NACIMIENTO DEL VOLCÁN “CERRO NEGRO”.*
Por: Ephraim George Squier
-- Fe de bautismo del
Cerro Negro: Nació en 1850, tiene hoy 165 años.
-- Squier narra cómo
surgió el Cerro Negro en 1850.
-- Emocionantes episodios
de la cólera de un volcán recién nacido.
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Muy raros son, por
cierto, en la historia de la vulcanología, los casos en que el hombre
contemporáneo haya presenciado el nacimiento de un volcán. Es famoso el caso de
Paricutín, en México, cuyo nacimiento, crecimiento día por día y biografía escribió el pintoresco Dr. Atl.
En Nicaragua se registró un hecho parecido en el siglo pasado. Testigo del
nacimiento del ya famoso volcán Cerro Negro fue el ilustre diplomático
norteamericano E. G. SQUIER quien lo narra en su libro sobre NICARAGUA, hecho
poco conocido por la mayoría de nicaragüenses. En Abril de 1850, la tierra del
pez y la serpiente, dio a luz en las
planicies que rodean la falda del volcán Las Pilas a un pequeño y furioso
volcán, cuyo parto fue acompañado de convulsiones plutónicas y dio lugar a una
peligrosa aventura narrada por el famoso científico y escritor diplomático de
Estados Unidos.
El texto y dibujo que, reproducimos se
encuentran en el libro de Squier, titulado: “NICARAGUA: su gente, paisajes,
Reliquias Arqueológicas y el Proyectado Canal, etc.” Nueva York, 1852, cuya
traducción terminó don Luciano Cuadra,
en Septiembre de 1962.
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Clavetea la planicie de León una
hilera de volcanes que, comenzando con el gigantesco Momotombo –altivo
granadero del lago de Managua—, termina con el memorable Cosigüina que se
adentra en el Océano Pacifico, formando así la cordillera de los Morabios (sic
/ Maribios). En ésta pueden verse, a lo largo de cien millas, catorce volcanes
de un solo vistazo. No integran en realidad una cordillera continua: están
aislados. La planicie intermedia conserva por lo general su mismo nivel. Estos
volcanes, al nacer, fueron “empujados de abajo”, más si bien no podemos
afirmarlo, es de suponerse que la singular fuerza volcánica –siendo como es
pareja— haya elevado la planicie a su presente nivel. Todos estos volcanes han
vomitado océanos de lava, llamados “malpaís”, que se explayan a veces por
leguas y leguas a la redonda. Esas oleadas parecen haberse extendido en mantos
en ciertos lugares, al paso que otras tienen forma de altos y vigzaguates camellones
semejantes a murallas ciclópeas que en ocasiones circundan caprichosamente
campos laborales de lozana vegetación; a éstos se llama allá “corrales”. Las
fuentes termales y rendijas de la tierra que exhalan vapor, humo y gases,
llamados “infiernillos”, abundan junto a estos volcanes. Por grandes
extensiones la tierra parece tener debajo un caldero hirviente, y está
incrustada de y yacimientos minerales. Hay también muchos lugares en que la
tierra está hundida y desnuda, pareciendo un apanalado barrizal ferruginoso del
que continuamente emanan vapores
sulfúreos que destruyen toda vegetación.
De estos vapores nada se ve a la
luz del día, salvo una especie de reverberación sobre la tierra. De noche, en
cambio, todo lo ilumina una tremulante, azulosa y etérea lucecilla, como de
fuego fatuo, que a ratos se posa quieta en la superficie, y luego cambia
repentinamente elevándose en alta volutas, para enseguida desvanecerse otra vez
de manera extraña y asombrosa. A este fenómeno llama la gente del campo “baile
de los demonios”.
En derredor de algunos de estos
volcanes, es decir de los que tienen cráteres visibles, vence muchos conos más
pequeños y muy simétricos, formados por
cenizas, arena volcánica, y detrito. Raramente crece en ellos otra cosa que
unos pocos árboles enanos y hierba áspera. Ésta, cuando verde, tiene un lindo
color de esmeralda que en el verano se vuelve amarillo, y después de la quema
anual tornase negro. Esos cambios dan muy singulares y notables características
al paisaje centroamericano.
LOS VAGIDOS DEL RECIÉN
NACIDO
“El 11 y 12 de abril de 1850 se
oyeron unos retumbos como de trueno en la ciudad de León. Parecían venir del
lado de los volcanes y se le supuso proceder del Momotombo que algunas veces
ruge y da otras señales de actividad, además de echar humo… Los ruidos se
hicieron más fuertes y frecuentes en la noche del 12 y en León hasta se
sintieron temblores, que, cerca de los montes fueron tan recios que
aterrorizaron a los campesinos. El domingo 13, en las primeras horas de la
mañana, se abrió un respiradero cerca de la base del por mucho tiempo extinto
volcán de Las Pilas, a unas veinte millas de León. Las convulsiones terrestres
a la hora de la erupción fueron tremendas en la vecindad y según los relatos de
los habitantes parecían violentas sacudidas. Podría decirse que el punto exacto
de la abertura está en la planicie: sin embargo, la lava arrojada siglos antes
la elevó un poco, y fue bajo este manto de lava que tuvo efecto la erupción.
SURGE UN NUEVO VOLCÁN
Nadie vive en un radio de varias
millas de ese lugar, por consiguiente, no esto y lo suficientemente bien
informado acerca de los pródromos (síntomas)
registrados en los primeros días de vida del nuevo volcán. Sea como
fuere, parece que la erupción se presentó con grandes llamaradas y que, al
principio, arrojaba irregularmente, y por todos lados, marejadas de materia
derretida. Esto fue sin duda lo que ocurrió, a juzgar por lo que vi al visitar
el sitio unos días después. En una extensión a la redonda veíanse unas como lajas de lava dispersas
semejantes a láminas de hierro recién fundido. Esta deyección irregular fue de
unas horas solamente, y le siguió un flujo lávico que corrió faldas abajo hacia
al oeste, en forma de un alto camellón que arrollaba árboles y todo lo que se
oponía a su avance. Mientras fluía la material –lo cual ocurrió por el resto
del día— la tierra estuvo quieta, con la
excepción de un ligerísimo temblor no advertido más allá de unas pocas millas. El
14 no obstante, cesó de correr la lava para pasar a una etapa completamente
distinta.
CÓLERA Y FUEGO
Comenzó entonces una serie de
vómitos de tres minutos de duración, seguidos de iguales paisas, a cada uno
acompañaban remezones (demasiados leves, sin embargo, para sentirse en León),
seguidos de llamaradas de más de cien pies de alto. Cada vómito lanzaba además
piedras al rojo vivo que se elevaban varios centenares de pies, y cuya mayor
parte volvía a caer en el cráter; el resto caía afuera formando gradualmente un
cono entorno suyo. Mediante este proceso de desgaste, las piedras se
redondeaban poco a poco, explicándonos así la esfericidad de las piedras
volcánicas. Las violentas emisiones continuaron sin interrupción por siete
días, y desde León se veían muy bien de noche.
LOS PRIMEROS TESTIGOS
En la mañana del 22, en compañía del
doctor J.W. Livigstone, cónsul de los estados Unidos, salí para el volcán,
nadie había osado acercarse a él, pero no tuvimos dificultad en persuadir a
varios campistas de la hacienda de Orota, que nos sirvieran de baqueanos. Con
tropiezos pudimos llegar a caballo, sobre la lava, hasta una milla y media del
lugar; de allí seguimos a pie. A fin de obtener una completa vista del nuevo
volcán, subimos a un alto y pelado camellón de escoria, desde lel cual se
domina. Desde ese punto tiene la apariencia de un inmenso perol, panza arriba,
con un hoyo en el fondo, que es el cráter. De éste chorreaba un torrente de
lava hirviente despidiendo trémulas radiaciones.
Si bien las erupciones habían cesado ese mañana, la
humareda seguía saliendo aún, y el fuerte viento del noreste la empujaba en
torbellino rasando las copas de los árboles.
LA CERCANÍA DEL HOMBRE ENFURECE AL VOLCÁN
Parches amarillentos –azufre cristalizado
dejado allí por el vapor que se cuela entre las piedras sueltas— colorean el
cono. Los árboles del derredor, cual gigantescos esqueletos muestran sus troncos
lucios, sin ramas, ni corteza, ni hojas. Tentados por el reposo del volcán, y
deseosos de observarlo más de cerca, a pesar de las advertencias de los
baquianos, bajamos de donde nos encontrábamos y, siguiendo el viento anduvimos
casi a gatas en dirección al cono, cruzando lunares de cardones y piñuelas. Por
todos lados vimos láminas a manera de hojuelas de lava arrojadas el primer día
de la erupción, Sin ninguna dificultad llegamos hasta su base; el viento
llevaba hacia el otro lado el humo y los vapores.
Tiene unos ciento cincuenta o
doscientos pies de altura por doscientas yardas de diámetro en la base, y
contornos muy regulares. Es todo de piedras más o menos redondas, y de todo
tamaño, que pesan desde una a quinientas libras. Al llegar nosotros no se oía
ningún otro ruido más que un sordo y profundo retumbo, acompañado de levísima
trepidación. Pero ávidos de examinarlo más de cerca todavía, y de comprobar la
aserción popular de que cualquier disturbio considerable en las cercanías de
los respiraderos produciría indefectiblemente una erupción, nos dispusimos a
subir. Ante el temor de que las piedras de la cumbre estuvieran demasiado
calientes, me armé de los bordones para apoyarme y evitar así quemarme las
manos.
El doctor no quiso llevar
ninguno. El ascenso fue en verdad dificultoso; las piedras se escurrían bajo
nuestros pies rodando con estruendo cuesta abajo. Habíamos, con todo, llegado
casi a la cumbre ya, cuando el doctor, que iba un poco adelante, retrocedió
repentinamente lanzando una exclamación de dolor: había puesto las manos sobre
una capa de lava candente que al punto se las ampolló. Paramos un momento, y mientras me examinaba
los pies, oí un grito de espanto de mi compañero, que al mismo tiempo daba un
salto casi sobre humano. Simultáneamente se oyó un extraño tronido resonante
que por poco me ensordece, parecióme ver un vórtice en el aire y sentí como si
la lava que pisaba cediera bajo mis pies. Rápido como el pensamiento miré hacia
arriba: el cielo estaba negro de piedras y mil centellas chisporroteaban entre
ellas. Todo esto ocurrió en un parpadeo, y en ese mismo instante yo también
corrí abajo llegando al plan junto con el baqueano, en el momento preciso de
librarme de las piedras que caían en estrepitosa lluvia en el propio lugar
donde acabábamos de estar. Ni para qué decir qué, a pesar de los espinosos
cardones y de la filosa lava, no tardamos en poner buen trecho de por medio
entre nosotros y el ígneo objeto de nuestra curiosidad.
La erupción duró cerca de una
hora, con pausas de respiro, como para tomar huelgo. El estridor parecía de
innumerables altos hornos en plena operación; el cielo hormigueaba de negras
piedras que subía y caían. Se calmó tan de pronto como se había alterado y en
vano esperamos varias horas para ver si se repetía el fenómeno. Los baqueanos
aseguraban que otra intentona de subir o cualquier disturbio producido en su
ladera o alrededores provocaría una nueva erupción. No quisimos comprobarlo.
PAZ Y UN BAUTIZO
FRUSTRADO
Desde entonces, hasta que salí de
Nicaragua, ni su pe que ocurriera ninguna otra erupción fuera de la de aquel
día en que cayó la primera lluvia fuerte, que según creo fue el 27 de mayo.
Tampoco he sabido de que hasta el presente el joven y prometedor volcán hubiese dado nuevas señales
de actividad. Temo que sus primeros vagidos, de tan fuertes, le hayan vuelto
prematuramente viejo. Las deyecciones de este respiradero, consistentes en
piedras principalmente, parecen haber sido –y quizá lo fueran— peculiares; pues
tanto los propios volcanes, como los picos de los alrededores, parecen haberse
formado de tales piedras entremezcladas con grandes cantidades de cenizas y
arenas escoriáceas, más las capas de lavas.
Pocos días antes de nuestra
intentona una delegación de campistas y otros vecinos de Las Pilas habían
estado en León a pedir al Obispo que les fuese a bautizar el incipiente volcán para
mantenerlo a raya y hacerle observar las reglas de compostura y moderación
debidas. Creo que se les prometió hacer algo, y la ciudad se llenó entonces de
rumores relativos a esta original
ceremonia que yo, dicho sea de paso, ardía en deseos de presenciar. Pero la
calma en que cayó tan temprano disipó los temores de la gente y nunca se llevó
a efecto la ceremonia prometida, defraudando así mis esperanzas, pues yo quería
ser el padrino del “Volcán de los Norteamericanos”. Esta es una vieja
costumbre, y tal ceremonia, dícese, fue oficiada a raíz de la Conquista en
todos los volcanes de Nicaragua, menos el Momotombo, sobre el cual no han caído
todavía las aguas lustrales. Nunca se supo más de los frailes que intentaron
escalarlo para plantarle la cruz encima.
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* Este artículo fue publicado en el diario La Prensa, 30 de Septiembre
de 1962.
Nicaragua: people,
scenery, monuments, resources, condition and proposed canal. New York. Harper
& Brothers Publishers 1860
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