miércoles, 25 de agosto de 2021

JOSÉ DE LA CRUZ MENA . Por: Dr. Manuel Maldonado. León, 15 de Octubre de 1920

 


JOSÉ DE LA CRUZ MENA*


Por Manuel Maldonado




         Señores:

         La esclavitud la siente el hombre en todo tiempo y en toda forma. Desde que nacemos venimos dentro de nuestra cárcel que es la materia. A sus necesidades y miserias, a sus dolores y flaquezas vivimos atados mientras llevamos el cuerpo, el cuerpo que nos abruma, el cuerpo que nos hace infelices y cobardes, que nos hace llorar, porque él es al espíritu lo que el manto cáustico de Deyanira pegado a las carnes desnudas de Hércules.

         Crecemos, y nos encontramos con la familia que tal vez nos ama. Esta es una cadena de seda, así como el hogar es un poste de pórfido; pero, para los que han nacido para servir a los demás, para los que traen al mundo una misión apostólica y llevan en sus pies las sandalias del peregrino, para esos, la cadena resulta pesada y el poste se torna de hierro e insoportable.

         Viene la Sociedad y esta Mesalina nos seduce y nos corrompe. En sus brazos deshojamos nuestras blancas flores, nuestras inocencias primitivas, las alburas morales. En sus deslumbrantes salones en sus pintorescos jardines, a la vista de sus frescos y de sus lagunas donde juegan los sátiros revueltos con las ninfas, donde Leda es violada por el Cisne Olímpico, allí perdemos el pudor y nos convertimos en esclavos del Vicio.

         Viene la edad proyecta y con ella vienen también los ensueños de la gloria mundana, las insensatas ambiciones políticas, la avaricia con su insaciable sed de oro, parecida al tonel de las Danaides, y entonces somos esclavos del aplauso popular que nos embriaga; del patrón que nos compra y nos envilece; del oro que nos becerriza; y cada triunfo lisonjero, cada gratitud que nos obliga, cada hurto feliz, es un eslabón que agregamos a la cadena que vamos arrastrando por la tierra. (Ya en otra ocasión he dicho cosas parecidas, pero no me parece importuno ampliarlas y repetirlas).

         Un día llegamos a ser ricos, ya sea por un antojo de loca fortuna, ya sea porque heredamos un patrimonio deshonesto, porque nos vendemos, porque nos cotizamos en los mercados de la infamia, porque robamos fraudulentamente llenando nuestras arcas a expensas de las hambres ajenas y de los mendrugos de los pobres, ¿y qué ganamos con esa riqueza, si en cambio somos pordioseros del honor que nos falta?

Otro día llegamos a ser potentados y nos llaman altas personalidades, pero en cambio somo menesterosos de la piedad cristiana que nos abandona.

         Otro día se escucha en nuestro derredor un suave abejeo: en la muchedumbre que nos aclama, llamándonos herederos de una corona imperial, caudillos libertadores de un pueblo, yen cambio se oyen en el interior de nuestra conciencia golpes de protesta, aullidos de remordimiento y gritos de desesperación, porque para sostener nuestros privilegios sacrificamos a las masas indefensas, mutilamos  el derecho ageno (sic), escarnecemos la justicia o violamos la libertad.

         Siendo así, yo no quiero ser galeoto; yo no quiero cadenas; no quiero la gloria: no quiero el oro; no quiero la sociedad; no quiero la carne. Quiero la libertad, pero la libertad absoluta. Prefiero ser como Diógenes y decir “¡quítate de allí Alejandro que me haces sombra!” porque en verdad, los triunfos de carnaval, los honores funambulescos del poder, las tentaciones de la materia vil, son demasiados tiranos y crueles; y sus halagos, sus sonrisas y sus mieles, son carlancas doradas, venenos sabrosos y embriagantes y pérfidos cantos de sirena.

         Siendo así, quiero decir a la sensualidad; tu filtro es muy dulce, y hace soñar como el hatchis (sic) indio, ¡ah! pero él me llenará el alma de hastío y el cuerpo de úlceras y de gusanos. Entonces, renuncio a tu copa de ágata rosada y prefiero el cáliz mundificador de la amargura, el cáliz de Getsemaní.

         Quiero también decir al oro: Tú eres demasiado fascinante y tentador; tú pudiste haber hecho a los hombres útiles, generosos y dignos; pero por el contrario, los has hecho estériles, egoístas, voraces, cínicos y hasta ladrones. Con tú sangre roja se nutren las almas débiles y bajas, las alas de todos los mercenarios que infectan toda la superficie del planeta. Con tu ojo fatal de basilisco matas los sueños de la casta virgen y la hundes en la degradación; tú eres el príncipe, tú, el segundo después de tu padre Satanás, que es el emperador de las tinieblas…

         Todo esto piensan y dicen los que tienen el preciso concepto de la vida; todo esto debe de haber pensado más de una vez el pobre artista ciego, quien vivía suspirando por la libertad de su espíritu. Su cuerpo, en aquel estado de podredumbre y de miseria ya no era celda opresora, era más bien una verja de cristal, al través de la cual, contemplaba en sus éxtasis armoniosos y en sus nostalgias celestes el vago azul de la bóveda infinita, el indeciso resplandor de las estrellas y la beatitud inefable de los ángeles.

         Señores:

         Estamos glorificando al más triste quizá de los mortales, al que fue leproso como Job, hambriento como Homero, ciego como Milton.

         Me figuro a José de la Cruz Mena como un árbol fatídico y trágico a donde llegaron a picotearlo pá hacer sus nidos sombríos todos los cuervos el infortunio y del dolor. Sin embargo, el dolo es a veces, el agujero por donde penetra el alma humana, como un rayo de sol, la mirada piadosa del Buen Dios.

         En efecto, Dios, vio más a Job que a Sardanápalo. Diríase que el ojo divino es como ciertos intensos rayos X que transparentan y profundizan, pero deteriorando la materia obscura por donde pasan. Por eso fue e cuerpo de Job una sola llaga, por donde un día el fulgor celeste lo envolvió cual si hubiese sido una fundente sábana de luz.

         Para extraer el alma de las flores, para concentrar su perfume en un alcoholaturo incorruptible, hay que pasar primero por la dolorosa maceración; hay que mezclar la rosa mártir o el lirio fragante con una substancia astringente o corrosiva. Luego surge de la pasta informe, de los pétalos disueltos, el aroma sutil, el último aliento escapado en medio de una agonía silenciosa y resignada.

         Lo mismo pasa con el hombre. Para conocerlo profundamente, para extraer el oro de sus pensamientos, de sus íntimas ternuras o de sus melodías  secretas, hay que martirizarlo; hay que cavar hondo, muy hondo, hay que quebrantar brozas muy duras, hay que macerar carnes y huesos, y enseguida se verá, que la queja tiene la devoción de una plegaria; que el grito resuena como un cántico, que la úlcera brilla como una condecoración celestial, que las lágrimas se tornan fecundas como el rocío de la mañana, y es porque después de una noche de desolación, despunta casi siempre la aurora de la esperanza.

         ¡Pasó ya la hora de las sombras, y vienen ya las claridades redentoras! José de la Cruz Mena, vencido ayer por el hambre, por el dolor y por la lepra, hoy vence él a su vez, a la lepra, a la muerte y al olvido; y digo que vence a la muerte y al olvido puesto que él vive y vivirá familiarmente entre nosotros.

         Tal es así, que su nombre lo pronuncian todos los días las teclas de los pianos cuando la dama gentil arranca de sus fibras ocultas los sentidos Amores de Abraham: su nombre lo musitan las hojas de los árboles en los parques, cuando en las argentadas noches de luna, las orquestas derraman sobre las multitudes las dolientes notas de su valse Ruinas; su nombre lo repercuten las naves de los templos cuando los pulmones del órgano sonoro preludian o entonan su Requien soberano.

         José de la Cruz Mena, libre ya de los anillos constrictores de la lepra, está en vísperas de marmolizarse; quiero decir, que las carnes putrefactas de antes van a ser sustituidas por otras blancas, puras y perdurables, y el inmundo estercolero se ha transformado en montaña sagrada cubierta de palmas rumorosas, de abetos odorantes y de lauros eternos. En la cima de la montaña está la radiosa joven Hebe, que es la compañera de todos los mártires geniales, y en esa noche solemne, la ninfa divina me manda ofrecerle al lírico ciego, como la promesa de una boda ideal, su excelso regazo que equivale a la consagración de la inmortalidad.

         En la lucha de la vida, señores, hay muchas maneras para vencer. Al buey que es el tipo de la ignorancia paciente, se le domina con el yugo. Al potro que es el tipo de la rebeldía brutal, se le somete con el látigo. A las inteligencias mediocres, se les fascina con las lentejuelas del éxito: a las inteligencias vivaces, se las hipnotiza con el brillo sideral de la idea. A las almas viles y corrompidas se las compra con el oro; a las almas egregias y delicadas se las cautiva con la Lira del divino Orfeo, con la flauta del Dios Pan o con el Arpa del Rey David.

         El triunfo definitivo, será, pues, de la Harmonía, porque Harmonía quiere decir, perfección y Belleza. La perfección se aplica al espíritu, o lo que es lo mismo a la esencia de las cosas: la belleza se aplica a la forma, o lo que es lo mismo, al vaso que encierra la esencia.

         La Harmonía, como Dios, está en todo. Está en los pétalos uniformes de un lirio: está en el óvalo de un rostro circasiano: está en las curvas gloriosas de un busto femenino; está en la euritmia de un templo gótico; en el eco de un beso de amor; en el timbre de una voz argentina; en el canto triste de una sirena; en el ruido triunfal de un golpe de alas; en el noble ritmo del corazón humano; en la soberana cadencia del metro; en la sonora campana del idioma; en el trino inimitable de los ruiseñores; en el blando susurrar de las frondas; en el doliente murmurio de los ríos; en el estruendoso caer de las cataratas; en el vibrante diapasón de los océanos, y en la pasmosa tonalidad de los crepúsculos; en fin, cada acento leve o grave, cada forma extraña o nueva, es una nota que sube y que baja en la escala del pentagrama universal, y tan armoniosa resulta la estalactita con sus facetas brillantes hechas de lágrimas cristalizada, —concreción quizá, del dolor de un peñasco que llora su  mudez—, como es armónica la bóveda celeste, con sus millones de mundos formados de espíritus luminosos y perfectos, girando en maravilloso concierto al compás de una batuta que probablemente dirige la mano Diestra del Gran Dios.

 

                            MANUEL MALDONADO


·        Discurso pronunciado por su autor, el doctor Manuel Maldonado, en el Teatro Municipal de esta ciudad, en velada que celebróse en 1915 con la magna objetiva de organizar fondos para la erección del mármol que glorificará la muerte del artista, del pobre artista infortunado, que igual al cisne en duelos que fue el alma de Chopín, desmayaba sus trinos enfermos, saturados de asfódelos mortuorios, que surgían desde el fondo de su alma, como del fondo del sepulcro. Al publicar dicho discurso, es como un justo homenaje de recordación que hacemos, ya que se cubre de olvido su memoria, al cumplir el XIII aniversario de su muerte.

* Publicado en la Revista Arte y Vida. Año I. No. 3. Revista Quincenal de Literatura y Variedades. Director: Antenor Sandino. Administrador: Pedro Rafael Alvarado. León, 15 de octubre de 1920. Editada en los talleres tipográficos de La Prensa.

 

 

 

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