lunes, 23 de marzo de 2015

EL CRISTO DEL PADRE MARIANO. Por: Santiago Argüello. Julio de 1922.

Del Editor del Blogspot: 

En estos últimos meses fueron publicados en la prensa nacional tres interesantes artículos de opinión sobre el Padre Dubón, tienen en común aspectos biográficos generales, y los tres autores: Jorge Eduardo Arellano, Francisco Javier Bautista y Alejandro Ayón L., destacan, por sobre todo, conocidas referencias que lo vinculan a gestos de suprema bondad, generosidad, compasión, desprendimiento de las cosas materiales y, apegado a una rigurosa austeridad que lo caracterizó durante toda la vida sacerdotal. Sin culminar sus días de existencia y sin la necesidad de tener ritual declaratorio en El Vaticano, el padre Mariano Dubón roló en el Santoral silencioso de los nicaragüenses. El poeta Santiago Argüello lo testimonia en la prosa vivificante que solía hacer. Leamos, otra vez este inédito de ayer que no deja de ser inédito de hoy. 

Inéditos de Santiago Argüello

EL CRISTO DEL PADRE MARIANO. En: Las Revistas*. Managua, Julio de 1922. Año X. Núm. 3.

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    El Padre Mariano es el alma más pura que anda en cuerpo de hombre. Si el mundo hubiera sido lógico en adaptar el vocablo a la verdad de su concepto, a él habríale llamado Su Santidad. Porque la suya sí que es una verdadera santidad, y por eso todos le dicen EL SANTO. Cuando él pasa, éntranle a uno anhelos místicos y una como ansia férvida de adoración. Hay que contenerse para no besarle la mano a aquel Señor Obispo de la Mansedumbre., con aquel pastor de almas en la Diócesis de la Humildad. Un poeta le puso un buen día de fiesta lírica sobre una peana de rimas, y  lo llamó SAN MARIANO DE NICARAGUA. Y así todo el mundo quedó llamándole también San Mariano. Así, santo sin canonización. Santo, sólo por su santidad. Un santo, vivo aún, inscrito en el calendario de los corazones.

    San Mariano es puro. Puro en el acto, puro en el deseo, puro en el pensamiento. Hostia viva, va pasando por la tierra limosa y áspera, como una bendición sobre el pasado. La luz del alba cruza estanques, tiende su velo sobre el miasma, y queda inmaculada. Así él.
    Pero, sobre todo, su caridad… ¡Era de ver! Él no es él. Él es el mundo. El dolor de Pedro le duele. La angustia de Juan oprime y angustia su pecho. Su amor propio se ha engrandecido, del yo –detalle al yo— conjunto eterizado en caridad. Se ama con todos.

    ¿Qué una pobre mujer seducida y después abandonada hallábase a punto de morir?... Él va, y le cierra los ojos, y le lleva sus propias sábanas para amortajarla. Y después trae al recién nacido, arrullándolo en sus flacos brazos de asceta y lo envuelve en los pañales negros y raídos de su sotana.

    ¿Qué está un paralítico padeciendo dolor de hambre, tendido sobre su carretilla de inválido?... Pues el Santo Padre se pone a arrastrar al mísero, lo conduce por donde pueden socorrerlo, pide para él y lo cobija con su propio prestigio.

    ¿Qué un enfermo extranjero está solo, a causa de que todos huyen del contagio, y no hay quien de él se pueda condoler?... Pues allá San Mariano. Y lo asiste y se contagia. Y cuando, escuálido por la fiebre y por el vómito, o con las huellas que en el rostro le marcó la alfombrilla, deja el lecho, débil y tembloroso, se echa otra vez a la calle, con su sonrisa dulce como la del Nazareno, y va en busca de nuevas llagas que vendar y de nuevos dolores que compadecer.

    Por eso, muchos curas decían de él que estaba loco. Unos lo decían de veras, creyéndolo así, en el asombro de tan estupendo sacrificio. Otros lo afirmaban a tuertas o a derechas, por amargura de desemejanza, como para velar remordimiento de inferioridad. Lo cierto es que era cosa corriente llamarlo de ese modo, in péctore o a la sordina, de oído a oído, en cuchicheo de conmiseración. Porque el Santo no piensa jamás en sí tendrá un bocado de pana para mañana. Porque él no se cuida de crear cofradías de matronas, ni se hace acorralar por grupos virginales en torno de aromosas rejillas de confesionarios. Para él, lo mismo es un curato que otro: por dondequiera hay penas y miserias y hambres. Él ignora que se le bendice. Él no se da cuenta de que le adora. Ni siquiera sabe que es bueno. Por eso, muchos curas decían de él que estaba loco. Quién sabe… Él no es como todos los demás. ¡Quién sabe!...

    ─ Padre Mariano, papá está en la cárcel y  mi hermanita no ha comido… desde ayer…

    ¿Y tú, hijita?

    ─  Yo… tampoco. (La voz queda, las pestañas bajas sobre las pupilas, como dos viseras de pudor). Pero eso no importa, Padre Mariano. Yo estoy más grande, y puedo soportar. Pero ella…

    ─ Bien, bien, ya veremos. No hay que apurarse. Para todos da Dios.
    ─ Y la verdad es que ya me queda poco que vender…

    Ese “tan poco” debía traducirse por “nada”. El bendito padre había a acabado con todo. Hasta con sus libros. Hasta con un viejo incunable de su abuelo, de cantos rojos, pasta de pergamino, letras góticas, agujereado oblicuamente. Acababa el día antes, de vender lo último, el breviario, para socorrer una necesidad.

     ¡Pero no!.. Que algo le restaba: el Crucifijo.

    Más aquello sí que no podía ser. Con Él entre los brazos había muerto su hermano. Con Él entre los brazos quería morir él. ¡Porque aquel Cristo era su Compañero, hacía tantos años!.. ¿Qué iba?... Pues su Cristo con él. ¿Qué tornaba?... Siempre con su Cristo. El Cristo era su Confidente, su Consejero silencioso, su Amigo de su corazón. Teníale dentro de un baldaquino ochavado, de caoba antigua, junto a la vieja tijera de lona. Allí le veía al acostarse, y allí le daba los buenos días con el alba. ¿Qué haría él sin su Cristo? Era como si se le fuera su padre y su madre, como si le arrancaran de momento el hogar.

    Y se pasaba la mano en la cabeza, pensando:

    ─ ¡Qué bien poco me queda!...

   Y entre los dientes:

    ─ Porque mi Crucifijo… ¿Qué haría yo sin mi Crucifijo?
    La niña, siempre cabizbaja, callaba.

    ─ Y dices que no ha comido… desde ayer… ¿Ni tu tampoco?
    Nada. Padre Mariano. Ni ella ni yo.

    El Santo recorría con la vista su cuarto, la miserable buhonera que le habían cedido allá en el fondo del viejo San Francisco, de paredes desconchadas, sin ladrillos, sin más mobiliario que la tijera vieja de dormir, la tosca mesita sin mantel en donde se destacaba el Crucifijo dentro de su baldaquino: al lado el antiguo taburete, de fondo de cuero liso y renegrido: un baúl con tachuelas amarillas, y un clavo en la pared para colgar la remendada sotana.

    Pero él buscaba. Y su vista se paraba sobre el Crucifijo, como una amarga tentación.

    ─ Y tu papá… dices… ¿en la cárcel?

    ─ Desde hace un mes, Padre Mariano.

Él dejó algo para que fuéramos pasando, mientras… Pero ya se acabó todo. Yo procuré gasta lo menos… pero al fin… ¡No era tanto!...

     ─ Sí, sí, no tengas cuidado, hijita.

Vamos a ver. Y ustedes… ¿viven solas?

    ─ Ahora sí, Padre Mariano. Desde hace un mes que a él se lo llevaron. Antes era otra cosa. Aunque él se fuera, quedaba mi mamita. Pero ella se murió…y…

    Le temblaron los labios a la niña, y la frase se diluyó en un sollozo.

    ─Vamos, no llores Todo se va a arreglar, ¿oyes?... Vuelve luego, que todo se va arreglar.

    ─ Bueno, Padre Mariano, no se olvide: vea que estamos solitas, dijo la niña, tristemente, amargamente…

    Y se fue la chica, y el Santo se quedó triste, sentado en el viejo taburete, mirando el Crucifijo.

   Luego, se paró decidido. Iría a ver a la vecina de enfrente. Ella le había comprado su Purísima, cierto día de diarios apuros, la Purísima de manto azul, recamado de estrellas y media luna de plata. Ella le compraría también el Crucifijo adorado.

    La buena vecina habíale propuesto al Santo la venta de su Crucifijo. Hacía tiempo que ya tenía el ojo sobre aquella obra de milagro y piedad. “No quiere, no quiere”, habíase dicho ella: “Pero ya querrá”. A lo mejor, ya no tiene que dar, y entonces…” Bien pensado.

    ─ Señora, usted quería comprarme el Crucifijo. Pues se lo vendo. Hay unos pobrecitos…

    ─ ¿Por cuánto, Padre Mariano?

    ─ No puedo decirle. Usted dirá. Es para socorrer necesitados. Usted dirá señora.

    Y tornó a su casa con el dinero en el bolsillo, acompañado del hombre que había de llevarle el Crucifijo a la otra dueña, a la vecina de enfrente.

    Cuando se llevaron la Imagen, cerró la puerta el Santo Padre, y púsose a temblar. Cayó de rodillas. Esa era su medicina de siempre: la oración. Buscó sobre la mesita vacía, con los ojos, al Buen Cristo ido, y rompió a sollozar.

    Tardó poco el vecindario en enterarse de la desgracia acaecida al Santo Padre. Y una noble señora fue y le dijo:

    ─ ¿Conque es verdad que ya no tiene usted su Crucifijo?... Pues no se apure usted, Padre Mariano. Ya lo tendrá usted.

    Y le envió de su casa un Cristo nuevecito, mejor que el otro. ¡Un regalo príncipe!

    ─ ¡Ya tiene su Cristo el Padre Mariano!

    ─ ¡El Santo estuvo huérfano sólo tres días!   
      
    ─ ¡Que contento debe estar!

     Así hablaban todos. Era una novedad artística el nuevo Crucifijo del Padre Mariano.

    Pero él….

    Volvió ese día muy tarde a su destartalado cuarto. Colgó el hábito verdoso. Cabizbajo, acercóse muy despacio a la mesita. Como siempre, iba a rezarle a Cristo… el Cristo nuevo, al Cristo extraño, que no era aquel… ¡Al Cristo que no era su Cristo!

     Su Amigo, su Confidente, dulcificado por su fe, saturado de sus oraciones…

    ¡Se lo habían llevado!...

    Miró otra vez a aquel Cristo, que era mejor que el otro, y movió la cabeza.

    Y tornó a sollozar.

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*LAS REVISTAS. Publicación mensual ilustrada: Ciencias, Artes, Literatura, Agricultura, Industrias, Sociología, Historia, Jurisprudencia. Director y Redactor: Heliodoro Cuadra. Managua, Julio de 1922. Año X. Núm. 3. (Fundada el 15 de Enero de 1913. Tercera Época). Tip. Nacional.




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