Escena de Andrés Castro en el instante que lanza la pedrada al rostro del filibustero en la Batalla de San Jacinto, durante la Guerra Nacional de 1856. Óleo sobre tela del pintor chileno Luis Vergara Ahumada.
A las 5:00 p.m. del 29 de agosto de 1856 ocuparon
Esa batalla apareció por primera vez ante mí,
imaginariamente recreada, a través de un maravilloso relato de mi padre. Mi
niñez en cierne permitía captar poco los detalles de tantos episodios
encontrados. Años más tarde, la “iniciación septembrina” continuó a través de
un apretujado viaje en compañía de mis compañeros de colegio, con el calor casi
reventando el termómetro. El día fue un suplicio patriótico; azotados por
fuertes ventarrones, nuestros cuerpos terminaron en amasijo de sudor y tierra;
el único alivio lo constituyó guarecernos detrás de las paredes de la vieja casona
hacienda, dentro de la cual nuestras miradas recorrieron una deprimente
exposición de objetos expuestos al público.
Nuestra lectura relacionada a la Guerra Nacional no
tenía en aquel “museo” nada que evocara el pasado silente de aquellas paredes,
corredores, y entorno, reconstruidos por primera vez en 1956 en ocasión de
conmemorarse el centenario del épico enfrentamiento bélico. En nuestro
desencanto, caminábamos en derredor, sin percatarnos que en cierto momento el
grupo de amigos coincidíamos boquiabiertos con la mirada fija en una enorme
pintura casi mural; un óleo sobre tela con bastantes colores cobrizos, ocres,
en donde el autor logró trasladar en múltiples detalles el fragor del fiero
combate. San Jacinto de 1856, y el ánimo juvenil retornaron a nosotros. Frente
a ella evocamos los episodios históricos aprendidos.
Una animada conversación reinició ante la mirada
cautiva del conglomerado. El propósito del artista fue nuestro. Realismo
cautivante. Caites en los pies de los soldados del pueblo humilde. Huipiles
manchados de la sangre generosa de nuestros antepasados. Cargas y descargas de
fusilería. La única sentencia de pena capital escrita en piedra arrojadiza,
lanzada justicieramente contra el rostro filibustero.
Volví al aula de clases con mis anotaciones. Entre los
apuntes para la clase de historia anoté el nombre Luis Vergara Ahumada, autor
del inmenso óleo sobre tela, el cual, debo confesar, durante muchas décadas
sólo fue un nombre asociado a la complacencia resultante en aquel caluroso día
en San Jacinto, donde una pintura había recobrado para nosotros el ánimo.
Siempre me interrogué porqué sobre la Guerra Nacional en
general, preferimos historiar lo positivo, pero de los episodios vergonzosos,
también ineludibles, referimos lo mínimo. La Piedra de Andrés, como fue titulado por su autor
el célebre óleo sobre tela, es un homenaje al ardor patriótico, a la primera
reconciliación nacional transitoria en aras del beneficio colectivo, y otros
valores positivos; pero no reconstruye los hechos y los nombres perpetuos en la
afrenta pública, a los traidores nacionales, cobardes, la mancebía política, y
vileza sumisa, de la que también debemos aprender lecciones. Apátridas
resueltos como Luisa Abarca, concubina de Byron Cole; Ubaldo Herrera el traidor
y verdugo que enseñó a los filibusteros el camino exacto hacia Granada.
Patricio Rivas, el presidente fantoche que prestó juramento ante el presbítero
Agustín Vijil.
La semana pasada, cuatro décadas después del memorable
viaje escolar a San Jacinto, fue agradable encontrar en el Palacio de la Cultura el “óleo humeante”
del pintor Luis Alejandro Vergara Ahumada, cuyos datos biográficos hasta hace
muy poco, no había podido concretar más allá de inconsistentes referencias
personales.
A la suerte favorable debo el encuentro epistolar con
uno de los hijos del pintor Vergara Ahumada, don Tristán Sigfrido Vergara
Villarroel, quien, junto a su respetable madre, doña Aída del Carmen Villarroel
Busto, viuda de Vergara, de actuales 85 años, y de su hermana Isolda, de 60
años, oriundas de Coquimbo, República de Chile, tuvieron la gentileza de
proporcionarme tan preciada información. Además de los dos hijos chilenos, en
Nicaragua, el artista procreó a Luis Alejandro Vergara Arteaga, de 45 años,
quien reside en Bolivia.
Con esforzada y filial perseverancia, Tristán e Isolda
han logrado reunir información del pasado familiar paterno, disperso por
vicisitudes de la vida. Cuando el artista partió al extranjero en busca de
mejores horizontes, ambos hijos del matrimonio Vergara Villarroel cifraban dos
y tres años. Jamás volvieron a ver a su padre. Hasta hace tres años, felizmente
conocieron a su único tío, Raúl Floreal Vergara Ahumada, de 85 años, también
pintor profesional retratista, figurativo, con residencia en La Paz , Bolivia.
El maestro Luis Alejandro, nació en La Serena , Chile, el 8 de
septiembre de 1917, hijo de Pedro Alejandrino Vergara Cortez y de Luisa Ahumada
Martínez. Cursó primeros estudios de pintura en el Instituto Pinochet-Lebrun,
en Valparaíso, Quinta Región de Chile. Años más tarde viajó a Madrid, España,
para proseguir estudios en la
Real Academia de San Fernando.
Fue incansable viajero; vivió temporalmente por muchos
países de América, y a mediados de los años cincuenta ingresó a Nicaragua
cargando bastidor, paleta y pinceles. En nuestro país realizó varias obras por
encargo, entre ellas la famosa obra mural de San Jacinto, y los retratos de
doña Lola Soriano de Guerrero, y el de doña Hope Portocarrero de Somoza.
La magnífica obra de este prolífico artista, diseminada
en la región centroamericana, constituye una de las temáticas particulares más
importante sobre la lucha independentista de Centroamérica, de sus personajes,
y de sus heroicas gestas.
Luis Alejandro Vergara Ahumada falleció el 16 de enero
de 1987, reposa en la Ciudad
de La Paz ,
Bolivia. Al cumplirse el sesquicentenario del combate de San Jacinto, en el
“óleo humeante” del maestro Vergara Ahumada la historia levanta el brazo de
Andrés para impeler la certera piedra de nuestro decoro nacional.
* En: La Prensa , 14 de
septiembre de 2006.
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