió la Mariíta Huezo, se comentaba con
un sabor de lágrimas.
--Nada se sabe de las Stadthagen.
--Quincho Navas las vio por última vez
donde Prío.
--¡Adónde habrán quedado las pobrecitas…!
--Hay más de trescientos muertos en la
Penitenciaría.
La condición humana es tan pequeña que por
grande que sea la emoción, el estómago siempre impone. Los condenados a muerte
piden siempre abundante comida. Luis XVI se comió un pollo delante de la
asamblea que lo juzgaba y lo destronaba. A mí se imponía el sueño. ¿Dónde voy a
dormir esta noche?
Me resolví por el Hospital del Ferrocarril.
Pero al pasar por una casa destruida, estaba una invitante hamaca. Tuve un
concepto comunista de la vida y reflexionando que las cosas son de quien las
necesita, tranquilamente me apropié de ella. Varié de opinión y la colgué entre
dos mangos del Parque Central. Las noticias sucedían con tal precipitación que
ya dejaban de ser sensacionales. El número de muertos crecía cada vez más. Se
presagiaban muchas más desgracias. La tierra seguía temblando. El incendio se
crecía con la complicidad de la noche. La fantasía se desbordaba a tal extremo
que se decía que Sandino iba a aprovechar la ocasión para atacar a Managua esa
misma noche. Pero el sueño “es muy hombre” y con un suave movimiento cadencioso
de mi hamaca al frescor de las ramas verdes de los palaos, las ramas verdes de
los árboles dormido…
Me despertó sobresaltado Adán Solórzano,
quien entonces era estudiante en Granada y venía angustiado a saber de su
familia. Protestaba indignado de que yo durmiera a esas horas. Pero él mismo,
en cuanto supo que los suyos estaban sanos y salvos, tranquilamente pidió qué
comer y comió ente las ruinas y el incendio.
NERÓN Y YO
Rómulo Rosales andaba muy preocupado porque
una viejita le había dicho que sus pecados eran los culpables del terremoto.
Algo le remordía en la conciencia cuando pensaba en aquel castigo de Dios.
Estaba nervioso y notablemente excitado. Cuando el incendio llegó al Palacio
Nacional el espectáculo era imponente. El furor llameante, creciendo y
alargándose como brazos, daban una impresión de trágica belleza.
--Hombre Rómulo, le dije, ni que pagáramos
millones podríamos contemplar un espectáculo semejante.
Nunca se le olvidará la expresión de
asombro y el gesto de protesta que se dibujó en el rostro romuliano. No
concebía su mente que pudiera haber belleza en las llamas. Y mientras las
lenguas de fuego se estremecían como banderas de espanto, la lengua de Rómulo
me gritó: “Nerón, Nerón, Nerón”:
Y se separó de mí como de un apestado y con
la viejita en el pensamiento y la conciencia asustada se fue mascullando
verbos…
EL ALMA DE LOS PERROS
Juan José de Soiza Relly escribió un libro
que tituló. “El Alma de los Perros”. Estoy estudiando, dijo, el alma de los
perros para poder comprender el alma de los hombres. Fue dentro del incendio
que siguió al terremoto que oí el gemido de los perros casi como un grito de un
ser con alma humana. Nunca podré olvidar aquellos taladrantes aullidos
lúgubres. Alguien había dejado un par de perros encerrados en su casa. Vino el
incendio y los perros prisioneros fueron víctimas de las llamas. Primero fueron
unos ladridos de alarma. Ladraban al peligro que se avecinaba. Después unos rugidos
de cólera. Era el furor de la rabia al sentirse atacados. Por último unos
aullidos de dolor, de impotencia, que se fueron quedando en el aire, bajando el
tono lentamente, hasta confundirse con un sollozo, hasta parecer un quejido de
un agonizante…
CAZANDO VENADOS
Comíamos como podíamos. La sombra de un
almendro en el jardín del Hospital del Ferrocarril, nos servía de techo. Cada
cual aportaba lo que podía. Yo una vez me aparecí con un vaso de caramelos que
me encontré en un estante abandonado. Pero el más eficiente y original fue Adán
Talavera que se apareció con un venado.
--Cómo lo obtuviste.
--Lo cacé.
Más tarde averigüé que Adán Talavera, un
hombre práctico se había metido a una especie de Museo Zoológico que en ese
entonces había y donde se exhibían animales de nuestra fauna y tranquilamente
se había apropiado de un venado, como yo
me apropié de mi hamaca.
ALLÍ ESTABA MANAGUA
Laureano Ortega actual Secretario del
Director de Aduanas, estaba recién llegado de los Estados Unidos. Su padre, don
Pilar Ortega pensó que lo que más le gustaría al recién llegado era un paseo
por el lago. Como el lago había secado mucho en esa época, salía la quilla de
un barco hundido, donde acostumbraban irse a bañar los muchachos. Como esto era
peligroso, se puso un guardia fijo para evitarlo. Se llamaba Ezequiel Cuadra y
era el guardia número cuatro. Allí lo encontraron Laureano y su padre cuando
iban a embarcarse. Leí un periódico. Vino el terremoto. El agua parecía que
hervía, cuenta el paseante. De Managua sólo se divisaba la gran nube de polvo.
Con la angustia y aflicción en el alma se regresaron. Cuando se iban acercando
a la orilla, don Pilar dijo:
--No debe ser nada grave porque allá está
Ezequiel y todavía está leyendo el periódico.
En efecto, allí estaba el guardia número
cuatro. Cuando llegaron, lo interrogaron:
--¿Qué ha pasado?
--¡Pues, un temblor, don Pilar y debe haber
sido bastante fuertecito; porque allí estaba la casa de la Escuela de Artes y
ahora ya no está!
Y continuó leyendo el periódico.
Allí estaba la casa de la Escuela de Artes,
allí estaba Managua y ahora ya no está. Eso pensábamos en esos días, cuando el
incendio consumía cuarenta manzanas y se hablaba del proyecto de trasladar la
Capital a Masaya.
Pero aquí está Managua, Capital de Nicaragua, surgiendo de cemento donde fuera de barro, airosa y bella entre su lago y sus lagunas. En su cuarto de siglo, Managua ha crecido como ninguna otra ciudad del país y se levanta pujante como nadie lo creyera a las diez de la mañana de aquel Martes Santo 31 de Marzo de 1931.
Pero aquí está Managua, Capital de Nicaragua, surgiendo de cemento donde fuera de barro, airosa y bella entre su lago y sus lagunas. En su cuarto de siglo, Managua ha crecido como ninguna otra ciudad del país y se levanta pujante como nadie lo creyera a las diez de la mañana de aquel Martes Santo 31 de Marzo de 1931.
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