domingo, 28 de junio de 2020

A LOS DIEZ AÑOS DE SALOMÓN MUERE ALFONSO. Por el Lic. Máximo H. Salinas Zepeda. Novedades, miércoles 5 de Febrero de 1969.


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A LOS DIEZ AÑOS DE SALOMÓN MUERE ALFONSO. Por el Lic. Máximo H. Salinas Zepeda. Novedades, miércoles 5 de Febrero de 1969. Año XXXII. No. 10497. 

Febrero, el benjamín de los meses, tiene especial trascendencia para Nicaragua, en 1916, Febrero se nos llevó a Rubén Darío. En 1959, el 5 de Febrero, se nos fue Salomón de la Selva. Y este Febrero de 1969 se nos está llevando a Alfonso Cortés. Entre los grandes que Nicaragua le ha dado al mundo de las letras, sólo Azarías H. Pallais se escapó de Febrero. Como en las cordilleras cada cumbre tiene su individualidad y forma parte, sin embargo, de las sierras; como en la concatenación  de las ideas cada una tiene su propia importancia y contribuye, sin embargo, a la mayor importancia de la frase; como en la Trinidad Divina, el Padre, el Hijo y el Espíritu tienen, cada cual, su identidad personal y, sin embargo constituyen un solo Dios, así, sin pretenciosas y desautorizadas comparaciones, cada uno de ellos en su dimensión propia, no personalísima menos universal, Rubén, Salomón, Azarías y Alfonso, son, en conjunto la contribución de Nicaragua al patrimonio cultural de la humanidad. Por ellos puede decirse que Nicaragua no es un país al que debe medirse por kilómetros cuadrados, sino por la trascendencia del pensamiento de sus hombres. Sólo en la sólida unidad de nuestro reconocimiento hacia las cuatro manifestaciones de una misma grandeza, hallaremos la madurez de un justo orgullo nacional.

Por Alfonso, desaparecido apenas hace dos días, recordaré una oración que Salomón escribiera para Aquiles Aqueo: “…otros, mejor que yo, puedan cantarte ahora –que antes no te cantaron— otros mejor que yo puedan cantarte aunque no vivas y cuando ya no seas sino historia…”. 

Rubén tendrá su torrente anual de panegíricos: de quienes, en recogimiento, veneran su memoria, y de los entusiastas enamorados de ocasión. 

Azarías no es de Febrero y cuando llegue la fecha de su aniversario, recibirá, estoy seguro, el justo tributo que merece la alcurnia de su genialidad poética.

Pero de Salomón poco y pocos nos hemos acordado y no es justo para él ni para Nicaragua ni para las letras, que no nos acordemos.

Pedro Henríquez Ureña, gloria de las letras dominicanas, escribió de Salomón que: “Si es verdad que su obra es extraordinaria más extraordinaria aún es personalidad”. Hoy, al cumplirse diez años de su muerte no voy a recordar los detalles de la obra de Salomón de la Selva. Voy sólo a compartir con mis lectores algunos retazos de su vida. Tal vez así los comprendamos mejor y nos interesemos más por conocerlo.

Desde luego, yo había oído hablar de Salomón de la Selva, pero no lo conocí personalmente sino hasta en 1957. Yo había llegado a México –donde él tenía ya más de veinte años de residir— en gira de negocios, y aunque ya había estado en Yucatán, aquel era mi primer viaje a la capital mexicana. Era mi primera oportunidad para buscar al legendario personajes que, por sí y ante sí, se mantenía exiliado de una patria –Nicaragua— a la que amaba entrañablemente, y había encontrado en otra –México— el calor humano del reconocimiento, de la fortuna y de la fama.

Alguien, en Nicaragua, me había dado su dirección. Era en las calles de Moya de Contreras, en las aristocráticas Lomas de Chapultepec. Un palacete digno de un príncipe que, después lo supe, le había regalado su hermano don Rogelio. A la puerta de la verja del jardín ladraba furiosamente un perro. Una sirvienta de uniforme me respondió el timbre y, sin hacerme pasar, me informó que quien vivía allí era el Ingeniero Salomón de la Selva. Su padre, el Poeta, se había trasladado a la mucho menos aristocrática Avenida Chapultepec, a media cuadra de la triple esquina con Insurgentes y Oaxaca. El mediano Edificio de Apartamentos no era feo, pero estaba muy lejos de ser principesco. El portero –entre conserje y policía— amablemente y sin ladrar me condujo hasta la puerta del primer apartamiento de la planta baja. No me abrió una sirvienta uniformada ni sin uniforme. Me abrió un hombre de mediana estatura, con más que carne que hueso; el cabello sedoso, color de plata limpia, peinada hacia atrás; las cejas pobladas, espesas, las puntas hacia arriba, y del mismo color;  y, debajo de las cejas, los ojos más azules y penetrantes que me habían visto en mi vida. No le pregunté nada porque no lo dudé ni un momento. “Usted es Salomón de la Selva” –le dije— “Yo soy Máximo Salinas Zepeda”. Por una atracción infinitecimal (sic) de tiempo se hicieron más azules los ojos. Luego me abrió los brazos y pronunció el nombre de mi madre, Mercedes, su prima hermana a quien por los veinte años de su exilio semivoluntario, no había visto. Esa noche la pasamos en vela. No paramos de hablar hasta en la madrugada.

Al día siguiente no quiso oír razones. Me hizo acompañar por su hijo Juan y juntos, trasladamos mis maletas del Hotel Regis al pequeño apartamento de la Avenida Chapultepec.

Así empezaron los primeros seis meses de mi asombroso aprendizaje con Salomón de la Selva. En la pequeña sala, amoblada con un sofá y dos viejos sillones estilo provencial (sic) francés, polvorientos y cubiertos de libros, estudió los cálculos ingenieriles y económicos que él había preparado como anteproyecto de la presa Falcón, que se construyera durante la gestión presidencial del Licenciado Miguel Alemán y le diera a México una inmensa extensión de tierras labrantías. El Poeta había expresado sus sueños en números y con habilidad de estadista, los había convertido en realidad. Allí vi la exposición al Pdte. en que se exaltaba la necesidad de un gran centro que fuera refugio y norte para la juventud estudiosa de habla hispana en América, y vi el movimiento de los hilos financieros que habían hecho posible la construcción de la Ciudad Universitaria de México.

Otros sueños del Poeta, esta vez realizados en cemento, belleza artística y continuado esfuerzo colectivo de la superación intelectual y moral.

Allí, en la pequeña sala del Poeta, junto a él, leí con impaciencia y avidez, su obra monumental “Ilustre Familia”, esa maravillosa amalgama de erudición y soltura literaria que fuera exaltada por Jawaharial Nehrú, entonces Primer Ministro de la India y heredero de Ghandi, como la más importante obra política de nuestro siglo. El Poeta en su función más elevada: consejero y gobernantes para bien de los pueblos. 

Allí lo vi recoger los delicados aromas de maravillosos poemas líricos, inéditos, para mandarlos luego, con la mayor modestia, bajo un pseudónimo  gracioso y significativo y con el título de “Versos y Versiones Nobles y Sentimentales, al concurso literario que, en esos días, patrocinaba el gobierno de Venezuela en conmemoración de la muerte de Andrés Eloy Blanco.

El original se perdió con el caso subsiguiente al derrocamiento de Pérez Jiménez y, con él, se han perdido, hasta le fecha, algunos de los sueños más íntimos y delicados del Poeta.

Y allí me contó el último de sus sueños; el que había de convertirse en su gran sinfonía inconclusa: el libro y el monumento. Una obra histórica basada en documentación que había encontrado en el Archivo Secreto del Vaticano, la moderna democracia. Un emperador absolutista que detiene proyectos papales. Un humilde sacerdote, evangelizador de Nicaragua, que es la inspiración del Papa. Y la reivindicación del honor de una bella mujer, hermana del Pontífice. 

Paulo III y la Bula “Veritas ipsa”; Carlos V y de Alemania y I de España; Fray Bernardino de Minaya y Giulia Farnese. Era necesario que Salomón volviera a Europa y escribiera la obra.

Fue así que llevé a su casa a mi buen amigo el entonces Capitán José Agurto, Agregado Militar a la Embajada de Nicaragua (ahora Coronel) y entre ambos, lo convencimos para que hiciera una vista a Nicaragua.

De esa visita nació, por pedimento del Presidente Luis A. Somoza Debayle, su nombramiento de Embajador sin Sede en Europa, el cual le permitió completar las investigaciones necesarias para la gran obra que había ya comenzado bajo el título de “Cartas al Presidente de Nicaragua” cuando lo sorprendió la muerte en el Hotel Montana Tulleries en París, hoy hace diez años, mientras íbamos rumbo a Madrid para recordar a Darío en su aniversario.

Más de un volumen necesitaría para relatar en detalle el año y medio que compartí con Salomón en Europa. La intimidad de anécdotas vividas, en Italia, en Francia, en Alemania, y la intimidad de anécdotas que él me contara. Pero éste, naturalmente tiene que ser un brevísimo perfil con el que sólo me propongo que, cuando llegue el próximo Febrero, no nos volvamos a olvidar de Salomón de la Selva y hagamos de los tres febreristas: Rubén, Salomón y Alfonso, la unidad nacional que, con Azarías, proyecte la dimensión de Nicaragua al mundo, no como cumbre aislada, sino como sierra; no como idea suelta, sino como una frase que, en el transcurso de los siglos, lleve a cuatro voces el mensaje trascendente de una Nicaraguanidad Universal.

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