sábado, 14 de enero de 2023

JOSÉ ANTONIO CALCAÑO. Por: Presbítero y Doctor Remigio Casco. Revista La Patria. León, agosto de 1897.

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    Festivo y decidor, con la mirada chispeante y la cabeza de nieve, le conocí en París en casa de Garnier, gracias a la exquisita amabilidad de don Baldomero Ribodó, el viejo filólogo venezolano. Preocupado por los acontecimientos de su patria, llevaba el alma destrozada y el corazón lleno de ilusiones. Pensaba en sus hijos, en sus numerosos libros, hijos también de su mente soñadora, y en los alegres bosques de su dulce América.

    Sin rumbo fijo, en busca de tranquilidad, llegó a la Francia de sus ensueños, al bullicioso París de sus primeros años. Allí se sintió grande, y recogiendo todas sus memorias, regaló a las letras americanas la más poética y sentimental de sus obras.

    La gran ciudad, el cosmos de Víctor Hugo, le había fascinado. Y en aquella vertiginosa catarata de luz, en donde todo se funde y se transforma, procuraba ahogar sus recuerdos de setenta años, como para renacer a la eterna aurora de la juventud.

    ¡Qué triste es la tarde de la vida cuando hemos alfombrado el suelo de tantas flores y sólo conservamos sus espinas, me dijo una vez! Y de nuestra casita de la avenida Marceau nos dirigimos al Pére- Lachaise en compañía de Mucio Teixeira, el gran lírico brasilero.

    El día estaba triste… Era una de esas tardes de otoño en que huyen las golondrinas y se desgajan las hojas de los árboles. Y mientras el viento frío de octubre hacía crujir las robustas ramas de los castaños y arrastraba hacia el Sena el amarillento follaje de los tilos, nosotros, atravesando la plaza de la Concordia, llegamos al boulevard Menimontant en cuyo extremo se encuentra el cementerio. La puerta se abrió, y penetramos en aquella inmensa necrópolis, la más vasta e ilustre del gran pueblo.

    Salíamos de un laberinto para entrar en una tumba. Atrás, el eterno movimiento, las ardientes aceleraciones de la vida, la orgía, el carnaval: Zolá. De frente, el eterno reposo, el sueño tranquilo de los muertos: Musset.

    Dos escuelas. El naturalismo con las desvergüenzas y salacidades del vicio, y el viejo romanticismo con sus exageraciones rítmicas o extravagancias líricas. Y en medio de estos dos ideales, entre los Cuentos de Italia y L̕ Assomnoir, Calcaño con el dulce espiritualismo de sus cantos y la ardiente fe de su inspiración cristiana.

Así lo sentía él, y en su cartera de viaje copió la inscripción que cubre el sepulcro de Musset.

            “Mes chers amis, quand je mourai

            Plantez un saule au cimetiére.

            J̕ aime son feuillage éploré,

            La paleure m̕ en est douce et chére.

            Et son ombre será légére

            A la terreo u je dourmirai.”

Después…? Después no lo volvía a ver hasta que por casualidad nos encontramos en Montecasino.

    Como el inmortal autor de la Jerusalén, agobiado por el peso de los años y de la gloria, Calcaño quiso también subir a aquel monte de los recuerdos, para buscar la tranquila soledad de aquellos claustros de la paz que nunca había encontrado en el lujo de los salones y en la brillante animación de las academias.

    El cielo azul de la hermosa Italia, la exuberante vegetación de los valles de la Campania, el Mediterráneo en lontananza con sus brumas y sus islas; aquellas ruinas, calcinadas ya por el sol de tantos siglos, y el silencio misterioso de aquel asilo de la oración y del trabajo, hablaban a su espíritu con más elocuencia que la prosa más regalada y los versos más exquisitos.

    Mágico evocador de las pasadas glorias, los recuerdos palpitaban en aquellos escombros y se dilataban en el inmenso azul del horizonte. Aquí las sonrientes colinas de Venafro con sus plátanos y olivares cantados por Horacio; allí, bajo los verdes fresnos de las pendientes apeninas, la patria de Mario y Cicerón; más allá, como perdidos entre las nubes, los montes de la Sabina con sus fábulas y leyendas; en frente, Arpino, Velmonte, Ceprano y Frosinone. Y cual dosel de este inmenso cuadro de la naturaleza y de la historia, el límpido cielo de Nápoles iluminado por las ardientes lavas del Vesubio.

    Para él, después de haber contemplado a Roma desde la cúpula de San Pedro, no había panorama igual al de Montecasino. Aquella altura, asilo sagrado de tantas glorias y arcano de tantos sueños, es un Tabor en donde todo se renueva y transfigura. El poeta, en realidad, se había transformado.

    Me he acercado al abismo de la tumba, y he visto la realidad, me dijo. Me siento más cristiano. Y con profundo dolor y decepción murmuró los versos de Tasso.

        “Giacce l̕ alta Cartago; appena i Segni

        Dell̕ alte rovine il lido serba:

        Muojono le cittá, muojono i regni

        Copri i fasti e le pompe arena ed erba.”


Esta clásica estrofa del gran poeta italiano iba a formar el capítulo de un libro consagrado a la memoria de aquellos humildes religiosos, cuya generosa hospitalidad tan honda impresión le había causado.

¿El libro…? El libro yace informe.

¿Y el poeta …? ¡El poeta ha muerto!

Sobre su tumba, el genio de América ha venido a colocar el ramo simbólico del laurel griego, no como Harmodio y Aristogitón, para maldecir al tirano Hipías, sino como los niños de Ática, coronados de verbena, para llorar sobre el sepulcro del inmortal Simónides.

II

    Calcaño, como las gaviotas, nació a orillas del mar, bajo el ardiente cielo de la bella Cartagena; allí donde los ardores tropicales aceleran el ritmo de la sangre e incuban las grandes tempestades del corazón.

        Ingenio fecundo formado para los estrépitos de la lucha; el mar Caribe le dio a los variados tintes de sus hondas, y las seculares selvas del Apure, el arrullo de sus aves y la eterna armonía de sus cantos.

    No bien salió de la niñez, cubierto aún con el polvo de las aulas, se lanza a la arena del combate, con la intuición espontánea de todas sendas que debían conducirle a la apoteosis. Lleno de vida, de juventud y de entusiasmo, su aparición fue como una revelación de lo porvenir, como un lejano resplandor que, personificándose en el augusto numen de su genio, debía convertirse en nimbos de gloria. 179.

   Eran entonces días de rudo batallar.

    Concluida la revolución separatista de 1830, al estruendo de la pelea sucedieron las invectivas del pensamiento, las filípicas formidables y los arranques entusiastas del periodismo, que hicieron de Caracas la Atenas de Sud América, según expresión de Camacho Roldán.

    Calcaño ocupó su puesto en aquel inmenso circo, y como a los antiguos gladiadores romanos, la multitud admirada le aplaudió. Traía en su paleta todas las luces y colores de los trópicos, y en su lira, todos los rumores de las viejas encinas de los Andes.

    Cuando apareció en el mundo de las letras Bello y Baralt, los dos representantes del clasicismo en América, ya habían desaparecido, porque no tuvieron imitadores.

    Entre tanto, el romanticismo hacía su entrada triunfal, y Caracas fue la cátedra de donde cautivó el nuevo mundo con el ropaje oriental de sus creaciones.

    Ros de Olano escribía entonces su logogrifo El Doctor Lañuela, a imitación de El Diablo Mundo de Espronceda.

    García de Quevedo copiaba a Zorrilla, su amigo y colaborador. Abigail Lozano, el más hueco y desatinado de los poetas, como le llama con excesiva severidad Menéndez Pelayo, hacía estremecer los corazones con la portentosa verbosidad de su Oda al Libertador.

    Por último, Maitín, que con Lozano había sido el propagandista e iniciador de aquel movimiento, regalaba a la poesía americana el Canto fúnebre, preciado sartal de perlas no conocido hasta entonces en el parnaso castellano.

    Obedeciendo a las tendencias revolucionarias de la nueva escuela, creada en Francia por Víctor Hugo y sostenida por Saint-Beuve y Nodier, desplegó las blancas alas de su augusto numen y cantó no con el sentimentalismo atrabiliario de Feuillet, ni con el lirismo parnasiano de Gautier y Baudelaire, sino con la ternura clásica, de Alaardi y Milanés.

    Los acontecimientos que siguieron al 48 le llevaron a Liverpool. Allí, lejos de su cielo y de sus pampas, envuelto en las densas brumas de la orgullosa Albión; sin patria, sin amigos, sin hogar –exhala un triste gemido de lo más íntimo de su corazón…

            La Sabayana es su canto de cisne, su corona de laurel.

            “Feliz quien nunca dejó su suelo,

            Quien en su cielo vio el sol salir.

            ¡Ay los ausentes de sus cabañas!

            ¡Ay mis montañés donde nací!


           Tiene un abrigo cuanto ha nacido,

            Las aves nido, todo hombre hogar.
    
            Sólo fue suerte del saboyano

            Padres y hermanos, patria dejar.”

    Eco de profunda melancolía, esa canción es hermana de Nenia, la gentil paraguaya de Guido Spano. –El Guaira se repercute en las riberas del caudaloso Plata.

            “¡Llora, llora urutaú!”

            En las ramas del yatay,

            Ya no existe el Paraguay

            Donde nací como tú;

            ¡Llora, llora urutaú!

    ¿Quién no ha sentido el suave embeleso de estas dos canciones, quizá las más populares en nuestra América? Al caer la tarde, el gaucho argentino las ensaya al son de su guitarra, mientras que alrededor de su hogar, el llanero venezolano las canta conmovido bajo los verdes álamos del Orinoco.

    De Inglaterra pasó a España, en donde tuvo íntimas relaciones con el ilustre bibliógrafo y crítico, don Aurelio Fernández Guerra, a quien más tarde dedicó la edición de sus versos publicada por Garnier.

    Poeta de altísimo vuelo, sus libros están impregnado de esa dulce poesía que recuerda la clásica entonación de los autores griegos. Su canto a Tamaira es un vago presentimiento del incierto porvenir, un ¡hay! lastimero arrancado al sepulcro, que se derrama por todo el continente americano.

    Ingenio variado y flexible, educado en la escuela de los mejores artistas, aquilató sus grandes talentos con el estudio de los clásicos latinos y franceses, vertiendo al castellano las bellezas de aquellos y la donosa gallardía de éstos.

    El teatro le debe un magnífico ensayo dramático que conservaba inédito, y la novela, una de las más originales producciones que adornan la literatura nacional.

    “Vate creyente” a la manera de Zorrilla y de San Martín, el inspirado autor del Tabaré, sus escritos revelan la grandeza de su alma y el acendrado espiritualismo de su corazón cristiano. Cantó a Dios y a la naturaleza; a las estrellas que lucen en el azul del firmamento y a las aves que pueblan las soledades de los bosques americanos. Sus cantos son una apología de la religión, el himno soberano de la virgen América.

    “Nació a orillas del mar, creció en un valle risueño, se formó en años de libertad y de progreso, produjo con fácil vena obras que se han hecho populares, alcanzó el premio del saber de la Academia Española y el de la suerte de una fortuna que no le envanecía ni perturbaba su espíritu. –Su enfermedad fue rápida, y su muerte una sorpresa cruel que arrebató a las letras uno de los mejores discípulos de Bello, a la Academia su decano, a la familia un esposo y un padre inmejorable, a la sociedad un caballero que supo servirla y enaltecerla.

            León, Agosto de 1897.

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