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MARZO Y ABRIL DE 1.522
Dos navíos partieron por mar a descubrir y dejamos otros dos en el Golfo de San Vicente para que en ese punto nos volviéramos a reunir los descubridores de por mar y de por tierra y yo partí por tierra haciendo a muchos caciques amigos y vasallos de Vuestra Majestad y tornándose todos cristianos de muy buena voluntad. Así llegué primero a un Cacique que se llama Nicoya el cual me obsequió como presente oro por valor de trece mil castellanos y se tornaron cristianos con él y sus mujeres y sus principales seis mil y tantas personas. Quedaron tan cristianos en diez días que, como ya no iba a hablar con sus ídolos que me los llevase, y me dio seis estatuas de oro de un palmo de altura y me rogó que le dejase algún cristiano que le enseñase las cosas de Dios, lo cual no me atreví a hacerlo por no arriesgarme y porque llevaba muy poca gente.
EL GRAN CACIQUE NICARAGUA
Después de caminar cincuenta leguas tuve noticias de un gran Cacique que se llamaba Nicaragua y muchos indios que llevaba conmigo me aconsejaban que no fuese allá porque era muy poderoso. Incluso muchos de mis compañeros me aconsejaban lo mismo, pero la verdad es que yo iba determinado a no retroceder hasta que alguien me impidiera avanzar por la fuerza de sus armas. Y así, cuando estuve como a una jornada antes de su pueblo le envié intérpretes y seis indios principales que llevaba conmigo con el encargo de decirle lo que a otros cacique he dicho siempre: que yo soy un capitán que el gran Rey de los cristianos envía por esta tierras para decir a todos los caciques y señores de ellas que sepan todos que en el cielo, más arriba del sol, hay un Señor que hizo todas las cosas y a los hombres, y que a todos los que esto creen y lo tiene por Señor y son cristianos, cuando mueren, van arriba don El está y los que no son cristianos van a un fuego que está debajo de la tierra y que esto se lo había dicho a todos los otros caciques y señores que tienen sus pueblos atrás, hacia donde el sol nace, y que todos lo han creído así lo tiene por Señor y se han hecho cristianos y vasallos del gran Rey de Castilla; que se esté en su pueblo él (el Cacique) y sus indios y que no tenga miedo que yo llego para decirle cosas muy grandes de ese mismo Dios y que él tendrá gran placer cuando las sepa y que sí no quisiera oírme ni ser vasallo del gran Rey de los cristianos, que se salga al gran campo de guerra y yo me las veré con él al otro día.
EXPLOSIÓN DE LA PÓLVORA
En ese mismo día por la tarde unos espingarderos, cuando estaban probando la pólvora les estalló y prendieron fuego a su posada y a la mía y se quemaron ellos mismos, eran tres, y no fue poca la turbación entre los compañeros por ser la víspera de nuestro encuentro con el Cacique, pero los calmé y dejé a los quemados para se curasen y a otro de mis hombres con ellos.
EL HISTÓRICO ENCUENTRO
Al siguiente día cuando llegué a una legua del pueblo (del cacique Nicaragua) hallé a cuatro principales y a los que yo había enviado, los cuales me dijeron que el Cacique me esperaba en su pueblo de paz. Y cuando llegué me dio posada él mismo en las casas que quedaban alrededor de la plaza y luego me obsequió oro (por valor de quince mil castellanos) y yo le di ropa de seda y una gorra de grama y una camisa propia mía y muchas otras cosas de Castilla.
GIL GONZÁLEZ Y LA LIBERTAD RELIGIOSA
En los dos o tres días que con él estuve se le habló de las coas de Dios y el cacique me dijo que quería hacerse cristiano él y todos sus indios con sus mujeres. Así se bautizaron en un día nueve mil diez y siete almas grandes y chicas y con tanta voluntad y poniendo tanta atención en todo que no miento a Vuestra Majestad si le digo que vi llorar de emoción a algunos compañeros. Dios también es testigo que antes de que todos se hicieran cristianos, primero a ellos y luego a ellas aparte, les dije que este Dios que hizo todas las cosas no quiere que nadie se torne cristiano contra su voluntad. Pero a pesar de decirles esto, contestaron que querían ser cristianos y cristianas.
LAS PRIMERAS CRUCES
Aquí (en el pueblo del Cacique Nicaragua) estuve ocho días y puse dos cruces, como acostumbraba hacerlo en los otros pueblos: una muy grande en unos montículos grande con gradas que hay en la plaza –y no hay duda, que parece que4 estos “montones grandes de gradas” están pidiendo las cruces—; y dejé otra cruz en su “mezquita” o iglesia, que el mismo Cacique la llevó en sus manos y la colocó en un altar, fijada por el pie y le hicieron un muy devoto monumento de mantas pintadas.
ENTRE NANDAIME, DIRÍA Y MASATEPE
Pasados los ocho días partí a una provincia que está seis leguas adelante, donde hallé seis pueblos a legua y media do dos leguas uno de otro, cada uno de dos mil habitantes. Después de haberles enviado a decir el mismo mensaje que dije al cacique Nicaragua me recibieron y aposentaron en uno de esos pueblos y vinieron todos los señores o caciques de ellos a verme y me hicieron presente de oro, esclavos y comida como es su costumbre, y como ya sabían que Nicaragua y sus indios se habían tornado cristianos casi sin pedírselo me dijeron que querían ser cristianos y cada día venía un cacique de cada pueblo, con su gente, a bautizar, y ya bautizados venían cada día a pedirme que fuese el clérigo a sus pueblos a hablarles de Dios, y así se hacía y madrugaban los de un pueblo y los de otro para ser los primeros en llevarse al clérigo.
ENCUENTRO CON DIRIANGÉN
Estábamos haciendo esta buena obra cuando supieron de mí otros caciques grandes que vivían más adelante. Seguramente fueron informados de lo que los otros caciques hacían conmigo. Y uno de ellos, que se llama Diriangén vino donde mí de la siguiente manera:
Trajo consigo hasta quinientos hombres, cada uno con una pava o dos en las manos y tras ellos diez pendones y luego, detrás, diez o siete mujeres casi cubiertas todas de unas patenas de oro y cargando doscientas y tantas hachas de oro bajo (y todas pesaban diez y ocho mil castellanos) y detrás de las mujeres –cerca del Cacique y de sus principales— venían cinco trompetas. Al llegar cerca de la puerta de mi posada tocaron un rato y al terminar, entraron a verme con las mujeres y el oro. Yo les mandé a preguntar que a qué venían y dijeron que a ver quiénes éramos; que les habían dicho que éramos una gente con barbas y que andábamos encima de unas alimañas y que para vernos y para saber qué queríamos llegaban.
EL ATAQUE DE DIRIANGÉN
Yo mandé al intérprete que les dijese todo lo que había dicho al Cacique Nicaragua y ellos contestaron que todos querían ser cristianos. Entonces les pregunté que cuándo querían bautizarse y contestaron que ellos vendrían dentro de tres días. Pero, como al diablo no le place la salvación de los hombres, les hizo mudar de propósito, aunque también creo que la causa fue el vernos tan pocos, porque al tercer día, --que era sábado diez y siete de abril—habiendo ido el clérigo con el mejor caballo que teníamos y acompañado de dos de mis más valientes hombres, a predicar a unos pueblos vecinos y estando todos algo descuidados en asunto de guerra, a mediodía cy con el mayor calor del mundo, caen sobre nosotros tres o cuatro mil indios de guerra, armados a su manera con jubones y o blusas muy gruesas de algodón y armaduras de cabeza y escudos o rodelas y espadas (de pedernal) y otros con arcos y flechas y con varas. Quiso Dios por misericordia que a la distancia de un tiro de ballesta, antes de que llegaran, un indio del pueblo donde estábamos los vieron venir y me avisó y yo lo más presto que pude, cabalgué en uno de los tres caballos que teníamos y recogí a todos mis compañeros en la plaza, delante de mi posada, poniendo una tercera parte de mi gente a las espaldas y alrededor de ella, porque como eran muchos, temí que nos cercasen la casa y le dieran fuego.
Los indios llegaron de golpe a la plaza, y arremetieron contra nosotros y nosotros a ellos, y como a manera de torneo, se dieron los nuestros y ellos tantos golpes, que estuvo la cosa un rato en dudas sin que nadie supiera de quién era la victoria, y después de habernos derribado seis o siete hombre al suelo, heridos, y de llevarnos un hombre en peso, vivo, sin quererlo matar según parecía, hice una nueva arremetida con los caballos y andando entre ellos se pusieron en huida, entonces los seguimos y les dimos alcance, acuchillando los de a pie a cuantos podían y los de a caballo alanceando a los que topábamos, echándolos fuera del pueblo. Y ya en el campo, como yo tenía el mejor de los rocines, aunque tan mal aderezado en casos de la gineta que certifico a Vuestra Majestad que traía las espuelas de palo y que otros de los de a caballo, no traían ninguna, los perseguí y adelantándome a los otros les di alcance a os que huían y después de haberme cansado de alancear a los que a una parte y otras encontraba, me acordé que era un gran error dejar mi gente tan lejos y me regresé, paro al dar vuelta fueron tanta las varas y las piedras y garrotes que los indios me tiraron, que ese rato lo tuve por peor que cuando nos atacaron en la plaza y así, cuando me topé con los delanteros de mi compañía, que ya venían fuera del pueblo, no consentí que nadie pasase adelante porque me pareció que si nos veían a todos en el campo se darían cuenta que éramos tan pocos y osarían volver sobre nosotros y que no bastaríamos para hacerle frente. Y además me acordé que quedaban la posada sola con el oro y la ropa y que los del pueblo podía ser que no nos fueren leales y que viéndonos fuera, nos robasen. Por todo esto, lo más presto que pude traje mi gentecilla, aunque por su valor y ánimo era más que gente y la puse otra vez en orden delante de mi posada para que, si volvían nos encontraran alentados y listos. Pero ellos no volvieron. Creo que la causa fue porque tienen la costumbre, cuando pelean, de no dejar ningún herido ni muerto en el campo y estuvieron ocupados en recogerlos.
EL REGRESO DEL CLÉRIGO
Estando así formados a la espera, y como el clérigo y sus compañeros no regresaban del pueblo adonde habían ido, y como el pueblo quedaba hacia el lugar por donde los indios (enemigos) habían venido, creímos que los habían matado en el camino, y para quedar claros les envié una carta con unos indios de los del pueblo donde yo estaba, contándoles lo que nos había pasado. Recibida la carta se regresaron rápido y todos los compañeros los recibimos con gran alegría porque el clérigo, además, era su padre de confesión.
DECIDE REGRESAR
Reunidos todos –como la gente no venía con su voluntad y hasta murmuraban de mí— dijeron que no deberíamos dar un paso más adelante, porque era exponer lo ganado. Al ver a mi gente en esa opinión, y hablé aparte con los oficiales y principales, y también opinaron que era locura pasar adelante y que ni Dios ni Su Majestad sacarían provecho de ello. Yo quería ir y caerles de noche a quienes nos atacaron, pero vista la flaqueza de mi gente, los heridos y el oro que exponíamos, y que no teníamos seguridad con los del pueblo, decidí regresarme pensando volver con más gente y caballos y pacificar a aquella gente.
EL ATAQUE DE LOS NICARAGUAS
Como el gran cacique Nicaragua, por donde había pasado, supo que yo venía de vuelta después de haber peleado con Diriangén y como supiese que llevábamos cantidad de oro, pensó atacarnos, maternos, y quitarnos el oro: (todo esto lo averiguamos bien después, pero los sospechamos desde antes por muchos indicios), entonces yo puse a mi poquita gente, que sólo éramos sesenta hombres sanos, en el mejor orden, haciendo un escuadrón metiendo dentro a los heridos y enfermos y a los que llevaban el oro, la comida y hacienda, y en cada esquina cada uno de los cuatro caballos que llevábamos y cuatro espingarderos, y de esta manera pasé por el pueblo (de Nicaragua) a las once del día. Pero cuando ya estábamos fuera, comienzan los del pueblo a venir a decir a los indios que llevaban nuestras cargas que las soltasen o que huyesen con ellas. Por no romper con los de Nicaragua no les decíamos nada, pero como ya nos hacían daño ordené a algunos ballesteros que los tirasen y como hiriesen a algunos, comenzó a salir gente de guerra y con armas del pueblo. Entonces mandé que los cargadores se adelantaran y me quedé yo con los de a caballo y los peones ballesteros y rodeleros y los cuatro espingarderos a la retaguardia. Total, éramos diez y siete hombre y la gente que salía del pueblo era innumerable y mucha parte de ellos con arcos y flechas. Y comienzan a atacarnos con la mayor gritería del mundo, tirando flechas mientras los de a caballos hacíamos incursiones sobre ellos, alaceándolos y otras veces los ballesteros hiriendo a los que se acercaban más, y en este combate tuvimos hasta que se puso el sol cuando íbamos atravesando un llano. Y en todo ese recorrido pasamos muy aventurados trances, especialmente al para los ríos y arroyos, porque hasta los cuatr4o de a caballo, a veces uno a veces dos tenían que ayudar a heridos, y enfermos mientras los otros pasaban a la delantera o alanceaban indios que soltaban o se iban con las cargas, hasta que viendo los de Nicaragua que perdían su gente que ganaban y no les salía el negocio llegado a la noche, nos pidieron paz y viendo que estábamos todos tan cansados, se las otorgué.
PIDEN PAZ LOS ATACANTES
Entonces, dejando las armas, tres principales indios se adelantaron, dejando a su gente atrás y me vinieron a hablar. Como no se salieron con su intención, venían a disculparse diciendo que Nicaragua ni los suyos tenían culpa de aquello, sino la gente de otro cacique que estaba en aquel pueblo, que se llama Coategua y que yo había visto cuando pasé por allí. Les respondí que yo había reconocido a muchos principales de Nicaragua en la batalla y no supieron qué responderme.
LA CARGA ROBADA Y EL REGRESO
Quiso Dios y su bendita Madre, que ningún hombre ni oro perdiéramos, ni nadie quedar herido, excepto un caballo herido de flecha en parte no peligrosa. Esa noche nos recogimos todos en un cerro que estaba en nuestro camino y hasta entonces cada cual de la compañía comenzó a echar de menos cosas que le faltaban de la carga, porque como los indios que la traían eran del mismo Nicaragua –que a la pasada nos lo había prestado— cuando estábamos en batalla tiraban las cargas y se perdió así mucha ropa de los compañeros, de tal modo que quedaron muchos sin vestidos y sin comida, unos porque iban cubriendo la retaguardia, otros por cuidar el oro. Por esta razón, formé de nuevo a la gente, tanto a los heridos y enfermos como a los sanos, para que si volvían a atacarnos o nos salían al camino, pudiéramos defendernos y atacarlos. Y hecho esto, bien se puede creer que sin dormir, partí a media noche con la luna, porque me avisaron que había otro camino por donde podían adelantársenos y salirnos y hacernos daño.
ENCUENTRO CON ANDRÉS NIÑO
Puesto en orden caminamos esa noche y todos los días siguientes con sus noches hasta llegarme al Golfo de San Vicente, de donde había partido, yo por tierra y André Niño por mar, y encontré que hacía diez u ocho días que habían regresado y descubierto trecientas cincuenta leguas del Golfo al poniente, pero que por falla de los navíos y falta de agua no pasaron adelante.
SOBRE EL DESCUBRIMIENTO DEL GRAN LAGO
Y Vuestra Majestad ha de saber que en el citado pueblo del cacique Nicaragua que está, tierra adentro, tres leguas de la costa del Mar del Sur, junto a las casas hay otra mar dulce y digo mar porque crece y mengua y los indios no saben decir si por aquella agua se puede ir a otra salada, sino que todo lo que ellos han andado por esa otra mar es dulce, de un lado a otro. Yo entré a caballo en ella y la probé y tomé posesión en nombre de vuestra Majestad.
Preguntando a los indios si esta mar dulce se junta con la otra salada, dicen que no y cuanto nuestros ojos pudieron ver, todo es agua salvo una isla que está a dos leguas de la costa y que dicen está poblada. No tuve tiempo para saber otra cosa más sino que mandé entrar media legua por el agua en una canoa en que los indios navegan, para ver si el agua corría hacia alguna parte, sospechando que fuese río, pero no hallaron corriente y los pilotos que llevaba conmigo certifican que sale a la mar del Norte y si es así, es una gran noticia porque habría, de una a otra mar, dos o tres leguas de camino y muy llano…”
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Excelente información
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