miércoles, 8 de julio de 2015

NACIMIENTO DEL VOLCÁN “CERRO NEGRO”.*

NACIMIENTO DEL VOLCÁN “CERRO NEGRO”.*

Por: Ephraim George Squier


-- Fe de bautismo del Cerro Negro: Nació en 1850, tiene hoy 165 años.

-- Squier narra cómo surgió el Cerro Negro en 1850.

-- Emocionantes episodios de la cólera de un volcán recién nacido.
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    Muy raros son, por cierto, en la historia de la vulcanología, los casos en que el hombre contemporáneo haya presenciado el nacimiento de un volcán. Es famoso el caso de Paricutín, en México, cuyo nacimiento, crecimiento día por día  y biografía escribió el pintoresco Dr. Atl. En Nicaragua se registró un hecho parecido en el siglo pasado. Testigo del nacimiento del ya famoso volcán Cerro Negro fue el ilustre diplomático norteamericano E. G. SQUIER quien lo narra en su libro sobre NICARAGUA, hecho poco conocido por la mayoría de nicaragüenses. En Abril de 1850, la tierra del pez y  la serpiente, dio a luz en las planicies que rodean la falda del volcán Las Pilas a un pequeño y furioso volcán, cuyo parto fue acompañado de convulsiones plutónicas y dio lugar a una peligrosa aventura narrada por el famoso científico y escritor diplomático de Estados Unidos.

    El texto y dibujo que, reproducimos se encuentran en el libro de Squier, titulado: “NICARAGUA: su gente, paisajes, Reliquias Arqueológicas y el Proyectado Canal, etc.” Nueva York, 1852, cuya traducción terminó don Luciano Cuadra, en Septiembre de 1962.

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Clavetea la planicie de León una hilera de volcanes que, comenzando con el gigantesco Momotombo –altivo granadero del lago de Managua—, termina con el memorable Cosigüina que se adentra en el Océano Pacifico, formando así la cordillera de los Morabios (sic / Maribios). En ésta pueden verse, a lo largo de cien millas, catorce volcanes de un solo vistazo. No integran en realidad una cordillera continua: están aislados. La planicie intermedia conserva por lo general su mismo nivel. Estos volcanes, al nacer, fueron “empujados de abajo”, más si bien no podemos afirmarlo, es de suponerse que la singular fuerza volcánica –siendo como es pareja— haya elevado la planicie a su presente nivel. Todos estos volcanes han vomitado océanos de lava, llamados “malpaís”, que se explayan a veces por leguas y leguas a la redonda. Esas oleadas parecen haberse extendido en mantos en ciertos lugares, al paso que otras tienen forma de altos y vigzaguates camellones semejantes a murallas ciclópeas que en ocasiones circundan caprichosamente campos laborales de lozana vegetación; a éstos se llama allá “corrales”. Las fuentes termales y rendijas de la tierra que exhalan vapor, humo y gases, llamados “infiernillos”, abundan junto a estos volcanes. Por grandes extensiones la tierra parece tener debajo un caldero hirviente, y está incrustada de y yacimientos minerales. Hay también muchos lugares en que la tierra está hundida y desnuda, pareciendo un apanalado barrizal ferruginoso del que continuamente  emanan vapores sulfúreos que destruyen toda vegetación.

De estos vapores nada se ve a la luz del día, salvo una especie de reverberación sobre la tierra. De noche, en cambio, todo lo ilumina una tremulante, azulosa y etérea lucecilla, como de fuego fatuo, que a ratos se posa quieta en la superficie, y luego cambia repentinamente elevándose en alta volutas, para enseguida desvanecerse otra vez de manera extraña y asombrosa. A este fenómeno llama la gente del campo “baile de los demonios”.
En derredor de algunos de estos volcanes, es decir de los que tienen cráteres visibles, vence muchos conos más pequeños y muy  simétricos, formados por cenizas, arena volcánica, y detrito. Raramente crece en ellos otra cosa que unos pocos árboles enanos y hierba áspera. Ésta, cuando verde, tiene un lindo color de esmeralda que en el verano se vuelve amarillo, y después de la quema anual tornase negro. Esos cambios dan muy singulares y notables características al paisaje centroamericano.

LOS VAGIDOS DEL RECIÉN NACIDO

“El 11 y 12 de abril de 1850 se oyeron unos retumbos como de trueno en la ciudad de León. Parecían venir del lado de los volcanes y se le supuso proceder del Momotombo que algunas veces ruge y da otras señales de actividad, además de echar humo… Los ruidos se hicieron más fuertes y frecuentes en la noche del 12 y en León hasta se sintieron temblores, que, cerca de los montes fueron tan recios que aterrorizaron a los campesinos. El domingo 13, en las primeras horas de la mañana, se abrió un respiradero cerca de la base del por mucho tiempo extinto volcán de Las Pilas, a unas veinte millas de León. Las convulsiones terrestres a la hora de la erupción fueron tremendas en la vecindad y según los relatos de los habitantes parecían violentas sacudidas. Podría decirse que el punto exacto de la abertura está en la planicie: sin embargo, la lava arrojada siglos antes la elevó un poco, y fue bajo este manto de lava que tuvo efecto la erupción.

SURGE UN NUEVO VOLCÁN

Nadie vive en un radio de varias millas de ese lugar, por consiguiente, no esto y lo suficientemente bien informado acerca de los pródromos (síntomas)  registrados en los primeros días de vida del nuevo volcán. Sea como fuere, parece que la erupción se presentó con grandes llamaradas y que, al principio, arrojaba irregularmente, y por todos lados, marejadas de materia derretida. Esto fue sin duda lo que ocurrió, a juzgar por lo que vi al visitar el sitio unos días después. En una extensión a la redonda  veíanse unas como lajas de lava dispersas semejantes a láminas de hierro recién fundido. Esta deyección irregular fue de unas horas solamente, y le siguió un flujo lávico que corrió faldas abajo hacia al oeste, en forma de un alto camellón que arrollaba árboles y todo lo que se oponía a su avance. Mientras fluía la material –lo cual ocurrió por el resto del día—  la tierra estuvo quieta, con la excepción de un ligerísimo temblor no advertido más allá de unas pocas millas. El 14 no obstante, cesó de correr la lava para pasar a una etapa completamente distinta.

CÓLERA Y FUEGO

Comenzó entonces una serie de vómitos de tres minutos de duración, seguidos de iguales paisas, a cada uno acompañaban remezones (demasiados leves, sin embargo, para sentirse en León), seguidos de llamaradas de más de cien pies de alto. Cada vómito lanzaba además piedras al rojo vivo que se elevaban varios centenares de pies, y cuya mayor parte volvía a caer en el cráter; el resto caía afuera formando gradualmente un cono entorno suyo. Mediante este proceso de desgaste, las piedras se redondeaban poco a poco, explicándonos así la esfericidad de las piedras volcánicas. Las violentas emisiones continuaron sin interrupción por siete días, y desde León se veían muy bien de noche.

LOS PRIMEROS TESTIGOS

         En la mañana del 22, en compañía del doctor J.W. Livigstone, cónsul de los estados Unidos, salí para el volcán, nadie había osado acercarse a él, pero no tuvimos dificultad en persuadir a varios campistas de la hacienda de Orota, que nos sirvieran de baqueanos. Con tropiezos pudimos llegar a caballo, sobre la lava, hasta una milla y media del lugar; de allí seguimos a pie. A fin de obtener una completa vista del nuevo volcán, subimos a un alto y pelado camellón de escoria, desde lel cual se domina. Desde ese punto tiene la apariencia de un inmenso perol, panza arriba, con un hoyo en el fondo, que es el cráter. De éste chorreaba un torrente de lava hirviente despidiendo trémulas radiaciones.

Si bien  las erupciones habían cesado ese mañana, la humareda seguía saliendo aún, y el fuerte viento del noreste la empujaba en torbellino rasando las copas de los árboles.

LA CERCANÍA DEL  HOMBRE ENFURECE AL VOLCÁN

Parches amarillentos –azufre cristalizado dejado allí por el vapor que se cuela entre las piedras sueltas— colorean el cono. Los árboles del derredor, cual gigantescos esqueletos muestran sus troncos lucios, sin ramas, ni corteza, ni hojas. Tentados por el reposo del volcán, y deseosos de observarlo más de cerca, a pesar de las advertencias de los baquianos, bajamos de donde nos encontrábamos y, siguiendo el viento anduvimos casi a gatas en dirección al cono, cruzando lunares de cardones y piñuelas. Por todos lados vimos láminas a manera de hojuelas de lava arrojadas el primer día de la erupción, Sin ninguna dificultad llegamos hasta su base; el viento llevaba hacia el otro lado el humo y los vapores.

Tiene unos ciento cincuenta o doscientos pies de altura por doscientas yardas de diámetro en la base, y contornos muy regulares. Es todo de piedras más o menos redondas, y de todo tamaño, que pesan desde una a quinientas libras. Al llegar nosotros no se oía ningún otro ruido más que un sordo y profundo retumbo, acompañado de levísima trepidación. Pero ávidos de examinarlo más de cerca todavía, y de comprobar la aserción popular de que cualquier disturbio considerable en las cercanías de los respiraderos produciría indefectiblemente una erupción, nos dispusimos a subir. Ante el temor de que las piedras de la cumbre estuvieran demasiado calientes, me armé de los bordones para apoyarme y evitar así quemarme las manos.

El doctor no quiso llevar ninguno. El ascenso fue en verdad dificultoso; las piedras se escurrían bajo nuestros pies rodando con estruendo cuesta abajo. Habíamos, con todo, llegado casi a la cumbre ya, cuando el doctor, que iba un poco adelante, retrocedió repentinamente lanzando una exclamación de dolor: había puesto las manos sobre una capa de lava candente que al punto se las ampolló.  Paramos un momento, y mientras me examinaba los pies, oí un grito de espanto de mi compañero, que al mismo tiempo daba un salto casi sobre humano. Simultáneamente se oyó un extraño tronido resonante que por poco me ensordece, parecióme ver un vórtice en el aire y sentí como si la lava que pisaba cediera bajo mis pies. Rápido como el pensamiento miré hacia arriba: el cielo estaba negro de piedras y mil centellas chisporroteaban entre ellas. Todo esto ocurrió en un parpadeo, y en ese mismo instante yo también corrí abajo llegando al plan junto con el baqueano, en el momento preciso de librarme de las piedras que caían en estrepitosa lluvia en el propio lugar donde acabábamos de estar. Ni para qué decir qué, a pesar de los espinosos cardones y de la filosa lava, no tardamos en poner buen trecho de por medio entre nosotros y el ígneo objeto de nuestra curiosidad.

La erupción duró cerca de una hora, con pausas de respiro, como para tomar huelgo. El estridor parecía de innumerables altos hornos en plena operación; el cielo hormigueaba de negras piedras que subía y caían. Se calmó tan de pronto como se había alterado y en vano esperamos varias horas para ver si se repetía el fenómeno. Los baqueanos aseguraban que otra intentona de subir o cualquier disturbio producido en su ladera o alrededores provocaría una nueva erupción. No quisimos comprobarlo.

PAZ Y UN BAUTIZO FRUSTRADO

Desde entonces, hasta que salí de Nicaragua, ni su pe que ocurriera ninguna otra erupción fuera de la de aquel día en que cayó la primera lluvia fuerte, que según creo fue el 27 de mayo. Tampoco he sabido de que hasta el presente el joven y  prometedor volcán hubiese dado nuevas señales de actividad. Temo que sus primeros vagidos, de tan fuertes, le hayan vuelto prematuramente viejo. Las deyecciones de este respiradero, consistentes en piedras principalmente, parecen haber sido –y quizá lo fueran— peculiares; pues tanto los propios volcanes, como los picos de los alrededores, parecen haberse formado de tales piedras entremezcladas con grandes cantidades de cenizas y arenas escoriáceas, más las capas de lavas.

Pocos días antes de nuestra intentona una delegación de campistas y otros vecinos de Las Pilas habían estado en León a pedir al Obispo que les fuese a bautizar el incipiente volcán para mantenerlo a raya y hacerle observar las reglas de compostura y moderación debidas. Creo que se les prometió hacer algo, y la ciudad se llenó entonces de rumores  relativos a esta original ceremonia que yo, dicho sea de paso, ardía en deseos de presenciar. Pero la calma en que cayó tan temprano disipó los temores de la gente y nunca se llevó a efecto la ceremonia prometida, defraudando así mis esperanzas, pues yo quería ser el padrino del “Volcán de los Norteamericanos”. Esta es una vieja costumbre, y tal ceremonia, dícese, fue oficiada a raíz de la Conquista en todos los volcanes de Nicaragua, menos el Momotombo, sobre el cual no han caído todavía las aguas lustrales. Nunca se supo más de los frailes que intentaron escalarlo para plantarle la cruz encima.

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* Este artículo fue publicado en el diario La Prensa, 30 de Septiembre de 1962.

Nicaragua: people, scenery, monuments, resources, condition and proposed canal. New York. Harper & Brothers Publishers 1860


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