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LA
ÚLTIMA PESADILLA DE RUBÉN DARÍO.
Por: Santiago Argüello. En: El Gráfico. Octubre 20, de 1929.
ACUÉRDATE
de un día tristísimo. Era un día gris, pluvioso: uno de esos días que cuelgan
telarañas de melancolía sobre las cosas y las almas. En un vasto aposento,
destartalado, vacío de muebles, oliente a drogas, extendíase un lecho sin
cortinas. Sobre el lecho, inmovilizado por un sueño casi comatoso, el cuerpo
humano y moribundo de un divino mortal: el de Rubén Darío. Un reloj de pared
punteaba en fúnebre sobre el silencio. El enfermo dormía con la boca
entreabierta, por la que asomaba, y a ratos se movía convulsivamente, la cresta
pastosa de la lengua. Yo, a la vera del lecho, miraba con inquietud al
agonizante. De pronto, un sobresalto de Darío…
—Qué te pasa, Rubén?
—Nada, nada… es que…
Sus ojos se salían, perforadores, del
enigma. Era como el retorno de aquel temblor de espanto que ante la idea de la
muerte le había acongojado siempre, de la idea que había sido de continuo el
pavor de su existencia. Hubo un momento en que a mí mismo me contagiaba el miedo.
E insistí:
—¿Es que sientes dolor?
—No,
no… ¡Ah”, sí… Fue una pesadilla horrenda… ¡Por Dios, no me dejes solo!
Temblaba. Sus ojos movíanse ahora de un
lado para otro, como buscando en el vacío. Ojos horrendamente inquietos,
inquisidores, ansiosos de una temida solución. Y un instante después:
—Oye (apretándose fuertemente la mano),
quiero que tú me ayudes a comprender, a saber, qué era.
Y me contó su sueño:
—Esto es algo dantesco. ¿Sabes? Cosa de trasgos
y empusas… Y que yo era la víctima… ¡Fígurate!... ¡Qué me arrancaban la cabeza,
Santiago!... Era mi cabeza y, sin embargo, yo mismo estaba viendo que me la
arrancaban. Y eran dos hombres estrábicos de rabia, quienes estaban forcejando
por poseerla, frente a mis ojos espantados... Y yo los veía, luchando,
pegándose por arrebatársela. Y mi cabeza pasaba de unas manos a otras… ¡Figúrate!
Mi cabeza arrancada, asida por los dedos furiosos, pelota coagulada, horrible…
con rostro que era el mío… Y era mi cabeza, por la que dos hombres se peleaban…
¡Espantoso, espantoso, espantoso!
Después de tal escena, cayó profundamente
fatigado en el letargo de antes. Y
pasaron tres días de incesante agonía. Y, al cabo, se paró el reloj de aquella
vida que marchaba arrastrándose. ¡Y cosa estupenda! En la misma noche de su muerte,
practicaron autopsia. Le aserraron el cráneo. Le extrajeron el cerebro. Y el
notable cirujano que trepanó los santos huesos, que había sido compañero de
infancia del muerto, y que tenía suficiente talento para apreciar el valor de
esa reliquia, y suficiente amor para guardarla con veneración, quiso llevarla.
Mas, un hermano de la viuda abrigaba propósitos iguales a los del galeno. Y así
fue cómo dos hombres pelearon por una cabeza cercenada, frente al propio
cadáver.
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