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RUBÉN DARÍO, TINTA CHINA Y ACRÍLICO, VERSIÓN DE EDUARDO PÉREZ-VALLE |
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En la Calle Real de León, y en la esquina de la casa
solariega donde Rubén Darío pasó su infancia, hay un poste.
¿Qué de extraño tiene ese pedazo de madera sembrado contra
la acera? Nada. Como él pueden verse otros, por centenares, en las poblaciones
americanas. Y sin embargo, ese poste está por decirlo así, tocado de
consagración.
Sobre él era donde el gran poeta se sentaba por las tardes,
siendo muy niño, a leer los cuentos de las Mil y Una Noches, libro que junto a
la Biblia encontrara en un viejo armario de la tía abuela doña Bernarda. Aun
recuerdan los viejos amigos de la casa que, Rubén, poco adicto a los infantiles
juegos usuales, no era amigo del trompo ni de la cometa, y en tanto que los
chicuelos del barrio se entregaban a la algazara vespertina, él cogía su viejo
libro, se sentaba sobre el poste, y se perdía como un niño de cuento en el
mundo maravilloso y fastuoso de la Mil y Una Noches del doctor Mardrús. De la
mano de Scherezada, el alma encantada del muchachito predestinado, iba
internándose en la gran creación mágica, y de allí es de donde salió con una
estrella en la mano, regalo de un genio o de una hada cariñosa.
Ya desaparecido el sol cerraba su libro, al mismo tiempo que
en el ocaso se cerraba también el libro de grandes cromos iluminados del
crepúsculo tropical, y el niño, llena la cabeza de imaginaciones, se quedaba
todavía contemplando la última nube dorada de la cual se desprendía, como
pálida chispa, el primer lucero de plata.
Sobre ese poste es que se creó el universo fantástico en que
el espíritu de Darío giró después y para siempre loco de sueño y de armonía.
Allí es donde la deslumbradora mentira de oriente se le metió al cerebro, como el
carbunclo luminoso que, según las tradiciones de la vieja California, hace su
madriguera en las minas de oro puro.
Allí está el poste aún. Los transeúntes pasan a su lado sin
interesarse. Y como fuera algo tan alto, uno de los últimos dueños de la casa
le mandó cortar como media vara de altura. Allí está el poste siempre; pero
ahora sirve sólo para que los que a la casa llegan a caballo, amarren el ronzal
de sus cabalgaduras. Para ello, en la parte superior del trozo de palo
histórico, han clavado una peque argolla de hierro.
Tal vez allí donde los potros vulgares esperan que vuelva su
dueño, se acerca también, a la hora del alba, el caballo divino, Pegaso, con
las alas plegadas, resoplando al viento, en busca del apolíneo jinete que lo
hacía galopar por el azul, y que ya no aparece para hendirle, como antes, en
los ijares temblorosos, la diamantina espuela.
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