domingo, 10 de enero de 2016

RUBÉN DARÍO Y EL LEÓN. Por: Raúl Larra.


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Rubén Darío, de 45 años. 

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    En cierta ocasión encontráronse Piquet, Darío y Payró con Eduardo L. Holmberg, amigo de todos ellos y que dirigía por entonces el Jardín Zoológico. Ante una invitación del mismo le acompañaron hasta los pagos, donde la más heterogénea fauna comenzaba a ensayar sus voces en un endiablado coro, denunciador del hambre de las bestias.

    Paseando por el Jardín, Holmberg se detuvo ante la jaula de un crinudo león que descansaba su aparente domesticidad, semi-adormilado. Acarició Holmberg la melena empenachada del animal, e invitó a Rubén a que lo imitara, respondiendo de su mansedumbre. Animóse Darío ante el ejemplo y extendió la mano, repasando suavemente la soberbia cabeza del león. Dioses y  bestias hicieron pacto –podría decir el poeta recordando su verso.

    Holmberg, espíritu bromista y socarrón, enrollaba entretanto un pelo del animal para acabar dando un formidable tirón.

    La bestia lanzó un potente rugido, cuyo desplazamiento de air echó para atrás a Piquet y a Payró, mientras Darío salvaba de un salto limpio la cerca de seguridad, poniendo considerable distancia entre las rejas y su persona.

    Holmberg reía… I pasado el susto comentó:

    ─ ¡Nunca creí que Darío tuviera tanta agilidad!

Fragmento de Payró y La Bohemia literaria.—

Nosotros, Buenos Aires, marzo de 1938. 

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*Publicado en “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 15 de junio de 1938. Serie VII. Número 20. Director: Froylán Turcios.

EL FUNDADOR*. Por: Hernán Robleto


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RUBÉN DARÍO

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    La abuelita se desalentaba ya. Hubo momentos en que se mesara los blancos cabellos, desesperada. Las tías iban de casa en casa, preguntando:

    ─ Es Rubencito. ¿No han visto a Rubencito?

    En la briosa mula salió el tío Sarmiento en busca del niño.

    Las vecinas comentaban en la plaza.

    ─ Se ha perdido el cabezón. Hace tres días no aparece…

    ─ ¿Quién? ¿El que toca el órgano?

    Apenas tenía siete años. Ya le habían crecido las alas en los tobillos y la andanza era como un bíblico imperativo.

    El tío dio con él en lo más enmarañado del potrero… Y como la montaña besaba al pueblo…

    Detuvo la mula, sin hacer ruido, porque le obligaba a abrir los ojos, desmesuradamente, el hecho en que no quería creer. Pegado a la ubre rosada de una vaca, el niño sorbía la leche blanca que se hacía espuma en los labios sedientos.

    Sangre de toro tropical, potente y dulce como su lira, tomaba la fuerza del bucólico episodio para igualar a Rómulo y Remo en la fundación que ha extendido su imperio en los horizontes que no soñara el romano.

    El reino de Rubén Darío ha oído la música nueva, la trompeta nueva que trajo la gama en su sonido y en su color: rumores de selvas americanas, pasajes versallescos, cantos a la Raza, chocar de flechas nativas en lo alto, curvas armoniosas sorprendidas en las mujeres desnudas en los bosques griegos y  en los heráldicos cuellos de los cisnes…

    Lecha milagrosa de aquella mansa vaca nicaragüense, que indudablemente tenía el poder para alimentar a un Hércules. ¡Leche de la vaca nicaragüense!

    Esto pasó en Metapa de hace poco, en el pueblo de Chocoyos, de antaño, en la Ciudad Darío de hoy, allá en un amado rincón de cuyo nombre quiero siempre acordarme…

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*Artículo publicado en la revista “ARIEL". Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de noviembre de 1938. Serie X. Número 29. Página 772. Director: Froylán Turcios. 

RUBÉN DARÍO EN HONDURAS. Por: Medardo Mejía*.

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RUBÉN DARÍO. León, Nicaragua, 1899.

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    Yo creo que habéis oído hablar del Reverendo Padre Juan José Sahagún de la Santísima Trinidad Reyes. Nació en la risueña Villa de San Miguel de Tegucigalpa y Heredia. Se instruyó en letras divinas y humanas en la vieja ciudad de León y en la noble ciudad de Guatemala. Dióse en cuerpo y alma al altar. Compuso misas, música sagrada, villancicos a la Virgen María, pastorelas para divertimiento de los jóvenes. Fundó con otros tegucigalpenses, la Sociedad del Genio Emprendedor y del Buen Gusto, que más tarde llegó a ser la Universidad Central de Honduras. Dijo del General Cabañas en un verso inmortal que, laurel de vencedor llevaba aún vencido. Se burló del General Morazán en décimas que todavía recuerdan los separatistas. En tiempos de escasez regaló el maíz de la casa contra la voluntad de su hermana, sosteniendo que Dios daba ciento por uno. Casi llegó a ser obispo. Y por fin un día, sin cansarse de hacer el bien, de rendir culto a su verdad y de hacer loas a la belleza, entregó su alma al Señor. Pero el Padre Reyes, como acertadamente expresa Marcelino Menéndez y Pelayo, fue en el siglo diecinueve un sobreviviente del siglo trece. Inspiróse en los sagrados comienzos castellanos. Su espíritu se halló muy cerca de Gonzalo de Berceo, el inolvidable Arcipreste y  el Marqués de Santillana. Y renunció a todo lo demás, en cuenta el siglo de oro, el Padre Granada, Fray Luis de León, Santa Teresa, Lope, Calderón y el inmenso Manco de Lepanto. Como del Padre Reyes me interesa el poeta, diré someramente que su concepción artística respondió justamente al estado cultural de Honduras en la mitad del siglo décimo nono. El feudalismo estaba crudo. Y él en arte era un reflejo del feudalismo. Los campesinos leen y representan las pastorelas con el mayor gusto. Pero los hombres mejor informados no pueden menos que sonreír. Sin pretensiones de ningún género si a mí se me pidiera opinión, diría a mis paisanos: ¡Por Dios, ya no hablemos del Padre Reyes!

    La revolución del 71 en Guatemala repercutió en Honduras. Gracia a ella llegaron al poder Marco Aurelio Soto y Ramón Rosa, ambos racionalistas y ambos románticos. La corte republicana tuvo su poeta en el cubano José Joaquín Palma. El cisne de Bayamo demostró que sabía improvisar en fiestas patrióticas, bailes, banquetes, paseos a Valle de los Ángeles, en fin, la mar. Y  claro, tuvo imitadores. Manuel Molina Vijil, Carlos Alberto Uclés, Rómulo Durón y tantos otros que escribieron versos, imitaron a Palma en sus décimas apretadas de caballeros vestidos de hierro, princesas encantadas, castillos solitarios y todo eso que es feudalismo de un nuevo tipo y que todavía tiene admiradores en los rezagados.

    Cantó Rubén Darío en Nicaragua, y las letras hondureñas se tornaron hermosas. Apareció José Antonio Domínguez escribiendo audazmente el Himno a la Materia y fugándose de la vida a la manera de Silva. Froylán Turcios cultivó el simbolismo  y dio a conocer por medio de sus revistas admirables las literaturas extranjeras. Juan Ramón Molina aspiró a la nitidez que alcanzó  Guillermo Valencia. Luis Andrés Zúñiga escribió versos que tiene puntos de contacto, por la sutil melancolía y el poder evocador, con los líricos portugueses. Rafael Heliodoro Valle ha dado una poesía que es un vivo sentimiento idealizado de la infancia y  de la tierra natal, de la que recoge  y amplía sus leyendas. Alfonso Guillén Zelaya es el poeta del modernismo panteísta; en su poesía tiene la religión de la tierra y el culto de las aguas, a la manera de los grandes poetas primitivos. Hay más espíritus cultivadores del arte y creadores de belleza. Pero aquí sólo quiero referirme a los mayores.

     En otras ramas, Paulino Valladares siempre tuvo a la vista la prosa de Los Raros. Salatiel Rosales, el escritor más documentado de Honduras. Céleo Dávila y Abel García Cálix. Joaquín Bonilla y Alejandro Cabrera Reyes Julián López Pineda y Guillermo Bustillo Reina. Gregorio A. Velásquez y Federico Peck Fernández. Y paro de contar.

    No ha sido una imitación servil la de los hondureños. El vate de Cantos de Vida y Esperanza no hizo más que señalar los horizontes, los vastos horizontes. Hoy, como el maestro está en su santo sepulcro en León, y no hay un guía que tenga igual o parecida audacia, las letras hondureñas están de capa caída. Barba Jacob ha influenciado un poquillo. Pablo Neruda, otro poquillo. Vicente Huidobro, otro. Federico García Lorca, otro. Pero hasta allí. Porque hay que convenir que en nuestros tiempos todo lirismo tiene que resultar fallido ante el dramatismo del mundo.

     De lo anterior sacamos la conclusión de que Darío fue el propulsor de las letras hondureñas en el período del llamado modernismo. La conclusión la podemos generalizar a toda Centro América. Pero hoy, como no hay maestro, no hay letras. Y  aquí viene el objeto preciso de estas líneas. Como no hay maestro hay que seguir estudiando a Darío en sus acuerdos y discrepancias con nuestros tiempos. Hay que buscar la ruta, a causa de él. O por lo menos que siquiera no se apague la devoción por el arte  y la belleza. Dicen que los niños griegos aprendían a leer en la Ilíada. Si yo pudiera haría que los niños centroamericanos recitaran todas las mañanas versos de Cantos de Vida y Esperanza. A fin de mantener, cierto tono lírico, cierto entusiasmo y cierta fe en los corazones que heredarán nuestras miserias, y también, si las tenemos, nuestras grandezas.
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* Medardo Mejía. Poeta, gran escritor hondureño, [[periodista] y académico. En sus obras manifiesta los problemas sociales que se vivieron en su país, y además ver la gran valentía por luchar contra todos aquellos que querían hacer daño a las personas humildes. Ha sido uno de los escritores más polifacético y prolífico dentro de las letras hondureñas. Ensayista e historiador, trabajó con muy buen suceso géneros como la poesía, el cuento y el teatro, además, no sólo se formó en el periodismo, sino que lo ejerció con gran acierto. Influido por la filosofía marxista, su interpretación histórica estética está basada en el Materialismo Histórico y dialéctico. Fundó la Revista Ariel, (1964-1976), retomando la labor de difusión iniciada por Froilán Turcios Canelas. (Datos biográficos tomados de Internet).
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Publicado en la revista “ARIEL”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 15 de noviembre de 1938. Serie X. Número 30. Director: Froylán Turcios.


RUBÉN DARÍO EN LAS MEMORIAS DE FROYLAN TURCIOS*


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CIV

     ¡Cuántos ilustres personajes conocí en las siete semanas de mi permanencia en Río de Janeiro! Manuel Montoro, Walker Martínez, el Presidente Rodríguez Alves, el barón de Río Branco, Guillermo Valencia, Decoud, Graca Aranha, Francisco de la Barra, Manuel Gondra, Fabio Luz, Samuel Blixen, el conde Prozor, Melián Lafinur, Gonzalo de Quesada y treinta más. Pero, entre todos, Rubén Darío. Este, y Rafael Uribe Uribe, concentraron mi máximo interés. En ellos encontré los dos selectos tipos de humanidad más antagónicos. Uribe, todo médula y acción, poseedor de los más excelsos dones morales: austero, franco, abnegado, valeroso, audaz, persuasivo, simpático, dominante, sin un vicio: rarísimo ejemplar del ideal del caballero perfecto. Orador de trascendental ideología, prosista diáfano y sintético, causeur fluido y admirable, afectaba una despectiva incomprensión por las exquisiteces verbales de algunos célebres poetas, por las rimas que no contuvieran un potente hálito emotivo, un fecundo ritmo creador. Varón sencillo, de apostura elegante y marcial, tendiendo siempre a la claridad y a la línea recta, de airoso paso, de amplios y justos ademanes, blanco, fino aristocrático. Rubén, pasivo, nulo ante cualquier actividad que no se relacionara con la pluma, calificando de salvajes a los valientes y desentendiéndose de las proezas cívicas o heroicas, medroso, egoísta, dipsómano, difícil de palabra, feo, de movimientos indecisos y tardos, maestro imponderable en el dominio de las celestes músicas, la más brillante cumbre de la poesía castellana de todos los tiempos.

     El gran colombiano mostrábase indiferente ante la obra prodigiosa de Darío, a quien no perdonaba su pose ególatra, ni su sempiterna sed de los brebajes malditos.

     ─ Este magno poeta desearía que el mar fuera de coñac para ahogarse en sus ondas.

     El mejor discurso –el único de oceánica profundidad que se pronunció en aquella asamblea de las Américas fue el de Uribe Uribe, fértil en esenciales ideas, como para ser grabado en la eternidad de los bronces. Rubén apenas lo escuchó, sumergido en sus continuas abstracciones. I si acaso habló de él o de su autor en alguna de sus bellas crónicas para La Nación de Buenos Aires fue por incidencia o por no contrariar la corriente de elogios con que se recibió en el Brasil aquella extraordinaria pieza oratoria.

CVII

     En el suntuoso salón de sesiones de la Conferencia, en el Palacio Monroe, los secretarios ocupábamos la segunda fila de butacas. Una mañana, mientras reinaba el silencio interrumpido apenas por el acento monótono de un viejo tribuno atrayendo el sueño de los concurrentes, noté que Rubén me hacía una señal con la diestra, llamándome. Acudí al punto y con amargado rostro me dijo en voz baja:

     ─ Estoy en una situación peligrosísima de la que Ud. puede librarme. Mi vecino de la izquierda es un señor Becú, que me odia a muerte por un tonto asunto de carácter literario en que yo intervine por petición suya. No me dirige la palabra y en cambio me lanza cada dos minutos con los ojos provocaciones iracundas, alternándolas con sonrisas equívocas. ¿No podría usted pedirle un cambio de sitio? Pues de continuar yo así estaría expuesto a un atropello o quizá a cosa más grave.

     Abordé en seguida a Becú que, con el pensamiento a mil leguas del ilustre vate, sumergíase plácidamente en la lectura un grueso volumen. Le expuse mi deseo de estar cerca del maestro, accediendo en el acto y con la mayor cultura a mi demanda. Un momento después, recogidas las llaves de los respectivos escritorios, quedé instalado junto a él. Cuando al finalizar la sesión bajábamos la marmórea escalinata exterior, Darío, rebosando gratitud, y con el acento que empleaba en los instantes solemnes, murmuró abrazándome:

     ─ Me ha salvado usted la vida.

     Con gran esfuerzo pude retener la risa.

     De este modo, viéndole y conversando con él dos veces por día, en la mañana en el Palacio Monroe y en la tarde en su estancia del Hotel Vista Alegre, estudié, analicé, al artífice supremo de nuestro idioma, que apasionó mi adolescencia. Pareció encariñarse conmigo, pues cuando yo no acudía a la hora de costumbre me llamaba por teléfono y hasta fue en una ocasión en automóvil a buscarme. Sus simpatías o afectos no traspasaban cierto límite estrecho y convencional. El no daba de su persona sino partículas  insignificantes. De aquí que no contara con un verdadero y fraterno amigo en el sentido absoluto del término. Se le admiraba, pero seguramente no llegó a inspirar, en los que le conocieron, profundas afecciones. Cuantos ponderan su excepcional cariño por el maestro o compañero falsean la verdad a sabiendas de su error. Rubén se adoraba con exceso a sí mismo para conceder a nadie, por elevado que estuviera en su concepto, un átomo de su ser. I sabido es que quien no da o siembra, ni recibe ni recoge. En Río y en París le traté con relativa confianza. Intimidad no tuvo con ninguno. Le conocí hasta donde era posible bucear en su piélago recóndito, casi siempre amurallado por su orgullo. Teniendo plena conciencia de su valer, exagerábalo hasta la hipérbole cuando se enfadaba o sufría perturbaciones alcohólicas. Asombrábase de la impetuosidad de mi juventud, de mi audaz manera de expresarme y de actuar, de mis atrevidas opiniones que, en su fuero interno, consideraba probablemente irrespetuosas.

     Hablábale una vez de mi propósito de editar dos elegantes volúmenes con sus mejores prosas y poesías. Una íntegra selección presentada por mi mayor aptitud estética.

     ─ La tarea sería muy difícil— exclamó— por la uniforme calidad de mi obra.

     ─ Yo no la juzgo así –le repliqué— y hasta considero que no hay dos páginas suyas de igual mérito. En esos dos tomos exprimiría hasta lo imposible todos sus libros; los exprimiría  hasta extraerles la esencia sobrenatural, el oro auténtico y magnífico, el radium fulgurante. I, obtenida esa finalidad, nadie habrá hecho tanto por su gloria como yo.

     ─ ¿I cuántas páginas contendrían esos dos volúmenes?

     ─ En octavo trescientas el de prosas y ciento cincuenta el de versos.

     ─ ¿I con el resto haría un auto de fe?

     ─ No. Con él pudieran formarse veinte renombres. Pero el supremo en las letras españolas se condensaría en metal eterno en esos dos libros únicos y  definitivos.

     Le mostré la nómina de los textos escogidos. Entusiasmado, manifestó su resolución de facultarme ampliamente y por escrito para realizar en cualquier tiempo mi proyecto, reconociendo de antemano, por la demostración de mi aptitud, que en esas cuatrocientas cincuenta páginas quedaría el resumen de lo mejor y más elevado de su cerebro y de su espíritu. Al día siguiente me entregó aquella nota, que algunas semanas después publiqué en El Liberal de Madrid. Luego me pidió mi álbum de viajes para dedicarme su recuerdo. Como no lo tenía, compré uno. En una primera página tituló sus bellos versos[1]. Aun guardo ese libro lleno de firmas ilustres.

CVIII

     Por ese tiempo sintió Darío un verdecer de ilusiones por la seductora Greta Prozor, hija del conde Prozor, el insuperable traductor de Ibsen. Ponderaba a cada instante el ingenio del padre, sus frases de gran señor, su prestancia caballeresca, para después exaltar, hasta el último límite de la admiración, a la esbelta doncella, dedicando a sus floridos quince años los más puros y amorosos madrigales. 

     Invitados por él a una comida en sus estancias Guillermo Valencia, Samuel Blixen, Molina y yo, al sentarnos a la mesa vimos que ocupaba un sillón a su izquierda un individuo de impecable indumento, alto, sonrosado y hermoso, de ojos azules y larga barba de oro. Ninguno le conocía, y Juan Ramón, intrigado por tan gallarda figura, le examinaba con respeto, sonriéndole cordial.

     Hubo un minuto en que el anfitrión se sintió indispuesto y pidió permiso a sus amigos para retirarse a su dormitorio por algunos instantes. Al levantarse hizo lo mismo el desconocido, en cuyo brazo se apoyó Rubén al salir.

     Reapareció el poeta sin su acompañante. Continuó el ágape, gratamente amenizado por la exquisita erudición de Valencia y las paradójicas anécdotas de Blixen, sabio en máximas letras y en sexuales experiencias.

     En un silencio sólo alterado por el cambio de platos, Molina, solícito, interrogó al maestro:

     ─ ¿I el conde no volverá?

     ─ ¿Qué conde? ─  preguntó a su vez Darío, con gesto de sorpresa.

     ─El conde Prozor, que salió con usted.

     Rubén rompió a reír. I con un tono de regocijada ironía y el movimiento característico de su mano derecha, exclamó sentencioso:

     ─ Cuidado con incurrir en el delito de las imposibles confusiones. El hombre a quien usted se refiere es mi criado Sedano. [2]

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 Notas:

[1] Vi, en la edición de hace varios años de una parte de sus poesías, esos versos escritos espontáneamente en mi álbum, sin expresar a quien fueron dedicados. Ignoro si tal supresión fue hecha por Darío o por su editor. Nunca me interesé en averiguarlo.
[2]  Julio Sedano, de México, quien por seguir a Darío al Brasil en 1906, abandonó en París a su bella mujer y a su hijo. Semejábase tanto a los retratos del emperador Maximiliano que burlones amigos le convencieron de que fue su padre el desventurado archiduque. A hacer más posible  el caso contribuía la fecha de su nacimiento. Como –según Armand Praviel— aseguróse que el príncipe austríaco era hijo adulterino del duque de Reischslad, y, por tanto, nieto de Napoleón. Sedano debió suponerse tataranieto del Capitán del Siglo. No sólo en su aspecto físico, sino también en su trágico fin, existió aquella semejanza. Envuelto en un proceso de espionaje, Sedano fue fusilado en París en 1917. 

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* Este artículo pertenece al libro “MEMORIAS de FROYLAN TURCIOS”, capítulos CIV – CV – CVI.,  y fue publicado por entregas, en la Revista “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de diciembre de 1939. Serie XIX. Número 55. Pág. 1389. Director: Froylán Turcios

¡POBRE, POBRECITO RUBÉN DARÍO! Por: Eduardo Avilés Ramírez.

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    Hoy he tenido una de las emociones literarias de mi vida más profundas y turbadoras.

     Era el mediodía. Caían sobre el Sena y sobre los quais, sobre los árboles y sobre las casas, plumitas ligeras de nieve. Hacia un frío de lobos. Las plumitas se acumulaban sobre las aceras y  sobre os abrigos de los transeúntes, en las ramas esqueléticas y negaras de los árboles. Iba yo con un amigo sobre el quai de Conto, echando vistazos lentos sobre los libros y sobre las estampas del mercado de Libros Viejos de París, esa vasta  almoneda de venerables ediciones, rastro de la literatura de la poesía y de la ciencia de la inmensa capital científica, poética y literaria del mundo. A nuestra izquierda se alzaba, con un manto de nieve sobre sus hombros duros, la casa en que nació Anatole France. A nuestra derecha, el Sena arrastraba anchas placas de hielo bajo un leve tul de neblina azulina. 

     ¿Qué mano misteriosa nos detuvo, de pronto, frente a un cajón de libros viejos? ¿Por qué miré yo los títulos de los libros que contenía? Lo cierto es que mis ojos se clavaron sobre una venerable edición de un libro en español titulado Opiniones. Rubén Darío estaba allí, clavadito en la picota gloriosa del rastro librero de París. Naturalmente, lo compré sin siquiera abrirlo: dos francos y 25 céntimos. Mi amigo y  yo nos fuimos a un café de la acera del frente, cubiertos de nieve hasta parecernos a esos curiosos soldados de Finlandia que nos comunica el reportaje gráfico de la guerra ruso-finlandesa. Nos quitamos el uniforme finlandés, nos sentamos en una mesita, pedimos dos aperitivos, y yo abrí el libro de Darío, con mano ligeramente emocionada.

     Me quedé de una pieza, como dicen en España. ¡No quería creer lo que veían mis ojos! – El volumen estaba dedicado por la propia mano de Rubén Darío… ¡a Remy de Gourmont Textualmente reza así esa histórica dedicatoria: 

                    A mi ilustre amigo                                                        
                      Remy de Gourmont,
                      con la admiración y afecto de  

                                                                 Rubén Darío
París, 1906.

     Comenzamos a hojear el volumen. Viejas, viejísimas prosas que resbalaban a trechos espaciados en la memoria y que estaban allí intactas, casi virginales. De pronto llegamos a la página 49. Es un capítulo que se titula: Libros Viejos a Orillas del Sena.

     ─ ¡Qué casualidad! ─ le digo a mi amigo ─ ¡y yo que acabo de comprar este libro viejo a orillas del Sena! Vamos a ver lo que dice…

     Lo que dice es triste. Se queja, el pobre gran hombre, de que los libros vengan a parar, la hojita de la dedicatoria arrancada, a esta vasta almoneda, a este indescriptible panteón de las glorias. Dirigiéndose a sus colegas de América, les dice en un párrafo: “Los que enviáis libros a estos literatos y poetas, a estos queridos maestros, no sabéis que irremisiblemente vais a parar al montón del libros usados de los muelles parisienses. He comprado, entre otras obras de amigos míos, un tomo dirigido a Jean Richepin por un joven hispanoamericano, tomo de estudios sobre autores de Francia, en los cuales estudios hay uno dedicado al susodicho maestro, ditirámbico, ultrapindárico. La dedicatoria, lo más respetuosamente escrita, y dentro del libro, en la parte dedicada a Richepin, una carta sentida y humilde. Pues bien, Richepin ni se dio cuenta del libro, ni le importó un ardite la dedicatoria, ni tocó la carta, y por treinta céntimos hice el rescate…”


     Me quedé frío, con el volumen de Opiniones en la mano. No fue sino hasta después de haber leído este terrible párrafo que me di cuenta de que estaba desflorando, hoja por hoja, el libro de Darío. ¡Remy de Gourmont no lo había leído! ¿Es que siquiera se dio cuenta de la dedicatoria? ¿Y de que el libro contenía un ensayo sobre el mismo Gourmont?

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*Este artículo fue publicado en la revista “ARIEL”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de mayo de 1940. Serie XXII. Número 65. Pág.1631. Director: Froylán Turcios.

DARÍO O EL HERMANO VERSO (1938). Por Emilio Rodríguez Mendoza*

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   No diviso qué de nuevo se puede contar sobre Rubén, si ya se ha dicho todo, cierto o no, justo o injusto, sobre su vida desgarrada, sus versos innovadores y su anecdotario pintoresco…

   Todo; pero tal vez no se ha investigado lo bastante sobre la mixtura de razas que debió haber en el célebre nicaragüense con fisonomía de malayo, manos de marqués  y silueta alta y fina: un complejo físico.

   Plásticamente, tenía mucho del indio del Motobamba pero parece evidente que también tenía una dosis apreciable si no preponderante de sangre europea, y llena, por consiguiente, de ancestralismo, porque, de otro modo no se explica su entrada de sopetón y sin tanteos previos, a lo más delicado y abstruso de la poesía de las postrimerías del siglo pasado: entró a la innovación como a un campo propio, y, en consecuencia, no está suficientemente explicado el misterio racial del indio que aun antes de arribar a París con su levitón, su latín, su Azul… y su alcohol, que irrigaba zonas desconocidas de su espíritu, ya estaba familiarizado con todos los matices del modernismo finisecular.

   Sería de un interés innegable la realización de un estudio documental, es decir, científico, sobre la geanología rubeniana, y me permito señalar el tema, tanto más novedoso cuanto que lo crítico  y lo anecdótico sobre Darío parece agotado. Y tan agotado, que al hacerlo comparecer en esta sala con sus ojos de astrólogo y su sombrero de ocho luces, más de la madrugada a que era tan adicto, tendré que hacer no sé qué malabarismos para no repetir lo que he contado al amor de los recuerdos y de la letra de molde.

    Santiago del Nuevo Extremo ─y menos mal que no le pusieron extremo…─ ha tenido siempre una especie de imán ara la gente de otras tierras. La única manera de pasarlo bien aquí es ser extranjero ─decía don Marcial Martínez Cuadro, anglófilo, locuaz, cultísimo y dotado de una ironía tan certera como personalísima.

   Viene de lejos en la cronología y  la idiosincrasia nacionales esto del imán, y cuando en tierras de Martín Fierro degollando con música de candombe don Juan Manuel de Rosas, aquí llegaba a uña de mula lo más espigado del espíritu y del reformismo de la otra banda: Mitre en busca de historiales sobre San Martín, la Emancipación y la Expedición Libertadora; Sarmiento, maldiciente y genial, y Alberdi con sus Bases constitucionales diseñadas a la sombra provincial de los chirimoyos quillotanos.

   Afluían emigrados de todas las latitudes del continente en sangre: de Colombia, revolucionaria y dialéctica; del Ecuador maravilloso, recién disgregado de la vasta concepción bolivariana; del Perú virreinal; de la Argentina laceada por Facundo; del Uruguay acosado por Oribe…

   El Chile seriecito y austero de la organización, lograda con unos cuantos pesos pero severamente administrados, era una especie de casa de huéspedes del continente convulsionado, y las puertas de cuarterones de entonces vieron pasar una serie de celebridades en futuro hipotético, porque eran muy duros aquellos tiempos. Enraban en silencio a sus cuartuchos enladrillados y con techos de colihues; encendían un velón de sebo y se ponían a escribir versos nostálgicos, libros profundos o artículos furibundos contra los tiranos empenachados y presuntuosos que alardeaban en todas partes del continente en plena ensayología punzó. Sarmiento por su parte, daba puñetazos, clavaba las uñas en el álamo de la mesa en bruto y soltaba terno tras terno sanjuanino contra Rosas; contra Bello clasicista y codificador; contra Lastarria, escritor y pensador, o contra Jotabeche, punzante y nacionalista.

   En cuanto a panorama, Santiago no era lo corriente en los poblados indo barrocos de entonces: balcones volados para ver el paso de las procesiones o de los soldados victoriosos; plazoletas con una fuente o un pilón; rejas con un gajo de palma bendita, más la Cañada, el puente del corregidor Zañartu y una que otra torre con campanas de cobre coquinbano. 

   En 1841 y diez años después, al finalizar la fecunda administración Bulnes, se producen recios encontrones a sable, lanza y fusil de chispa; pero triunfó una y otra vez el centralismo organizador, olvidado, desgraciadamente, de la cultura y el bienestar de la masa, y Chile continuó siendo durante más de medio siglo, la persona de respeto del continente… Se administraba con un rigorismo que habría escarmentado ejemplarmente las habilosidades que empezaron a aparecer con la opulencia de la victoria y el salitrazo, y al amparo de la paz pública, propicia al trabajo y las cosas del espíritu, afluían los perseguidos de todo el continente conflagrado por la anarquía. Llegaban con un equipaje muy sumario; pero llenos de esperanzas y de bríos combativos, y hace más de medio siglo, también llegó Rubén Darío; pero no en calidad de insurrecto ni de rebelde, sino en plan de andanza bohemia. Había llegado hasta él la fama del progreso y la pujanza chilenos y arribaba con la maleta y los bolsillos vacíos; pero con la cabeza llena de sueños. Venía de Centroamérica, tierra eslabonada de volcanes; le asomaban sobre los labios gruesos y ansiosos bigotes mandarinescos que después domaría a cera, y traía unas epístolas de presentación para Lastarria, Barrios Arana, Amunátegui y Vicuña Mackenna, ─ los historiadores consagrados como que ya tenían una obra enorme e imprescindible. Lastarria el leader pipiolo que se enfrentó al peluconismo, era llamado el maestro en algunos de nuestros países. Darío presentó las cartas de recomendación del general Cañas, muy conocido en su casa, y creyó llegar a París al tranquear sobre las piedras bravías del Santiago de aquel entonces: casas de huéspedes del ciclo bestganiano; casonas con zaguán, cochera y mojinete; riacho desmandado y con nombre indígena y uno que otro palacete con columnas y cariátides de yeso que dejaron maravillado al autor de la Canción del oro: el hombre venía rectamente del Momotombo a Santiago…

   Ingresó a La Época, diario de un millonario del cual pudo ser el poeta, el Horacio o el Propercio. Pero en vez de Mecenas se encontró con el señor Mac-Clure, director, que evidentemente le sirvió de modelo simbólico para el célebre cuento en que el poeta toca el organillo bajo la nieve para entretener a su señor, el rey burgués.

   En La Época acampaba una especie de bohemia de guante blanco que cenaba alegremente, es decir, en buena compañía en el viejo restaurante Gage; que en las tardes se trasladaba en victoria arrendada bajo los árboles polvorientos del Parque; que leía libro y diarios franceses y que iba donde a M. Chopis, en los portales en que aun queda uno que otro espejito y cegatón a admirar los primeros bronces Barvedienne llegados a Santiago.

   Rubén ingresaba al país cuando empieza a sonar la plata del salitre y el Chile orgulloso y pobretón iba a pasar o pasaba ya de la estrechez de pellegería (sic) en que creció a lo que te criaste a la riqueza y abundancia que según Plutarco, moralista, corrompió a la misma Esparta después del triunfo sobre Atenas.

   El poeta estaba encantado con la ciudad; pero crucificado sin tregua por la modicidad franciscana de la soldada que en forma de cuentagotas o recibos a caja le suministraba Cartagena, administrador de diario. Pero, a pesar de esa circunstancia molestísima y  acaso para trascordarse momentáneamente de ella, el poeta solía sumergir sus escuálidos recursos en el Santiago tenebroso de los barrios excéntricos… Rodaba y se le creía perdido para siempre; pero, afortunadamente, Ortiz, portero y baquiano, no tardaba en rescatarlo, restituyéndolo, deshecho y arrepentido, a los pies de la Venus de Milo, que presidía con impasibilidad parnasiana los salones de La Época.

   Cursaba el tiempo a que alude en la epístola en que se lamenta de lo amargo de su memoria chilena.

   Tenía entonces veintiún años y le temblaba a las ánimas del purgatorio y al cobrador que lo urgía con la factura de su levitón romántico, eventos en que se encomendaba, tanto a sus devociones de creyente, como al contenido de la calabaza para el ron, importada por él desde las faldas en ebullición del Momotombo y el Ometepe.

   Entre escapatoria y escapatoria, seguida de las afortunadas pesquisas de Ortiz, conserje criollo, se extendía generalmente una corta tregua de abstinencia en que Darío, se devoraba fajo de Le Fígaro, que llegaban a La Época, y los paquetes postales con los libros recién aparecidos de Catulle Mendes, Armand Silvestre, Leconte de Lisle, remitidos a algunos de sus amigos.

   Lo eterno, hecho de belleza y novedad; lo indestructible de su obra innovadora aguijoneada por la necesidad, era escrito, pues, cuando hallándose en pucé, como dicen en el barrio bohemio de París, el poeta se encerraba en plan de cenobita, para lo cual sentía una vocación muy decidida durante las abstinencias interrumpidas no bien lograba ponerle la mano encima a unos cuantos pesos, francos o pesetas.

   Tenía yo doce o trece años cuando lo conocí, y demás está decir que me causaba una curiosidad que seguramente era el fantasma literario que empezaba a entrárseme al cuerpo.

   Sonaba ya orientalmente el nombre del poeta exótico y luego apareció un librito, costeado por Pedro Balmaceda: Abrojos, mezcla de Bécquer, Heine y poquito de Campoamor, en que evidentemente, hay más de una saeta que habrían suscrito muy complacidos el ruiseñor sevillano o el que hizo su nido en la peluca de Voltaire.

   Poco después, Darío absorbió con indecible fruición los pesos, casi a la par, con que el Certamen Varela premió en hora oportunísima para su autor el Canto a las Glorias de Chile, que años después tuve la gratísima sorpresa de ver encaramado en los anaqueles de la calle de Alcalá, tronío de la vida madrileña anterior al Apocalipsis de estos momentos tremendos.

   Como de costumbre volaron en un santiamén los pesos gordos del Certamen, y Darío continuó con la corbata apretada por las penurias y prendida por sus angustias sin fin. Y para mayor desolación, se habían dispersado, siguiendo diversas trayectorias, los amigos de La Época, que habían ilustrado sus páginas con firmas mundiales y el poeta fue a dar a una pensión de patio con naranjo, jaulas, quiltros y una patrona inflexible con los remisos en materia de abonos mensuales. Extendió sobre los ladrillos cuadrados unos ejemplares, como sábanas, de El Ferrocarril: tendía encima un colchón con más relleno de papeles que lana auténtica y colgó en un clavo de gancho el levitón –pieza de resistencia de su indumento de cuatro estaciones— el levitón y su sombrero de ocho luces en que esta vez se reflejó la de la vela colocada en una botella vacía… No estoy seguro, aun cuando vi aquel cuartucho con estos ojos que se ha de comer la tierra, que hubiera mesa y sillas.

   El poeta saturniano se tendió en su lecho –más de abrojos que de rosas; —juntó sobre sus bigotes chinescos sus manos de marqués, como decía modestamente; cerró los ojos, lo que no le costa mucho, y comenzó a evocar a la reina Mab… Plena imaginación, pleno estado subconsciente.

   Parecía un sonámbulo –siempre lo fue; — el Azul…empezó a llenar fastuosamente el tabuco de cuarta cuadra, y si Cervantes no comió cuando terminó el Quijote, Darío, a su vez y distancias guardadas, cenaba tarde, mal y  nunca en los días y las noches ultra-bohemias en que pergeñó el librito augural que iba a ser la Biblia estética de la transformación literaria que empezara con él. Sin las princesas, los faunos, los caramillos y los clavicordios del empalagoso período versallesco, el Azul…  y los Cantos de Vida y Esperanza son lo más perpetuamente hermoso dejado por el poeta de la pieza con las vigas al aire, el papel hecho girones y los ladrillos cuadrados en que correteaban las cucarachas, como en los cuentos de Anderson.

   Llega el momento de preguntar quién, por dado a la quiromancia que hubiere sido, habría predicho en el huésped de la pensión con sopa boba como la de la puerta de convento, el mago de la transformación que empieza con el Azul

   Ese libro fue la revolución literaria, una revolución impregnada de influencias francesas; pero respetuosa del rico instrumento idiomático a que frecuentemente le achacan un supuesto pauperismo léxico los que no lo conocen o no saben manejarlo. En efecto, el innovador de 1888 no dislocó ni atropelló el idioma al transformar la poesía española, remozando sus ritmos y acercándose a Góngora, el desconcertante racionero de una iglesia cordobesa que al reaparecer, permite creer, como dice Cruz Ocampo, que la sensibilidad sigue hoy los mismo caminos de la antigua.

   Al entreabrir la puerta gruñidora tras la cual Darío soñaba su Azul, se habría podido pensar que se trataba de un hombre derribado por la vida. No era así: la realidad hosca y fría era una cosa y otra su espíritu, mezcla de volubilidad  y de fuerza, de desfallecimientos y nuevos ímpetus. El poeta empieza donde acaba el hombre.

   Emperrado e indiferente ante su vía crucis, era frecuente que se quedara  mirando en el vacío, como a la espera de sus frases maravillosas y siempre musicales, aunque prescindiera de la rima.

   Sonaba un organillo callejero, tartamudeando una melodía verdiana, y  sonreía volviendo a la agria realidad… Se abría la puerta que dejaba ver el naranjo nupcial de los patios andaluces, y aparecía una merienda digan de la cárcel sevillana en que entonaron juntos la salve crepuscular, rezada en coro por los presos, Miguel de Cervantes y Mateo Alemán, es decir Don Quijote y Guzmán de Alfarache.

   Algunos meses después de su posada natalinesca, Darío se trasladó al puerto y apareció entre las grúas, los fardos y los braceros del malecón. Le habían dado un empleo para matar el hambre –pesador de Aduanas o algo así,─ lo que afortunadamente, sirvió para que escribiera un cuento a la manera realista cogido en las faenas de la carga de los lanchones con un friso de gaviotas en la borda y  unos brochazos de azarcón en la panza.

   Quiso redactar en un diario porteño,  y le dijeron que desgraciadamente, escribía demasiado bien para Valparaíso… Tiempos en gris mayor— debe haber pensado Darío.

   Se paseaba cogido de la aorta por una angustia indecible y no se hartaba de mirar el mar, negro y a batacazos con los malecones, en invierno. Se agravaban su hiperemotividad, sus obsesiones, sus estados de ansiedad angustiosa.

   El poeta en camino de ser un hombre universal, por más que no fue un creador sino un innovador, era protegido a la sazón por el doctor Galleguillos, y cuando el día tendía un reguero esterlino sobre el mar de la tarde, Darío se echaba cerro arriba, con el ánimo en un hilo, las manos frías, el estómago vacío.

   Quería irse; se hizo una suscripción modestísima, se obtuvo un pasaje de gorra y un día cualquiera se supo que se había marchado con un equipaje de príncipe azul metido en un cajón de vino Panquehue… Yba lleno de recuerdo, fugazmente amables o brutalmente perros.

   En cambio nos dejaba dos hechos gloriosos que nunca sabremos agradecer lo bastante: El Canto Épico y Azul…    

   Y como a quien se muda Dios lo ayuda, lo protegió un Presidente poeta, estadista escritor y teólogo, el señor Núñez, colombiano eminente; visitó de refilón a la España pesimista y abúlica de la Regencia en que aún se entonaban los períodos barrocos de Castelar, los poemas de atuendo romántico de Núñez de Arce y las Doloras con encantos e ingenuidades de aldea de Campoamor.

   Castelar le dijo unas frases con pompa de carro alegórico; doña Emilia Pardo, aún guapa, le dedicó un retrato de condesa, que era de lo que menos tenía; don Benito Pérez Galdós le obsequió con sus novelas realistas y sus Episodios Nacionales, inspirados como técnica, en los de Erckmann Chatrian, y don Juan Varela le reiteró el tonificante espaldarazo que le había anticipado en La Nación de Buenos Aires. 

   Siguió luego a visar facturas consulares en San María del Buen Aire, como dicen la lejana fundación española y Rodríguez Larreta. Ahí tuvo su pena y su revista y no tardó en ser el sacerdote magno de la renovación literaria a que se apresuró a ingresar con sus Montañas de Oro, un mocetón con anteojos, bigote recio y renegrido y unos ímpetus de pampero; aludo al pobre Lugones que no hace mucho dejó una frase desgarradora, puntuada por un tiro suicida.

   Cordillera de por medio, Darío disparó para este lado de la montaña una frase amarga; pero no injusta, porque entre nosotros fue incomprendido: —A veces me figuro que he tenido un mal sueño al pensar en mi permanencia en ese hermoso país. Eso sí que a Chile le agradezco una inmensa cosa: la iniciación en la lucha por la vida— decían esa frase y esa carta.

   Años después volvía encontrarlo en el ancho teatro del mundo, Madrid en este caso, donde llegué por primera vez con un capital de treinta años y un nombramiento de segundo secretario de Legación. Era todavía el Madrid galdosiano con sus Calatravas campaneando tarde y mañana, con las novelas cromáticas de Blasco Ibáñez y con un rey  con una corona más grande que él en su cabeza austríaca y borbónica.

   En la Castellana de Recoletos llameaba un cartel escrito con sangre de toro anunciando La Horda, y en el Alto Aragón voceaba Joaquín Costa, el león de Graus, la necesidad de una política quirúrgica y la urgencia de echarle doble llave a los huesos del Cid y del Paladín de la Quimera.

   La madre España, hoy en sangre de alumbramiento, acababa de perder sus últimas colonias; se le había escapado un hemisferio entre las manos de tanto Austria y tanto Borbón, y  se extendía más y más a la cerrazón de un pesimismo indeclinable. Pero España no podía ni puede morir, porque sin ella el Viejo Mundo quedaría despojado del Castillo cuadrangular que le franquea, avanzando hacia el Atlántico. Anularla o reducirla sería dejar un gran hueco en la historia del mundo y no es aventurado decir que en los primeros años de este siglo ya empezaba a germinar la protesta volcánica en que el pueblo español pediría la cuenta tremenda de los que se hizo el Descubrimiento y la Colonización de América— obra populista de la masa, desprendida del Romancero, que siguió a Descubridores y Conquistadores.

   El país fundador estaba como aturdido y en el Madrid a medio encandilar de entonces sólo fulguraban los claveles de la Imperio coronando el arranque bravío y sensual del baile castizo.

   Teatro afrancesado de Benavente; novelas y dramas de Galdós, don Benito, ídolo nacional; tomos y más tomos de Menéndez Pelayo; primero romances y primeros rezongos de Baroja, fuertemente influenciado por Gorki; sonatas con música de órgano y ruido de armas carlistas de Valle-Inclán; paradojas, ansias y llamarazos espirituales de Unamuno, el rector salmantino.

   De ahí en set cinemático los primeros años hispánicos de este siglo: España sentía un deseo indomable, según Ortega y Gasset, de perpetuarse. Error, si no me equivoco, porque todo organismo vivo despierta y se defiende, según la ley biológica.

   Llameaba Unamuno dando muestras de su tortura espiritual; gruñía Baroja entre la bruma  y la morriña, gratas a la silueta esquiva de Avinareta, y Zuloaga simbolizaba a la España de ese momento abrumador en el picador que vuelve de la corrida horquillando el caballejo de Rocinante y teniendo al fondo un poblacho castellano aparragado alrededor de una torre de catedral y de la colegiata.

   Tal es el momento en que Darío aparece en gloria y majestad intelectual en el Madrid de 1905[1].

   El poeta  ya no era el de la pensión de cuarta cuadra y segundo patio. La gordura, caricaturizando su espigada silueta de otro tiempo, había hecho desaparecer el aspecto de sonámbulo que tenía cuando ayunaba y soñaba en el Azul… de sus aperreados veinte años. En vez del levitón que en Santiago estilizó su figura bohemia, llegaba a la Corte borbónica y austríaca con casaca y  espadín y en vez de chistera, sombrero emplumado y  con escarapela nicaragüense.

   Es el momento-cumbre de su ascensión estética a la gloria auténtica, es decir, a la que puede ir más allá de lo nativo o local.

   Tenía cuarenta y un años[2]  y llegaba con algo perdurable, si no eterno, porque era lo nuevo, más la música de Cantos de Vida y Esperanza.

   Años después, caminaba ante las aguas translúcidas del Mediterráneo. Se sentía enfermo y vagaba con los nervios sensoriales al desnudo. Estaba en la isla en tricromía que escuchó la Marcha Fúnebre de Chopin y que vio a George Sand con sus encajes transparentes y en rol de vampiresa…

   Rubén vagaba entre las rosas que florean la sombra azul de la Cartuja. Juntaba las manos temblando supersticiosamente ante la desgracia  y la muerte y al disparar la mirada en la lejanía dorada del mar-rey, tal vez recordaba la frase cruel de Maurice Barrés, porque no había sido un creador, sino un innovador genial…: Y allá lejos, sólo tierras desconocidas y nada más que repeticiones de nuestra Europa.

   Oraba, y él, que no tenía nada de qué arrepentirse porque no le hizo mal a nadie, sollozaba queriendo ingresar a la orden seráfica en calidad, seguramente, de hermano verso… Lloraba y se horrorizaba ante la idea de la muerte en la isla maravillosa en que bien pudo nacer la Primavera de Botticelli o efectuarse L᾽embarquement pour Cythere.

   Anonadado por el efecto que produjo en su ánimo contristado la conflagración europea de 1914, volvió a morir en su tierra de volcanes.

   Con el mismo, porque no podríamos olvidar que es el autor del poema épico escrito en 1887, y que en 1928 llenaba los anaqueles de la calle de Alcalá con su título epopéyico: Cantos a las Glorias de Chile.

   Darío tiene un busto en París y una glorieta, como la del Fénix de los Ingenios, en Madrid; pero en Santiago del Nuevo Extremo no hay ni una calleja, ni una plazoleta, ni una plancha de lata con su nombre oriental e inmortal.

   Sin embargo, bastarían unos pocos pesos para colocar su cabeza sobre una estela de piedra, a la sombra de las rosas y mirando la cordillera con sus ojos sin pupilas.

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* Publicado en “ARIEL”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de octubre de 1938. Serie IX. Número 27. Pág. 723. Director: Froylán Turcios. En: “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de abril de 1942. Serie XXXVII. Número 111. Pág. 2743 – 2745.. Director: Froylán Turcios



[1] El año correcto, 1892. Nota de Eduardo Pérez-Valle h.
[2] Acá tenemos una digresión, puesto que, a la fecha señalada por el autor, corresponderían 38 años de edad. Nota de EPV h., director-editor Blogspot. 

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Emilio Rodríguez Mendoza: intelectual chileno (Valparaíso, 1873 - 1960)
Datos obtenidos en Internet: Escritor; incursionó en la novela, ensayo, crónicas y especialmente en el periodismo; se inició como redactor fundador del diario "La Ley", en 1894, con el pseudónimo de "A. de Gery" y en que publicó su primer libro prologado por Rubén Darío. Colaboró en los diarios "La Tarde" y "La Libertad Electoral". En 1903 fue redactor del diario "El Ferrocarril" y profesor de Historia del Arte, en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Chile. En el año 1910 fue redactor del diario "El Mercurio" y publicó una novela, editada en Paris. En 1912 fue secretario de la Legación en Bélgica y Holanda y en 1914, secretario de la Legación en Argentina. Durante el año 1917 fue redactor del diario "La Nación" de Santiago. En el año 1935 fundó y fue el primer redactor del diario "La Hora". Colaboró también, con las revistas "La Lectura" de Madrid, "La Nación" de Buenos Aires y la "Revista de Chile".Usó diferentes pseudónimos, como: Garrick, Juan Jil, Papá Goriot, Fray Candil, Mister Quidam, A. de Gery, L´Aiglon y Don Caprice. Fue miembro correspondiente de la Academia de Historia y Geografía del Brasil; de la de Historia de Colombia; de la Real Academia Española de San Fernando y de la Academia Chilena de la Historia.