sábado, 28 de agosto de 2021

DISCURSO EN EL ENTIERRO DE JOSÉ DE LA CRUZ MENA. Por: Antonio Medrano. Revista "El Alba". León, Nicaragua, 10 de Octubre de 1907.

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DISCURSO EN EL ENTIERRO DE JOSÉ DE LA CRUZ MENA*

Pronunciado por Antonio Medrano en representación de la Academia de Bellas Artes.

Don Antonio Medrano, cuando cifraba 30 años de edad

(1881-1928), político y poeta, falleció el 27 de agosto de 1928, al tiempo de ser proclamado candidato para la Vicepresidencia de la República, en la fórmula del general José María Moncada Tapia, fue sustituido por el doctor Enoc Aguado Farfán, quien perdió en forma fraudulenta la Presidencia de la República en 1947.

Señores:

         ¡JOSÉ DE LA CRUZ MENA ha muerto!

         El último canto del cisne moribundo háse extinguido,  y las brumas de la noche descendieron ya sobre la quietud mística del hondo lago azul de las tristezas cuyas espumas gemidoras coronáronse con las gotas amargas del dolor.

         Por eso plañen los oboes y sollozan las flautas y el alma vibrante del violín esquelético desgarra los aires con la flébil y dolorosa armonía de sus lamentaciones. Y es, señores, que esos instrumentos sienten como si el eterno mutismo fuera a invadirlos al faltarles para siempre la inspiración del más grande de los compositores nacionales. Es que esos instrumentos saben y aman el melódico idioma de ese príncipe que se ha marchado en el carro armonioso y entre un enjambre de pájaros canoros a escuchar la inmensa orquestación del infinito, a emborracharse con la armonía perdurable de los mundos.


         Aun se estremece el aire por las palabras últimas de las solemnes lamentaciones que ha repetido el coro de los instrumentos, de esos instrumentos que saben que el solo consuelo en la orfandad que los entristece, será rumiar el pasto lírico del fecundo huerto que cultivó genero ese Isidro del Arte, con el entusiasmo de una exuberante primavera entre las brumas gélidas de un invierno desesperador. ¿Lo habéis oído? Desde el manso susurro de la fuente que lame las riberas con la monotonía del sollozo, deslizándose a través de los huecos de la caña pánica, hasta el lamento desgarrador de la selva, cuando el viento iracundo apresta sus hachas y va mutilándola por abatir la soberbia de los mejores árboles, saliendo del caracol sonoro que hacen estallar los tritones, entre el  clamor de las olas y la blasfemia de los huracanes; desde el piar del pájaro que entumece la lluvia, pasando entre los agüeros del pícolo, hasta el rugido de la fiera herida, brotando del aliento de los trombones, toda la pauta del dolor: queja  y suspiro, deprecación y gemido, imprecación y grito!

         Con los pies en el estercolero de su propia miseria y con la frente nimbada con los resplandores de su propia grandeza, cruzó José de la Cruz Mena el proscenio de la vida, soberbio actor que encarnaba los dolores y las luchas de Job, el trágico de la Biblia, desgraciado como él y como él raído por la lepra, poeta aquel del dicterio sublime y de la execración magnífica, intérprete éste de los infinitos rumores que como enjambre musical revuelan entre la adamantina malla pentagrámica.

         En su derruida torre vivió ese espíritu cristalino embriagándose con la alegría triste del recuero. ¡Por eso hay siempre sobre la pompa de sus concepciones como el hálito de una suprema melancolía que pasara atenuando la jovialidad de los aires ingenuamente ricos de vida y de sol! Pero sobre todas sus composiciones, señores, la que mejor expresa, la que cristaliza por mejor decirlo, el estado psíquico de ese poeta del sonido, es el vals Ruinas. En él hánse como estereotipado, a fuerza de idealización, los sentimientos que embargan el ánimo ante la imponencia majestuosa de las ruinas. Óyese el siseo del reptil entre las grietas, el vuelo a la sordina del murciélago y el estridor espeluznante del canto del búho, y a la mágica evocación de la Armonía, entre el coro desgarrador y melancólico, la óptica mental muestra al espíritu el rayo macilento de la luna que se quiebra en la columna rota, en el friso yacente entre los escombros, en el bajo-relieve mutilado por la mano impasible de los tiempos y que dora con sus reflejos de oro envejecido el híspido cardo y la punzante ortiga de las grietas.

         Duéleme, señores, la premura del tiempo y la sorpresa con que este dolorosamente esperado acontecimiento háme turbado, que si no, algo diría la modestia de mi expresión que pudiera aspirar a llamarse elogio del artista ido a las lejanías donde fulge sin nubes el sol de la inmortalidad. Estas frases, que llevan como un sello el desaliño de la improvisación, no son otra cosa que el cumplimiento de un deber reglamentario, ya que la Academia de Bellas Artes que escribió en sus registros el nombre de José de la Cruz Mena, como socio honorario, háme discernido el honor de interpretar su pesadumbre.

                                                               Dije.


*Publicado en “El Alba”, edición dedicada a José de la Cruz Mena. Publicación Mensual, León, Nicaragua, 10 de Octubre de 1907. Segunda Época. Director: Antonio Medrano. Redactores: Manuel Tijerino y Belisario Salinas. Tipografía J. C. Gurdián & Cía.

 

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