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PALABRAS DE DUELO
Ayer a los 6 y 10 minutos de
la tarde ha muerto el esclarecido escritor,
Presbítero Doctor Remigio Casco
Tan inesperado acontecimiento ha
conmovido hondamente a esta sociedad y, por lo prematuro, ha causado la más
dolorosa impresión en los que tuvimos a honra contarnos en el número de sus
amigos.
Joven, fuerte, lleno de esperanzas que
procuraba compartir con todos, su desaparición conturba el ánimo y hace surgir
en la mente las nubes sombrías que envuelven al espíritu en los momentos más
dolorosos de la vida.
Se distinguió el extinto como uno de
los mejores oradores sagrados del clero nicaragüense; como uno de los primeros
y más brillantes escritores, como amigo consecuente; como solícito maestro de
la juventud, y como ciudadano integérrimo y noble. Por eso, la muerte del
Doctor Casco la consideramos como un acontecimiento luctuoso para Nicaragua,
que se siente profundamente herida con el desaparecimiento de uno de sus más
preclaros hijos.
León,
11 de Junio de 1909
Alfonso
Ayón, Mariano Barreto, Félix Quiñones, Bruno H. Buitrago, Santiago Argüello, Francisco
Paniagua Prado, Luis H. Debayle, Máximo H. Zepeda, Pompilio Peña, Isidoro
Carrillo, Alejandro González, Nicolás Tijerino, J. Ramón Sevilla, Nicolás Paniagua
Prado, Escolástico Lara, Juan de Dios Vanegas, Cornelio Sosa, Edmond H.
Pallais, Antonio Medrano, J.M. Paniagua Prado, Manuel Tijerino, Juan Carrillo
Salazar.
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EL PADRE CASCO
No
recuerdo con motivo de la fiesta de qué santo, fue llamado de la metrópoli para
decir el sermón el Padre Casco; no olvido sí que, atraído por la fama del
orador, público había invadido completamente la iglesia de la Merced. A la hora
oportuna salió de la sacristía el Padre Casco, y con pasos humildes subió las
gradas del pulpito. Comenzó diciendo unas palabras de San Juan Crisóstomo
respecto a la vanidad. (La prensa del día hablaba del cierre del asilo de
pobres por falta de dinero).
El
cura, después de un corto exordio, levantando hermosamente la voz y haciendo un
gallardo gesto interrogativo, dijo: —¿Sabéis que la Caridad es la única Virtud
que no se cubre con las alas, deslumbrada, delante de Dios? Leed el Sermón
de la Montaña, ese monumento de elocuencia y sencillez, y veréis que, como
dijo el dulce Fenelón, cuando Dios está ausente, la Caridad hace sus veces”.
Oíd lo que dice la limosna, cuando pasa de la mano de rosa y seda, de la mano
de marfil de una dama caritativa a la andrajosa mano, a la mugre mano de un
pobre: soy para ti, hambriento, un pedazo de pan, y para la dama generosa una flor; vengo a fortalecer esta tu mano temblorosa; pero antes
he dejado perfumada la mano que me puso en la tuya. Nadie supone el beso de
gratitud que da el alma de un mendigo a la mano que le alarga una moneda, y
nadie se imagina —apenas Francisco de Asís— el temblor de alegría que sobrecoge
al alma dueña de una acción fraternal. Amad a este grande y humilde Francisco
de Asís, porque era un tizón de caridad y porque, sobre su aureola de humilde,
está su resplandor de caridad.
“Me
contó en Europa, hace años un escultor suramericano, que él había visto en un
asilo a un hombre, a un leproso, que era la perfecta imagen de Jesús, de aquel
Jesús de 29 años que tan admirablemente pintaron Lwidge y Rubens. ¿Qué sabéis vosotros sí entre los
pobres que vais a echar del asilo está tal vez el dulce y buen Jesús,
disfrazado de mendigo; para ver de qué es vuestro corazón? Cerrad tanta puerta
abierta a menesteres innecesarios, y haced que permanezcan, de par en par,
abiertas las puertas del Asilo”.
Y
como fervoroso artista danunziano, el Padre Casco hacía elocuentemente el
elogio de la perfumada y exquisita mano que ofrece un alivio, y decía, como
Turgneneff, que cuando no haya dinero en el bolsillo, se dé al mendigo una
palabra de hermano, que vale por un buen pan y dio los versos de Darío:
“A
las manos bondadosas
Desde
el cielo Dios envía
el
perfume de las rosas
de
la eterna Alejandría. “
CARLOS
A. BRAVO
Granada,
Junio de 1909
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RECUERDOS
Vagas reminiscencias de sabrosa lectura me hicieron
perdurar en la simpatía que inspiraba como escritor el Padre Casco.
¿Quién
era ese escritor que deleitaba apasionadamente a sus lectores? Hace unos diez
años que lo ignoraba. No sabía existiera en el patrio cielo literario, esa
estrella de primera magnitud, --Así se explica el error que padecí por largo tiempo.
— Un día llegó a mis manos la Revista Literaria de Quiñones; y dí con un
artículo firmado por R. Casco. El primer párrafo me entusiasmó, y el siguiente
me sedujo, para continuar saboreando hasta el fin aquella deliciosa producción.
Volvió la Revista leonesa, y vuelta a
saborear las producciones de R. Casco, que tanto me placía apreciarlas por su
donosura y atildamiento.
¿Y a quién creía yo saborear? —Me imaginaba que, a un escritor de la patria
de Caldas, o de Juan Montalvo, o de Bolívar; porque en la novedad del
pensamiento, la frase castiza, el estilo moderno, creía descubrir a uno de los
muchos grandilocuentes sudamericanos.
¡Cual sería mi despertar, cuando un
grupo de amigos leoneses a quienes comunicaba mis impresiones, me dijeron que
R. Casco, escritor tan celebrado por mí; como extracción exótica, ¡era purísimo
compatriota de los que tomaban inspiración en las fuentes cristalinas del
Pochote!
Si la ilusión se evaporó de mi mente;
si la ficción desapareció con la realidad; en cambió abrigue el vehemente deseo
de conocer luego al gallardo escritor, que imaginaba fuese gallarda su
personalidad. –No duró mucho tiempo esa aspiración. –Un día de San Juan
Bautista felicitaba a una dama leonesa, tan bella como inteligente, en el día
de su onomástico; y a poco rato acertó llegar al mismo cumplimiento una persona
amable, sencilla, modesta y de seductora conversación. –“Doctor Somoza dijo
doña Juanita, Ud. ¿No se conoce con el Doctor y sacerdote don Remigio
Casco? Deseo sean buenos amigos. — Simultáneamente nos levantamos y estrechamos
nuestras manos con protestas de sincera amistad.
Mi vehemente deseo estaba colmado; sólo
una nueva desilusión quedó en mi espíritu para la estética. — El caballero gallardo, gentil, donairoso, el
Narciso imaginado, era apenas un tipo ideal de nuestra raza autóctona, de
pequeña estatura, color cobrizo, aspecto humilde, aunque los ojos
brillantísimos, reveladores del pensamiento que reverbera en las concavidades
del cerebro.
Cualquiera sufría engaño al ver en
aquel físico lo expresivo de la sencillez que, a primer examen, no descubría
ser el insigne escritor que cautivaba con sus brillantes producciones.
Ya después, después de aquella
presentación social, fuimos amigos y yo profesé al hombre de letras sincera
admiración; y la desgarradora noticia de súbita muerte me llegó, ¡cuando
embelesado leía su prólogo en Laurel Solariego!
La desilusión final me ha consternado
héchome partícipe del duelo patrio. – ¡Como era joven el Padre Casco, le
consideraba poseedor por luengos años del mísero terrón en que giramos,
alumbrando y dirigiendo a la juventud que se levanta, y llevando a todos el
verbo elocuente que se escapaba del fondo de su alma!
Columna truncada, viajero sorprendido
en mitad del desierto: tu desaparecer ha herido todas las fibras del
sentimiento, porque el templo del Arte ha perdido a su Levita, y el espíritu
excelso de tu alma pura, se ha escapado ante el ataque aleve de feroz guadaña.
JESÚS HERNÁNDEZ
Managua,
28 de Junio de 1909
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CABALLERO
Y APÓSTOL
(El
Padre Casco)
Así le conocí y así lo recuerdo.
Una sola vez le vi: incidentalmente me
introdujeron a sus relaciones.
Fue en León, hace pocos años.
Celebrábase en la hermosa población,
verdadera ciudad, el matrimonio de distinguida pareja perteneciente a las
principales familias de aquella cultísima sociedad. La ceremonia religiosa
verificábase, con notable concurrencia e inusitada solemnidad, en la capilla de
la Catedral, frente al Seminario, los dos sitios que puede decirse fueron el
mejor teatro donde se elevó la personalidad del Padre Casco.
En medio de la muchedumbre, agrupados a
las puertas del templo, presenciando el acto, nos encontramos el Padre Casco y
yo, y fue entonces que nos presentaron. Era el momento en que los desposados se
daban las manos y en que la orquesta ejecutaba, magistralmente, el Tedeum de
rigor, por cuyas circunstancias el joven sacerdote se extendió en
consideraciones sobre la influencia espiritual de la música en las funciones de
la vida real, y sobre las ventajas del matrimonio, para el progreso social.
Así se me reveló el Padre Casco: por el
arte y en el trato amigable pude darme cuenta, desde aquella época, de sus
tendencias civilizadoras, de su temperamento artístico, de sus maneras caballerosas,
de su misión eminentemente apostólica.
Verlo y observarlo era imposible que
dejara de ocurrir. De tamaño de niño y de fisonomía infantil, con sus faldas
negras, parecía, entre el alegre bullicio, algo así como pájaro en la arboleda,
algo así como una palpitación de luz en la inmensa y agitada mar de las pasiones
humanas.
Su reducida estatura, sus pocos años,
su índole jovial, sus ademanes vivarachos, su habitual locuacidad,
instintivamente me trajeron a la memoria uno de aquellos estudiantes de la
universidad de Cambridge, que atesoran en su imaginación un cúmulo de
conocimientos, y en su corazón un ansia de nobles ideales.
Luego, ya en los salones de la
aristocrática fiesta, se completó mi simpatía por el buen sacerdote, que amaba
sus prácticas evangélicas, revelándose por su porte, por su aire, por sus producciones,
un segundo San Juan; aunaba, repito, el exquisito trato y las finas maneras del
caballero, acostumbrado al don de genes, análogos a los imborrables que, en el
ánimo de los granadinos, dejara el inolvidable Padre Sáenz Llaría, de
procedencia íbera.
Reminiscencia es esta en que yo
encuentro puntos de contacto, entre el clérigo español y el lamentado
compatriota de la hora presente. Ambos ejerciendo, cual otro Livingstone en las
remotas regiones del África, con el libro redentor y con la caridad de la
palabra, civilizadora misión evangélica. La cátedra, es decir, la luz; el arte
que es la gracia, combinados en una propaganda silenciosa pero activa,
edificante, eficacísima, fueron la lucha diaria y los triunfos inmarcesibles de
estos abnegados y valerosos protagonistas del pensamiento libre y regenerador.
Esos triunfos tiempo es ya de
perpetuarlos; pero con hechos que, a la vez que sean una enseñanza,
inmortalicen la obra del pensamiento humano del que ellos fueron fervoroso
adeptos.
Hay un deber, obligación ineludible del
patriotismo nicaragüense: llevar esa luz y esa gracia a las fértiles e ignotas
comarcas de donde procedía el Padre Casco. Con él y Pedro Ortiz, ingenios
privilegiados, Samuel Meza, brillante estilista; Salvador Calderón, inspirado
narrador; Carmen Cantarero, investigador de nervio; el Padre Arnesto, razonador
convencido, y muchos otros que se escapan a nuestra pluma, se ha demostrado, de
modo incontrovertible, hasta dónde puede extenderse el horizonte moral e
intelectual de nuestras Segovias el día en que allá se levante un centro, un
instituto que responda y satisfaga las justas necesidades y compromisos del
patriotismo nacional.
¿Amamos de veras el bien? ¿Queremos
inmortalizar la memoria de quienes por él se sacrificaron heroicamente? — Pues respondamos al sentimiento público con
lo práctico, con lo tangible, con lo esencialmente civilizador: erigir un
establecimiento de primer orden en las Segovias, que lleve el nombre del Padre
Casco.
Los pueblos se hacen grandes, no sólo
por sus virtudes, sino también por sus procedimientos.
Llorar, lamentar a sus muertos, es una
virtud. Para engrandecer ésta, hay que recoger los frutos que aquellos
cosecharon. Llevemos a plantar y cultivar en su tierra nativa, que también es
nuestra, los invaluables que la patria legara el noble espíritu de Remigio
Casco.
GENARO
LUGO
Managua,
24 de Junio de 1909
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ÉXODO
Aquella voluntad no podía ceder más que
a la irrupción de la muerte.
Hecho para la dignidad sólo debía tener
una caída: la del sepulcro.
Y cayó en él, en plena jornada, sin
debilidades mundiales, provocando la consternación de todo un pueblo.
Esa consternación es la mejor corona
para sus sienes de pensador.
Casco ha muerto, esto es, a desaparecido
para nacer en el mármol.
En torno de aquella existencia
luminosa, consagrada al bien, se hizo la gran noche del misterio, en la hora
póstuma del día, cuando se dibujaba por el dedo del tiempo, en el ocaso
ensangrentado, la línea indecisa que separa la claridad de las sombras.
Y fueron tinieblas del dolor, como las
tinieblas del Parasceve de la crucifixión, las que presidieron el eclipse de
aquella vida hecha para la Suprema Belleza.
Arriba, la negrura de los cielos donde
moría la luz; abajo, la tristeza tormentosa de los seres en quienes hacía
erupción el sentimiento. Y, en esa dualidad de sombras y duelo, el dolor y la
muerte, lo imprescindible y lo inexorable, frente a frente ante aquel sacrifico
de las almas, lacerante como las piedras del Gólgota.
Procesión de sombras y misterios
intensamente dolorosa y fatal.
Y en medio de tanta confusión,
destácase, como en un duelo de crepúsculo, la tumba que es, para los
inmortales, es decir, para los dioses de ahora, el último descanso de esa ascensión
gloriosa que se realiza por sobre las pasiones mezquinas que saben de la
envidia y dicen de la calumnia.
En la muerte, la celebridad encuentra
alas para subir, porque la celebridad es el águila que en la Iconografía
representa el triunfo y la dignidad del triunfo, que es el compañero del éxito,
y la dignidad, que es la resultante del carácter.
La alabanza a la mediocridad no
traspasa nunca el dintel del cementerio, porque allí no crece la anagálida, la
flor de la adulación.
Seca la rosa, queda únicamente la
espina: perfume y colores todo desaparece, porque la vanidad no perdura.
Y lo que ha engrandecido la lisonja –si
la lisonja pudiera engrandecer— desciende para morir, como el fuego de San
Telmo. Sólo lo que ha glorificado el elogio, esto es, el mérito, subsiste al
través de las edades.
Los actos de reparación y de justicia
que enaltecen la memoria de los inmortales, han contestado, con el bronce de
sus estatuas y el mármol de sus bustos, la frase amarga y dura de Madame de
Staël que suena como una reconvención a la humana ingratitud: cuanto más
trato a los hombres, más afecto le tengo a los perros.
Plus je connais les hommes, plus j̓̕
aime les chiens. No; no es posible admitirlo, sería preciso creer antes,
que vivimos en medio de la depravación y la falacia, y que la deslealtad y la
perfidia han reemplazado al honor y la nobleza.
La ingratitud individual se trasmite a
la colectividad, y del seno de las multitudes agradecidas surge la celebridad
que se eleva por sobre lo vulgar y lo pequeño.
Y a pesar de las liviandades que
hicieron exclamar a Rabelais, en un arranque de hondo desconsuelo: el
estómago es el cerebro, el carácter, ese gran rebelde, asciende la
escarpada cima de la dignidad y escribe sobre ella, como una protesta, la
palabra: VIRTUD.
El DOCTOR REMIGIO CASCO subió, como un
convencido, esa altura, sin necesidad de recoger bajo el brazo su sotana de
clérigo.
Allí en esa altura, de pie, desafiando
las tempestades, brotaba la idea de su cerebro, armada y luminosa, como Minerva
de la cabeza de Júpiter.
Y se hacía para la vida del pensamiento
en aquella negrura de tiniebla que se llama ignorancia. Y brillaba como una
constelación de astro iluminando los corazones aptos para el bien.
Liberales y neocatólicos, librepensadores
y racionalistas, clerófagos y radicales, conservadores y ultramontanos, todos
le apreciaban con la alta estimación de los católicos. Y era porque él nunca
conoció la impostura ni supo de la falsía.
El sacerdocio en él no era una
incidencia, sino una vocación.
Y, como lo dije ya en otra vez, fue un
reivindicador del sacerdote católico.
Hacía todo el bien posible, pero, su
humildad característica, siempre lo mantuvo muy lejos de las confesiones
egotistas.
Para aquel ser que tenía la arrogancia
del quetzal —el ave libertaria— no había cautiverios posibles.
Vivía en el Seminario, como se anida el cóndor
en la roca.
Y, como el águila con las tempestades,
él se encontraba en contacto con la juventud a la que amaba entrañablemente,
porque sabía que la honda de David hace portentos en la vida de los pueblos.
Ofició, como sacerdote, ante el Cristo,
el Dios de la mansedumbre y del dolor; y ofició como escritor, ante el Arte
potente y majestuoso.
Y se vio siempre, sin decaimientos de
ninguna clase, cerca del Jordán y del Hipocrene –perdón e inspiración, dos
grandes Quimeras.
Comprendió a Homero y a Virgilio sin
necesidad de buscarlos traducidos en el habla de Cervantes. Y leyó cerca del
Támesis a Milton, y del Sena, a Víctor Hugo. Y el Tíber le vio pasar, peregrino
del Arte, y subir al Janículo en donde recordó a Tasso, hijo de Bérgamo,
con su Amadis de Gaula eclipsado por Tasso, hijo de Sorrento, con su Jerusalén
libertada. El Folk-Lore, esa nueva ciencia de las supervivencias,
tenía en él a un insigne cultivador.
Admiró la sublimidad del poema de Job y
el alto lirismo de Isaías, y comprendió cómo se llora por la patria en los Trinos
de Jeremías.
Y fue su pensamiento potente para
crear. Sus concepciones hacer sentir en el alma inefables dulzuras, como los
cantos de Bellini, o deslumbran por su grandiosidad, como las sinfonías de
Rossini.
Sabía que el azul es ciencia, el
blanco, inocencia; y conocía que la reunión de esos dos colores significa
sabiduría: por eso amaba con vehemencia el emblema sacrosanto de la Patria, por
cuya integridad, en su patriotismo, hubiera llegado a recogerse la sotana para
morir al pie de una trinchera.
Y se acercó a las multitudes para
ilustrarlas, no para defraudarlas. De allí el inmenso cariño que se le tenía:
cariño que, muerto él, supo cubrir de rosas, como en una floración primaveral
su féretro, conducido al cementerio en un desfile glorioso, sobre los hombros
de sus admiradores, en medio de los funerales de la luz.
Y moría en los cielos la claridad de la
tarde, y el ocaso se hacía tinieblas, como acompañando al duelo de las almas en
aquella crucifixión del sentimiento en la que se apuran todos los martirios.
En esa procesión de sombras y
tristezas; y cuando la oquedad del sepulcro recibía el cuerpo de aquel muerto
ilustre, la consternación espontánea de la muchedumbre, que presenciaba tan
fúnebre descenso, enunciaba que hay muertes que son resurrecciones
gloriosas.
Y mientras la claridad de la tarde
desaparecía en el duelo de los cielos, la admiración de todo un pueblo quedaba
en vela, como los acemetas, cerca de aquella tumba que se cerraba con flores.
MAX
JEREZ
León,
11 de Julio de 1909
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Breve Semblanza del Presbítero y Doctor Remigio Casco
Remigio
Casco (Comunidad “El Rosario”, Pueblo Nuevo, Departamento de Segovia, 13 de
noviembre de 1869 – 10 de junio de 1909) fue sacerdote jesuita, prosista y
ensayista nicaragüense. En su tiempo se le consideró como el mayor orador y su
renombre fue a nivel centroamericano.
Fue
redactor de la revista literaria El Ateneo Nicaragüense de tiraje mensual de
la ciudad de León. Por las protestas contra el gobierno del Presiente General
José Santos Zelaya fue arrestado y desterrado junto al Obispo Simeón Pereira y
Castellón y otros sacerdotes en 1899.
Demostrando
gran audacia intelectual fue inducido por el Obispo Ulloa y Larios a estudiar
la carrera eclesiástica quien le envió a la Universidad Gregoriana de Roma. En
octubre de 1893 recibió el Doctorado en Filosofía, posteriormente recibió el
doctorado en Derecho Canónico en la misma universidad.
Se
desempeñó en las cátedras de Filosofía y Derecho Canónico en el Seminario San
Ramón de León, fue maestro del poeta Azarías H. Pallais en ese entonces
seminarista,3 y en la Capellanía de la parroquia El Calvario de la misma
ciudad.
Introdujo
a Nicaragua la primera imprenta del país, además de haber fungido funciones
diplomáticas, siendo nombrado como embajador de Nicaragua en Chile.
Murió
joven debido a un problema en sus riñones. En el Parque "La Merced"
de León se erigió un busto en su memoria.
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