jueves, 11 de diciembre de 2014

El plato granadino por antonomasia LA CAZA DE LA IGUANA

El plato granadino por antonomasia

LA CAZA DE LA IGUANA

IGUANA. Dibujo del Dr. Eduardo Pérez-Valle
De la novela histórica Bajo la Estrella Solitaria de Herbert Hayens.

Traducción: Servio A. Gómez

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Durante varios días después de nuestra visita a la isla (de Ometepe), estuve excesivamente ocupado atendiendo al Coronel Walker, que necesitaba mi ayuda para contestar su correspondencia. Una tarde sin embargo, en que gozaba de una pocas horas libres, recordé que Pacheco había prometido mostrarme la forma de como los nativos, capturaban una iguana.

La iguana o lagarto de árbol es semejante en su apariencia a un lagarto diminuto. Por regla general es de tres o cuatro pies de largo y deriva su nombre del hábito de vivir sobre los árboles. Lo hace para estar cerca de su alimento que consiste principalmente de flores. Su color es de un tinte gris azulejo y aunque su mordisco es doloroso, no es seguido de ningún efecto deletéreo.

Por este tiempo estaba ya perfectamente acostumbrado, a la carne de la iguana como alimento; pero debo confesar que la había comido, en completa ignorancia de su verdadera naturaleza, de otra manera no me habría atrevido.

Realmente, la carne es agradable tanto para vista como para el paladar. Es hermosamente blanca en su apariencia, excesivamente suave y tiene un delicioso y  delicado sabor. Durante los días de mí permanencia en la América Central, había asistido a muchos banquetes y había probado muchas delicadezas, preparadas por célebres chefs; pero no recuerdo haberme encontrado con nada que pudiera sobrepasar el exquisito sabor de una iguana bien cocinada. Todo esto presupone, estar en ignorancia del hombre, antes de probar por primera vez sus propiedades. El nombre de lagarto de árbol, no es invitación, aún para los apetitos más vigorosos.

Sin embargo, la iguana servida en la mesa es muy diferente que el mismo reptil en sus hogares hojosos, y es en este último sitio en donde deseo ahora presentarlo a mis lectores.

Nuestro grupo era muy pequeño. Consistía, además de don Miguel y yo solamente de nuestro viejo amigo Dennis Brogan y un muchacho indio. Este último, probablemente, porque no era ___ y nunca había oído el nombre de John, (Juan) había sido bautizado por Dennis, con el sobrenombre de “Tío Juan”.

Brogan y él, eran compañeros inseparables; pero como ninguno entendía lo que decía el otro, era para mí una eterna maravilla, como lograban mantenerse juntos siempre. Sin embargo lo hacían de algún modo, Dennis le hablaba en inglés; el indio le contestaba en mal español  y a juzgar por sus alegres risas, el resultado debe haber sido de carácter eminentemente satisfactorio.

Tío Juan, era un muchacho alegremente activo, de piel obscura y miembros musculosos y por causa de la buena disposición, era muy bien acogido por los filibusteros.

Iba provisto ahora de una larga vara, la que estaba atada un pedazo de cuerda, en la que se encontraba dispuesto un lazo corredizo, para enlazar alguno de los reptiles que se descubrieran.

Mientras nos aproximábamos al bosque, comenzábamos a sentir un intenso interés por esta nueva especie de caza. Dennis, como siempre, estaba muy excitado y por algunas de sus expresiones dichas sotto voce, deduje que tenía serias dudas acerca del estado de mi juicio actualmente.

Tras de llegar al bosque, continuamos caminando a veces de dos en dos, a veces en fila, hasta que Tío Juan, con una plácida expresión en su rostro, se detuvo frente a un gran árbol y señaló hacia arriba.

Al principio no lograba mirar nada; pero guiado por Pacheco, cuya vista era más ejercitada que la mía, pude por fin discernir uno de los animales que habíamos venido a buscar. Estaba estirado a lo largo de una de las ramas del árbol.

Su tamaño era mayor que el común. La medida, como después pudimos comprobar, era de cinco pies y diez pulgadas, de la cabeza hasta la punta de la cola. Los ojos del indio brillaron con satisfacción, ante la perspectiva de la captura.

La cara del irlandés (Dennis), por el contrario, mostraba un disgusto extremo. “De seguro Sr. Foster” exclamó con un tono burlesco, “¡que usted bromea, no intentará usted, decirme que hemos venido aquí para capturar esa culebrita sucia!”.

“Si, que intento. Esa culebrita sucia, como tú la llamas, será mañana una comida deliciosa para nosotros, si Tío Juan no la deja escapar de ente sus dedos”. Dennis levantó sus manos con horror. 

¡Comerla! “exclamó” sería como si pensara comerme a mi abuela. –Qué Dios la bendiga— ¡Comerme un pedazo de esa porquería! De hecho, añadió, eso viene de ser oficial. Siempre dije a Phil, que era mejor ser simple soldado. Esto era peor que Monstruo y sus ranas.

Durante la discusión, el reptil permanecía completamente inmóvil, tal vez profundamente dormido, pero ahora el indio que había escogido un lugar favorable, comenzó a subir al árbol, silenciosamente y con gran rapidez.

Tras escalar una corta distancia, se detuvo y empezó a sonar un pito, no desprovisto de alguna melodía.

Dennis asió mi brazo con excitación. “Ssst, dijo calladamente. La bestia cree que es el maestro del baile; está mirando alrededor como quien busca una pareja”. Al sonido del silbato, el reptil,  había en verdad levantado la cabeza y estiraba el cuello de la manera más cómica; parecía que ponía gran interés en la música.

Con la mayor preocupación Tío Juan, a quien evidentemente agradaba el juego, levantó la vara y procedió a hacer cosquillas al animal en los flancos y en el cuello. Continuó esta operación por algún tiempo, para delicia del escamoso, que más y más levantaba la cabeza y extendía el cuello, hasta que llegó el momento fatal. Como muchos otros animales semejantes, tenía que pagar caro, el momento de alegría. Con gran precisión y  destreza, adquiridas tras larga práctica, Tío Juan levantó el lazo y  lo deslizó sobre la cabeza de la presa. Una sacudida súbita del antebrazo, apretó el nudo y completó la captura.

Momento después estaba Tío Juan frente a nosotros señalando con aire de triunfo, la indefensa iguana.

Vista de cerca, ciertamente que no presentaba una vista agradable y pude comprender porque Dennis no la estimaba como una delicadeza.

Era como he dicho, casi de 6 pies de largo; con una cabeza muy ancha para ser proporcionada y cubierta de escamas. Una fila de estas, puntiagudas, corría a lo largo de su lomo, hasta la propia punta de la cola. Los dedos con uñas mu aguadas, con las que contaba, para la maravillosa posibilidad de subir a los árboles. En la parte inferior de la cabeza y  del cuello había una especie de bolsa o papada, que ahora estaba monstruosamente inflada, tal vez de rabia o miedo.

Por el día estaba muy avanzado, por lo que se dio orden a Tío  Juan de llevar el reptil a casa de don Miguel, mientras nosotros volvíamos nuestros pasos hacia la ciudad.

“Bien”, exclamó Denis pensativo. He cazado muchas cosas, una y otra vez; desde un oso gris, hasta un perrito rojo con una cola muy peluda; pero esto lo domina todo. ¡Y  comerlo tan bien! ¡eif! Le diré a Philip”.

Don Miguel rió. “Te buscaremos unos huevos, Dennis; después de comerlos, tal vez te decides a probar un pedazo de iguana”.

¡“Huevos! exclamó Dennis” ¿Esa criatura pone huevos?

“Sí, y muy sabrosos te aseguro. Son casi del tamaño de un huevo de paloma y los pone en la arena, en donde el sol lo incuba”.

Dennis movió la cabeza; sus prejuicios eran demasiado fuertes para ser dominados y era claro que, consideraba la idea de comerse la culebrita sucia, con verdadera aversión.

Sin embargo, debo mencionar, este sentido, que no era del todo el único. Algunos de mis hermanos oficiales aun cuando acuciados por el hambre, enfáticamente, declinaron calmar su necesidad, con la carne de iguana y otros que la probaron, enfermaron invariablemente.

A esta última circunstancia, don Miguel a quien narré lo anterior, me informó que no era raro, que sucediera lo mismo entre los nativos. De sus observaciones parecía desprenderse, como si en realidad, en ciertas circunstancias, propias del reptil, actuaba con efecto deletéreo.

Este accidente de la caza de la iguana, aunque trivial en sí, quedó fuertemente implantada en mi memoria y aconteció ser la última fiesta para los muchos días difíciles posteriores. El tiempo se aproximaba rápidamente en que, como don Miguel había predicho, el volcán debería despertar de su letargia y vomitar mucho fuego sobre la tierra sonriente.

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NOTA DEL TRADUCTOR

El comer carne de iguana, no ha llegado todavía a ser un hábito para todos los nicaragüenses. La comen por regla general en el oriente de la República; pero muy poco en los departamentos occidentales.

Como se sabe, la cacamuca, es alimento muy  codiciado entre los indios sumos y misquitos. Thomas Belt, en su libro “El Naturalista en Nicaragua”, dice que los indios carcas, viajaban todos los años, hacia orillas del Lago de Nicaragua, para proporcionarse iguanas, para su alimentación.

El que visite los mercados orientales durante los días de cuarezma (sic) podrá admirar los centenares de iguanas, listas para el expendio, con las patas amarradas con los tendones de sus dedos.

 —Por los ñervos, como dicen los indígenas— con las fauces cosidas con cuerdas y de cabuya, y podrá comprobar que es cierto lo que dice el verso popular:
“Que feas son las iguanas, amarradas del hocico”.

En los libros de Ciencias Naturales de los años diez, de Lauglebert, los estudiantes pudimos leer, lo que afirmaban acerca de ella: “cuya carne, dice, es comestible”.

Autores posteriores lo han sabido mejor. Ángel Cabrera, por ejemplo, expone en su “Zoología Pintoresca”: “Su carne es blanca, tierna y bastante sabrosa, asemejándose, según quienes la han probado, a la pechuga del pollo.

Solamente quiero decir, para los que se muestran esquivos a ingerir carne tan excelente, que el nombre con que la conoce la ciencia es, entre otros sinónimos: Iguana delicatisima tuberculata. La llama delicadísima. ¡Cuidado ir contra ella!...


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