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RUBÉN DARÍO EN HÁBITO DE MONJE CARTUJO. Acuarela del Dr. Eduardo Pérez-Valle, 1967. |
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Fue cuando Rubén Darío, muy cerca ya del supremo punto
final, estaba aguardando en León el advenimiento de la Sombra.
Los cartílagos nasales se le dilataban, como en la juventud,
sensuales. Mas ya no era el olor a hembra joven y a carne divina el que lo
ponía trémulo, sino el perfume helado de la Otra, de la que no se entrega, de
la que celebra sus desposorios en el tálamo oscuro… Darío en su lecho, quiso
salir a ver la Mañana, para decirla adiós. La mañana: toda armoniosa y fresca,
florecida y húmeda, consagrada por el rocío, por la flor y por el ruiseñor. La
Mañana, amiga del poeta.
Fue sacado, de la alcoba al corredor interior de la casa en
un sillón. El poeta estaba marfilizado por la enfermedad, y su tristeza era la
de un Dios hecho hombres. Salió y llegó hasta él la brisa cargada de aromas de
la tierra; el viento le llevó el trino de un pájaro cancionero; en el patio las
pequeñas yerbas florecían, y en el centro del solar, un gran árbol mecía su ramaje
con nidos. El céfiro hacía decir versos a las lenguas de las hojas susurrantes.
Darío se quedó meditativo, y, profundamente, suspiró.
Suspiró por la vida, su amada, y oyó el leve paso de la Muerte…
--¡Quién pudiera ser como ese árbol! Yo me muero; él se
queda…
Y el árbol, como un poeta, seguía cantando un suave motivo
de música matinal, en la lengua del viento y de las hojas.
--¡Quién pudiera ser como ese árbol!...,
Y una lágrima le quedó temblando en las pestañas.
Ahí estuvo un rato de la mañana. Helios subió en su carro
encendido. La Vida despertó y hasta el barro de las tejas se cubrió de oro.
Todo vivía, todo se estremecía al mágico influjo del día de
fuego. Solo El, se moría.
Poco después volvió, para siempre, a su lecho. Y al decirle
adiós a la Mañana y al Sol, el Poeta sin querer lloró.
--Dichoso ese árbol que se queda viviendo… ¡Quién fuera como
él!
Ahí está todavía susurrando el árbol verde, renovando sus
lenguas sonoras a cada primavera, para cantar mejor, mientas el poeta cayó
tronchado por la mano invisible.
En la isla Chío, donde murió Melesígenes, “aun muestran a
los visitantes un banco al que da sombra un plátano que por medio de sus tallos
se ha ido renovando desde hace tres mil años”. Bajo su sombra es donde cantaba
Homero sus últimos cantos.
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