Exégesis del poema de Darío
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EL SANTO
Nadie ignora quién
fue Francisco, el siete veces Santo de Asís: aquel que tuvo el corazón saturado
de un perfume casto, como el ánima de los lises del Eterno Elíseo; aquel a
quien Miguel Arcángel, a su triunfal entrada en el cuartel celestial, saludó, cuadrándose
militarmente y levantando la espada de relámpago: ¡Salve, mi Capitán!; aquel
que, cuando hablaba, parecía verter la miel que beben los ángeles para volverla
en cánticos a la Virgen. Aquel a quien Darío, invocó:
“El
varón que tiene corazón de lis
alma de querube, lengua celestial”;
aquel que fue Santo con gracia apolínea, que le vale la
predilección de Dios, Sumo Poeta, y lo hace amado de los poetas que son, en la
tierra, proscritos dioses.
Ese Francisco era
el genio de la mansedumbre suprahumana que contagiaba, convirtiendo al lobo en
cordero y hasta – ¡milagro máximo!— suavizando la natural ferocidad y la
viperina perfidia del hombre, en noble gesto de concordia, en fraternal abrazo.
El alma de ese varón, prodigioso de santidad, dijérase todo el firmamento
trasmutado en misericordia y toda esa misericordia –espiritualizada en esencia
divina— enfrascada en el ánfora tosca del humano barro.
Su mansa
tolerancia sobrepasó a la de Jesús: no hubiera echado con violencia de azotes a
los mercaderes del templo; ni siquiera se habría indignado de que lo negociaran
a él como ruin mercancía Y este señor de la Debilidad es por ella formidable, y
su paz vence a la guerra; y, armado del más absoluto desarme, domeña fieras y
hasta domestica hombres, y caen a sus pies, más que rendijas reverenciadoras,
todas las armas artificiales, naturales y aun sobrenaturales. Avasallándosele
desde el infusorio hasta el astro; desde el ser poseído del mal espíritu hasta
el Serafín del Señor; tribútanle homenaje fulgurante, acordes, el pensamientos
–luz de los cerebros— y la
luz-pensamientos de los cielos: el Aquilón, por acariciar la flor de
dulcedumbre de su mano, como águila que se redujera a torcaz, se enternecería
blandamente en zalamera brisa, impregnada del más puro perfume de las más
cándida azucena.
Para Francisco hay
un cósmico lazo invisible que vincula cuanto es: seres y cosas: Hermano árbol, hermana yerba,
hermana espina, hermana flor, hermana azucena, hermana mandrágora, hermana
estrella, hermana tiniebla, Hermano lobo, hermano hombre, hermana serpiente y
hermana mujer… Todo fraternizará a través de él, como si él mismo fuera el
eslabón imposible, multiplicado, infinitamente, que enlazara todas las
inmaculadas y estériles cópulas de hermandad.
Era Francisco, por dentro, tan radiante y
santificante, como una custodia viva. ¡La suprahumana sustancia de un ser era
tan ultra pura que parecía de hostias amasadas con aguas del Jordán!
Uno de sus
primeros discípulos compendió en un ramo de preciosísimos eucarísticos, rasgos
biográficos, anécdotas y relatos leyéndicos, de este sacrosanto varón.
¡Cuéntame quien ha leído “Las Florecillas del de Asís”, que en la epifanía de
la adolescencia, fue un gentil mozo, galanteador y apuesto, de garbo marcial y
con la boca como un joyel roto, desgranando a manera de perlas y gemas,
madrigales temblantes o de un oriente cándido! ¡Lo imagino, en su bizarría
romántica, como un joven Coronel que dueño de la Victoria –su novia heroica—
espera la condecoración de besos de los amantes labios!
Dizque de pronto
se operó en él una misteriosa transformación; empezó a embeberse en éxtasis
taciturnizándose. Después de prolongada indiferencia a las mujeres, una vez
habló a una hermana:
– ¡Angélica niña, os amo! Y ella regocija y
orgullosa, con entusiasmo estallante:
– ¿De veras? ¡Gracias!
– ¡Sí, os amo, hermana, porque os parecéis a
María, nuestra Celeste Madre!
Y se quedaba como
hipnotizado fijos los ojos en el infinito, como horadando el azulado misterio
ávido de la Suprema Verdad.
Entonces fue que
empezaron sus vecinos a decir “como que está loco”, ¡síntoma indudable de que
apuntaba, naciente, su genialidad!
Leyó los
Evangelios de Jesucristo, y obsesionado por la sublime doctrina, repartió sus
haberes complaciendo al Redentor y empezó a peregrinar y a predicar. El cardo
artero quitole hebras de su pobre sayal; el guijarro filoso le arrebató, como
soberana limosna, gotas de sangre de su planta, que no osaban ensuciar ni el
polvo ni el limo. Por eso, en los riscosos escarpes de la Umbría, se encuentran
rubíes de cuerpo escarlata y alma de luz inmortal. Cuando, en el bosque
predicaba, los árboles inclinaban sus ramajes, la hierba parecía de esmeraldas
sedosas, se inmovilizaba el viento y sin embargo temblaban las hojas como
afectadas por un calosfrío sobrenatural. Los pájaros, tan quietos, parecían
disecados igual que en los museos; y se echaban, como perros domésticos, los
leones.
Tuvo una vez una
encantadora locura lírica. Esa loca ocurrencia fue decir un sermón a los
pajarillos. ¡Y lo hizo! ¡Y el resultado maravilloso! ¡Claro! No hubo
dificultad. ¡Como él sabía la lengua de las aves, las convocó en su idioma –oro
y cristal— de trinos! Bajaron los alados oyentes. El jefe quedose fijo en el
aire como petrificado por el índice del Todo poderoso. Dijérase un pájaro de
ónix incrustado en inmenso zafiro encendido. Su Secretario se posó en el hombro
del Santo, para oírlo mejor, y decirle al oído quién sabe qué secreto de divina
verdad y melodía. Los demás, en el césped, formaron círculo de plumajes
quedando en el centro el varón gorjeador. ¡Esto era un símbolo del Universo que
es infinito círculo de sintética armonía en cuyo centro está Dios!
Cuando Francisco
hubo bajado sobre la perspectiva de magia de su Oración el telón de impalpable
Surah del Silencio, volaron los pájaros como enloquecidos, tornando al punto
con la ofrenda en los picos; sobre el Santo cayó, revoloteando, un enjambre de
pétalos silvestres y de granos de trigo, como jirones de iris, entremezclados de
gránulos de oro.
Y supo escoger:
alejado de la sociedad, buscó las llagas. ¡Cuánto mejor son ellas que la
gangrena de los corazones! Este Nuestro Señor de las llagas las cultivaba como
un horrible jardín de nauseabundas rosas de dolor. Cultivador al revés, su
faena era por extirparlas, como el jardinero que cultivara la maleza buena para
que ahogara la maleza mala. En los enfermos sembraba cuidados para que
floreciera salud. Cuando sobre esas rosas amanecían rocíos de llanto, el Mago
de la Caridad los vaporizaba con su solar mirada.
Por eso cuando el
Santo entró al cielo, entre un entusiasmo de campanas de cristal y un himno de
flautas de oro, sintióse abrumado por una lluvia de claveles animados, efusivos
de aroma como exaltada gratitud; flores de pétalos de juego que no obstante
refrescaban cual suspiros de brisa o beso de manantial. Y Dios le dijo: He aquí
el florido milagro la metamorfosis de aquellas llagas que curásteis. ¡Es fue el
Apóstol de Asís, en los siglos, el más egregio poeta de la Santidad!
EL LOBO
En el abrupto despeñadero el lobo en su apostura arrogante,
sobre el zócalo de basalto, parece esculpido en
de a un conjuro de magia, -------animara. Tal es de recio Bello en su
bravura zahareña como un verso de poeta indo precolombino, de aquellos indomables que tenían el alma de quetzal. De acero las pezuñas, que suscitan
quejidos de chispa en los golpeados pedernales. Sus dientes, firme y fuertes,
tienen mayor tersura y blancor que los de la más hermosa mujer. Y como ostenta
insolente terquedad de Emperador, su amigo el Sol –Rey de la Luz— le tiende sobre la piel, de crepa lana oscura,
trasparente tisúes de áurea lumbre. ¡Loor al lobo Rey!
El lobo es feroz,
pero franco y leal: Oídlo cuando se dirige al maravilloso domador:
“Hermano Francisco,
no te acerques mucho,
Déjame en el monte,
déjame en el risco,
Déjame existir en mi
libertad…
Vete a tu convento,
hermano Francisco,
Sigue
tu camino y tu santidad.”
El lobo es de
carácter irascible por naturaleza; pero así son también los niños consentidos.
Los lobos devoran carneros “para se alimentar, pero en las ciudades también
diariamente se degüellan indefensas reses. Los hombres se destrozan en
carnicerías apocalípticas y los lobos entre sí viven en paz.
Y si el lobo
hambriento ha devorado algún pastor, cuántos lobos han cazado los hombres por sport. Repitamos el verso imperecedero
que el poeta pone en la lengua de la bestia:
“Y no era por
hambre que iban a cazar."
El paralelo convence de la superioridad de la fiera sobre el
que se llama “Rey de la Creación” siendo tan solo esclavo de la maldad. El lobo es sólo feroz. El hombre es feroz también y además
traicionero y ponzoñoso. Siendo lobo, sabe parapetarse, para morder entre la
yerba cómplice, como la víbora, esa mujer fascinadora que viste lujosa piel de
colores, fantásticos, como recorte miliunanochesco y –exquisitamente pérfida—
guarda el mortal veneno en fina perla blanca terminada en punta. ¡El hombre no
deriva del mono darwiniano sino que proviene de un cruzamiento de lobo y
serpiente!
Oigamos al poeta
deífico:
“En
el hombre existe mala levadura”
Si, el hombre nace
saturado de malignidad, tiznado de lodo original: lodo por fuera, por dentro
lodo, todo él lodo… ¡Y en este monstruo de una sola cabeza –pero peor que las
cien de los fabulosos dragones— tuvo el capricho Dios –paradojas divinas— de
engarzar el supremo diamante del pensamiento! ¡También el Sol deja caer a veces
el rayo más puro y luciente sobre la más negra y mefítica ciénaga! ¿Para qué
posterior y excelso destino preparará Dios a la luz, con la purificación del
dantesco suplicio de aprisionarla en fango?
Volvamos al poema:
“El alma simple de la
bestia es pura.”
Tal trina el
poeta; y yo, con su propio verso de topacio, digo:
“¡Bien
trinado, ruiseñor!”
Pues el lobo de
Gubbia, el terrible y temido, por milagro del santo fue manso como un galgo. Y
este fue el pecado del lobo santificado… Ser inofensivo es provocar la saña de
las fieras humanas. Dice el lobo:
“¡Un
buen día todos me dieron de palos!”
¿Qué de extraño? Si
en las ciudades el perro más escuálido es el escogido para el suplicio de
piedras y azotes por los niños que son los serafines de la Tierra. ¡Cuando
matan al inocente animal, una pena les queda: no poder revivirlo… para volverlo
a sacrificar!
No cabe la
comparación entre el lobo, así calumniado y el hombre. Por Rubén, no sigamos
cometiendo la injustica, muy humana por cierto, de denigrar al lobo
comparándolo con el hombre.
¡Las fieras no
habrían crucificado a Jesús: al contrario, lo habrían unánimemente adorado. Los
hombres lo crucificaron; y hoy redimidos por él, cristianizados, si retornara
lo volveríamos a crucificar! Como la de Cristo al hombre, la sangre del cordero
redime al victimario. Esa sangre es tan noble que pone un prestigio de púrpura
en el diente de sarcástica albura, que miente pureza como el reflejo del sol
potente lleva una escarlata súplica imperial a la boca con sonrisa de miel de
una granada entreabierta. ¡La sangre del cordero es tan buena que –emblema del
perdón cristiano— a fuerza de ser pura, purifica la blancura asesina del
colmillo!
Pero el lobo no
siempre es enemigo del rebaño, y a veces, como Bolívar montaraz, se inflama en
fuego libertario: ascua redentora; y –aliado del ejército pasivo— devora al
pastor; y parece rugirle, en arenga vibrante: “Os declaro pueblo independiente,
nación libre. Retozaré por esos bosues de Dios, balando himnos de rebelión y
tremolando la ensangrentada camisa del pastor como el rojo estandarte de la
libertad.”
Ese es el lobo:
franco y leal poeta de la ferocidad.
Hermano lobo:
desde la eternidad te saludan Francisco el Santo y Rubén el Poeta. Aquel que te
amansó con su santidad y éste que con su orfeica música te enternecía, te hacía
sentirte paloma.
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*Antonio Bermúdez Cortés - 1889-1964,
poeta exquisito, ganador de la Flor Natural, con su poema EL ARTE, en Juegos
Florales, que se escenificaron en León entre 1906 y 1914, donde se escogía a un
poeta entre los que se presentaban a concurso. Casó con Soledad Balladares
Cisne, y tuvieron cuatro hijos. Consúltese: http://apellidosnicas.net/barreto3raparte.pdf.
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