miércoles, 17 de diciembre de 2014

MACABRAS ESCENAS DEL CÓLERA MORBUS DE 1854. Por: Juan García Castillo. En: El Centroamericano, 18 de Noviembre de 1967.


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El lago de Managua y el volcán de Messiah, Nicaragua, 1857. Dibujo de S. G. Squier. 
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Don Federico Solórzano, managüense que conoció la vida de la aldea y de la ciudad, nació en 1828 y murió en 1918, es decir a los noventa años de edad.

Relataba a sus amigos, entre ellos don Gustavo Uriarte, detalles de la vida de esta ciudad a principios del siglo pasado y que gentilmente don Gustavo me ha repetido, contribución suya a esta labor de remembrar Sucesos de Ayer, con especialidad de esta nuestra ciudad de Santiago de los Caballeros de Managua.

LA ERUPCIÓN DEL COSIGÜINA

Tenía don Federico siete años de edad cuando ocurrió la erupción del Cosigüina, pero recordaba la tragedia y cómo se oscureció el sol. Pero aquella oscuridad era noche profunda, “donde no se veía ni la palma de la mano”.

El cura de almas de la época convocó a los vecinos para realizar diariamente procesión de rogaciones. En la enorme oscuridad iban congregándose los vecinos de la Parroquia, el mismo lugar donde hoy se alza la Catedral Metropolitana.

Y de allí salían todos los días, millares de managüenses, hombres y mujeres y niños en procesión de rogaciones alrededor del templo primero y después por algunas calles aledañas, con cirios o candelas de sebo encendidas, que eran apagadas a cada instante por la fuerte lluvia de ceniza. Pero los concurrentes eran tenaces. Provistos de sus “eslabones” volvían a encenderlos y el desfile continuaba. 

Los managuas llenos de unción y de temor, elevaban en alta voz las preces de rogaciones. Los que presenciaron esas procesiones refieren que era conmovedor y solemne el acto, cuando millares de gentes en voz alta decían las oraciones de ritual.

POBLACIÓN INDÍGENA EN EL MANAGUA DEL SIGLO PASADO

La parte más poblada de la aldea, en esa época, los primeros sesenta años del siglo pasado, era a lo largo de las orillas del lago. Caseríos de chozas compactas, que comenzaban en Acahualinca y terminaban en Tipitapa.

Todos los moradores de esa zona eran netamente indígenas. Los pocos habitantes blancos, entre los cuales estaba don Federico, residían en el mismo lugar que hasta hace pocos años fue el barrio solariego de los Solórzano y que abarcaba desde el Parque Central hasta más allá del derruido templo de Candelaria.

En la faja del lago, vivieron los antecesores de todas esas gentes totalmente de la raza india: López, Lezama, Pérez, Largaespada, Maltez, Obando Uriarte, Estrada, Vallecillo. Su alimentación principal era el pescado y por ello fueron familias prolíficas.

Hasta hace poco menos de cincuenta años, los que llevaban esos apellidos, residían en zonas aledañas al lago, en las orillas. Muchas viven todavía allí. Como eran muy pobres, la choza era la habitación tradicional: varillas de caña brava o de bambú formaban las paredes y los techos de palmas de coco o “huate”. Era una típica población indígena, la aldea managüense de los primeros sesenta años del siglo pasado.

Pescadores fueron los habitantes de esa zona de la antigua aldea y cuentan los que alcanzaron a ver todavía los caseríos de chozas a lo largo del lago, que era admirable el espectáculo del enorme número de botes, anclados en toda la ribera. En el crepúsculo y después en el amanecer, centenares de hombres con sus avíos de pesca, remontaban en sus botes las aguas mansas a veces agitadas otras, del Xolotlán. Las atarrayas tejidas por las manos amorosas de la madre, la esposa o la hija, de una blancura inmaculada, brillaban al sol del amanecer y semejaban enormes jibias en el atardecer, regresando de la pesca del día.

La "Plaza de Managua", dibujo de James MacDonought, acompañante de E. G. Squier, en 1849. 

EL CÓLERA MORBUS

En el año de 1854 abatió a Nicaragua el cólera morbus. El barrio de Candelaria fue el más afectado por la peste.

Santiago Vallecillo, del barrio Candelaria, sufrió un ataque de cólera y cayó al suelo. Se le consideró sin vida y lo llevaron a enterrar. Era tal la cantidad de fallecidos, que abrían grandes zanjas y allí amontonaban los cadáveres. Muchas veces los sepultureros estaban tan borrachos que sólo ponían en el suelo los cuerpos sin vida.

Santiago Vallecillo fue llevado a sepultar. Cuando iban a echarlo en la fosa común, principió a caer un enorme aguacero. Los sepultureros ebrios, tambaleándose, dejaron en tierra el cadáver y huyeron.

A Vallecillo le cayó lluvia por varias horas y a la medianoche, el agua tuvo la virtud de reanimarlo. Abrió los ojos y vio que a su lado estaban varios cadáveres. Comprendió entonces su situación: recordó su desmayo anterior y quiso levantarse, pero estaba muy débil.  A gatas salió del cementerio y a gatas recorrió la gran distancia que le separaba de su casa. Pero luego logró llegar. Golpeó la puerta. Respondió su esposa. Preguntó quién era.

Una voz débil, muy débil, contestó. Soy yo, Santiago Vallecillo.

--Eso no puede ser, si hoy en la tarde te enterramos, Jesús, María y José y de los aparecidos líbranos Señor, dijo la consorte, temblando de miedo.

Pero en la casa estaba la madre del “muerto” y madre en fin, creyó que era su hijo y abrió la puerta. Santiago penetró a su casa. No cabía de gozo. La noticia cundió en la aldea. Todos querían verlo, tocarlo, convencerse.

Cuando ya salió a la calle, la gente desde las puertas al verlo decía: Ahí va el muerto.

Y desde entonces en el Managua donde todo el mundo tenía su apodo, hubo uno más, Santiago Vallecillo, el muerto.

HUYENDO AL OTRO LADO


Las gentes que tenían facilidades y haciendas en el Otro Lado, entre ellos los Solórzano, buscaron cómo huir del flagelo. Fletaron una embarcación y el piloto que debía conducirla. Ya estaba todo listo para el zarpe, cuando repentinamente el piloto fue acometido del cólera. Bajó a la costa y allí murió a los pocos minutos. Los fugitivos, allí iba don Federico Solórzano, llenos de terror, levantaron anclas y pusieron proa hacia el Otro Lado, atenidos nada más que a la buena suerte y la protección de Dios. Rezaron en alta voz en la nave, mientras recorrieron el trayecto con toda felicidad. Y así se salvaron muchas familias de Managua, del cólera morbus del 54. 

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