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No diviso qué de
nuevo se puede contar sobre Rubén, si ya se ha dicho todo, cierto o no, justo o
injusto, sobre su vida desgarrada, sus versos innovadores y su anecdotario
pintoresco…
Todo; pero tal vez
no se ha investigado lo bastante sobre la mixtura de razas que debió haber en
el célebre nicaragüense con fisonomía de malayo, manos de marqués y silueta alta y fina: un complejo físico.
Plásticamente,
tenía mucho del indio del Motobamba pero parece evidente que también tenía una
dosis apreciable si no preponderante de sangre europea, y llena, por
consiguiente, de ancestralismo, porque, de otro modo no se explica su entrada
de sopetón y sin tanteos previos, a lo más delicado y abstruso de la poesía de
las postrimerías del siglo pasado: entró a la innovación como a un campo
propio, y, en consecuencia, no está suficientemente explicado el misterio
racial del indio que aun antes de arribar a París con su levitón, su latín, su Azul… y su alcohol, que irrigaba zonas
desconocidas de su espíritu, ya estaba familiarizado con todos los matices del
modernismo finisecular.
Sería de un interés
innegable la realización de un estudio documental, es decir, científico, sobre
la geanología rubeniana, y me permito señalar el tema, tanto más novedoso
cuanto que lo crítico y lo anecdótico
sobre Darío parece agotado. Y tan agotado, que al hacerlo comparecer en esta
sala con sus ojos de astrólogo y su sombrero de ocho luces, más de la madrugada
a que era tan adicto, tendré que hacer no sé qué malabarismos para no repetir
lo que he contado al amor de los recuerdos y de la letra de molde.
Santiago del Nuevo
Extremo ─y menos
mal que no le pusieron extremo…─
ha tenido siempre una especie de imán ara la gente de otras tierras. La única
manera de pasarlo bien aquí es ser extranjero ─decía don Marcial Martínez Cuadro, anglófilo,
locuaz, cultísimo y dotado de una ironía tan certera como personalísima.
Viene de lejos en
la cronología y la idiosincrasia nacionales
esto del imán, y cuando en tierras de Martín Fierro degollando con música de
candombe don Juan Manuel de Rosas, aquí llegaba a uña de mula lo más espigado
del espíritu y del reformismo de la otra banda: Mitre en busca de historiales
sobre San Martín, la Emancipación y la Expedición Libertadora; Sarmiento,
maldiciente y genial, y Alberdi con sus Bases
constitucionales diseñadas a la sombra provincial de los chirimoyos
quillotanos.
Afluían emigrados
de todas las latitudes del continente en sangre: de Colombia, revolucionaria y
dialéctica; del Ecuador maravilloso, recién disgregado de la vasta concepción
bolivariana; del Perú virreinal; de la Argentina laceada por Facundo; del
Uruguay acosado por Oribe…
El Chile seriecito
y austero de la organización, lograda con unos cuantos pesos pero severamente
administrados, era una especie de casa de huéspedes del continente
convulsionado, y las puertas de cuarterones de entonces vieron pasar una serie
de celebridades en futuro hipotético, porque eran muy duros aquellos tiempos.
Enraban en silencio a sus cuartuchos enladrillados y con techos de colihues;
encendían un velón de sebo y se ponían a escribir versos nostálgicos, libros
profundos o artículos furibundos contra los tiranos empenachados y presuntuosos
que alardeaban en todas partes del continente en plena ensayología punzó.
Sarmiento por su parte, daba puñetazos, clavaba las uñas en el álamo de la mesa
en bruto y soltaba terno tras terno sanjuanino contra Rosas; contra Bello
clasicista y codificador; contra Lastarria, escritor y pensador, o contra
Jotabeche, punzante y nacionalista.
En cuanto a
panorama, Santiago no era lo corriente en los poblados indo barrocos de
entonces: balcones volados para ver el paso de las procesiones o de los
soldados victoriosos; plazoletas con una fuente o un pilón; rejas con un gajo
de palma bendita, más la Cañada, el puente del corregidor Zañartu y una que
otra torre con campanas de cobre coquinbano.
Ingresó a La Época, diario de un millonario del cual pudo ser el poeta, el
Horacio o el Propercio. Pero en vez de Mecenas se encontró con el señor
Mac-Clure, director, que evidentemente le sirvió de modelo simbólico para el
célebre cuento en que el poeta toca el organillo bajo la nieve para entretener
a su señor, el rey burgués.
En La Época acampaba una especie de bohemia
de guante blanco que cenaba alegremente, es decir, en buena compañía en el
viejo restaurante Gage; que en las tardes se trasladaba en victoria arrendada
bajo los árboles polvorientos del Parque; que leía libro y diarios franceses y
que iba donde a M. Chopis, en los portales en que aun queda uno que otro
espejito y cegatón a admirar los primeros bronces Barvedienne llegados a
Santiago.
Rubén ingresaba al país cuando empieza a
sonar la plata del salitre y el Chile orgulloso y pobretón iba a pasar o pasaba
ya de la estrechez de pellegería (sic) en que creció a lo que te criaste a la riqueza y abundancia que
según Plutarco, moralista, corrompió a la misma Esparta después del triunfo
sobre Atenas.
El poeta estaba encantado con la ciudad;
pero crucificado sin tregua por la modicidad franciscana de la soldada que en
forma de cuentagotas o recibos a caja le suministraba Cartagena, administrador de
diario. Pero, a pesar de esa circunstancia molestísima y acaso para trascordarse momentáneamente de
ella, el poeta solía sumergir sus escuálidos recursos en el Santiago tenebroso
de los barrios excéntricos… Rodaba y se le creía perdido para siempre; pero,
afortunadamente, Ortiz, portero y baquiano, no tardaba en rescatarlo,
restituyéndolo, deshecho y arrepentido, a los pies de la Venus de Milo, que
presidía con impasibilidad parnasiana los salones de La Época.
Cursaba el tiempo a que alude en la epístola
en que se lamenta de lo amargo de su
memoria chilena.
Tenía entonces veintiún años y le temblaba a
las ánimas del purgatorio y al cobrador que lo urgía con la factura de su
levitón romántico, eventos en que se encomendaba, tanto a sus devociones de
creyente, como al contenido de la calabaza para el ron, importada por él desde
las faldas en ebullición del Momotombo y el Ometepe.
Entre escapatoria y escapatoria, seguida de
las afortunadas pesquisas de Ortiz, conserje criollo, se extendía generalmente
una corta tregua de abstinencia en que Darío, se devoraba fajo de Le Fígaro, que llegaban a La Época, y los paquetes postales con
los libros recién aparecidos de Catulle Mendes, Armand Silvestre, Leconte de
Lisle, remitidos a algunos de sus amigos.
Lo eterno, hecho de belleza y novedad; lo
indestructible de su obra innovadora aguijoneada por la necesidad, era escrito,
pues, cuando hallándose en pucé, como
dicen en el barrio bohemio de París, el poeta se encerraba en plan de cenobita,
para lo cual sentía una vocación muy decidida durante las abstinencias interrumpidas
no bien lograba ponerle la mano encima a unos cuantos pesos, francos o pesetas.
Tenía yo doce o trece años cuando lo conocí,
y demás está decir que me causaba una curiosidad que seguramente era el
fantasma literario que empezaba a entrárseme al cuerpo.
Sonaba ya orientalmente el nombre del poeta
exótico y luego apareció un librito, costeado por Pedro Balmaceda: Abrojos, mezcla de Bécquer, Heine y
poquito de Campoamor, en que evidentemente, hay más de una saeta que habrían
suscrito muy complacidos el ruiseñor sevillano o el que hizo su nido en la
peluca de Voltaire.
Poco después, Darío absorbió con indecible
fruición los pesos, casi a la par, con que el Certamen Varela premió en hora
oportunísima para su autor el Canto a las
Glorias de Chile, que años después tuve la gratísima sorpresa de ver
encaramado en los anaqueles de la calle de Alcalá, tronío de la vida madrileña
anterior al Apocalipsis de estos momentos tremendos.
Como de costumbre volaron en un santiamén
los pesos gordos del Certamen, y Darío continuó con la corbata apretada por las
penurias y prendida por sus angustias sin fin. Y para mayor desolación, se
habían dispersado, siguiendo diversas trayectorias, los amigos de La Época, que habían ilustrado sus
páginas con firmas mundiales y el poeta fue a dar a una pensión de patio con
naranjo, jaulas, quiltros y una patrona inflexible con los remisos en materia
de abonos mensuales. Extendió sobre los ladrillos cuadrados unos ejemplares,
como sábanas, de El Ferrocarril:
tendía encima un colchón con más relleno de papeles que lana auténtica y colgó
en un clavo de gancho el levitón –pieza de resistencia de su indumento de
cuatro estaciones— el levitón y su sombrero de ocho luces en que esta vez se
reflejó la de la vela colocada en una botella vacía… No estoy seguro, aun
cuando vi aquel cuartucho con estos ojos que se ha de comer la tierra, que
hubiera mesa y sillas.
El poeta saturniano se tendió en su lecho
–más de abrojos que de rosas; —juntó sobre sus bigotes chinescos sus manos de marqués, como decía
modestamente; cerró los ojos, lo que no le costa mucho, y comenzó a evocar a la
reina Mab… Plena imaginación, pleno estado subconsciente.
Parecía un sonámbulo –siempre lo fue; — el
Azul…empezó a llenar fastuosamente el tabuco de cuarta cuadra, y si Cervantes
no comió cuando terminó el Quijote,
Darío, a su vez y distancias guardadas, cenaba tarde, mal y nunca en los días y las noches ultra-bohemias
en que pergeñó el librito augural que iba a ser la Biblia estética de la
transformación literaria que empezara con él. Sin las princesas, los faunos,
los caramillos y los clavicordios del empalagoso período versallesco, el Azul…
y los Cantos de Vida y Esperanza
son lo más perpetuamente hermoso dejado por el poeta de la pieza con las vigas
al aire, el papel hecho girones y los ladrillos cuadrados en que correteaban las
cucarachas, como en los cuentos de Anderson.
Llega el momento de preguntar quién, por
dado a la quiromancia que hubiere sido, habría predicho en el huésped de la
pensión con sopa boba como la de la puerta de convento, el mago de la
transformación que empieza con el Azul…
Ese libro fue la revolución literaria, una
revolución impregnada de influencias francesas; pero respetuosa del rico
instrumento idiomático a que frecuentemente le achacan un supuesto pauperismo
léxico los que no lo conocen o no saben manejarlo. En efecto, el innovador de
1888 no dislocó ni atropelló el idioma al transformar la poesía española,
remozando sus ritmos y acercándose a Góngora, el desconcertante racionero de
una iglesia cordobesa que al reaparecer, permite creer, como dice Cruz Ocampo,
que la sensibilidad sigue hoy los mismo caminos de la antigua.
Al entreabrir la puerta gruñidora tras la
cual Darío soñaba su Azul, se habría
podido pensar que se trataba de un hombre derribado por la vida. No era así: la
realidad hosca y fría era una cosa y otra su espíritu, mezcla de
volubilidad y de fuerza, de
desfallecimientos y nuevos ímpetus. El
poeta empieza donde acaba el hombre.
Emperrado e indiferente ante su vía crucis,
era frecuente que se quedara mirando en
el vacío, como a la espera de sus frases maravillosas y siempre musicales,
aunque prescindiera de la rima.
Sonaba un organillo callejero, tartamudeando
una melodía verdiana, y sonreía
volviendo a la agria realidad… Se abría la puerta que dejaba ver el naranjo
nupcial de los patios andaluces, y aparecía una merienda digan de la cárcel
sevillana en que entonaron juntos la salve crepuscular, rezada en coro por los
presos, Miguel de Cervantes y Mateo Alemán, es decir Don Quijote y Guzmán de Alfarache.
Algunos meses después de su posada
natalinesca, Darío se trasladó al puerto y apareció entre las grúas, los fardos
y los braceros del malecón. Le habían dado un empleo para matar el hambre
–pesador de Aduanas o algo así,─ lo que afortunadamente, sirvió para que
escribiera un cuento a la manera realista cogido en las faenas de la carga de
los lanchones con un friso de gaviotas en la borda y unos brochazos de azarcón en la panza.
Quiso redactar en un diario porteño, y le dijeron que desgraciadamente, escribía
demasiado bien para Valparaíso… Tiempos en gris mayor— debe haber pensado
Darío.
Se paseaba cogido de la aorta por una
angustia indecible y no se hartaba de mirar el mar, negro y a batacazos con los
malecones, en invierno. Se agravaban su hiperemotividad, sus obsesiones, sus
estados de ansiedad angustiosa.
El poeta en camino de ser un hombre
universal, por más que no fue un creador sino un innovador, era protegido a la
sazón por el doctor Galleguillos, y cuando el día tendía un reguero esterlino
sobre el mar de la tarde, Darío se echaba cerro arriba, con el ánimo en un
hilo, las manos frías, el estómago vacío.
Quería irse; se hizo una suscripción
modestísima, se obtuvo un pasaje de gorra y un día cualquiera se supo que se
había marchado con un equipaje de príncipe azul metido en un cajón de vino
Panquehue… Yba lleno de recuerdo, fugazmente amables o brutalmente perros.
En cambio nos dejaba dos hechos gloriosos
que nunca sabremos agradecer lo bastante: El
Canto Épico y Azul…
Y como a quien se muda Dios lo ayuda, lo
protegió un Presidente poeta, estadista escritor y teólogo, el señor Núñez,
colombiano eminente; visitó de refilón a la España pesimista y abúlica de la
Regencia en que aún se entonaban los períodos barrocos de Castelar, los poemas
de atuendo romántico de Núñez de Arce y las Doloras
con encantos e ingenuidades de aldea de Campoamor.
Castelar le dijo unas frases con pompa de
carro alegórico; doña Emilia Pardo, aún guapa, le dedicó un retrato de condesa,
que era de lo que menos tenía; don Benito Pérez Galdós le obsequió con sus
novelas realistas y sus Episodios
Nacionales, inspirados como técnica, en los de Erckmann Chatrian, y don
Juan Varela le reiteró el tonificante espaldarazo que le había anticipado en La Nación de Buenos Aires.
Cordillera de por medio, Darío disparó para
este lado de la montaña una frase amarga; pero no injusta, porque entre
nosotros fue incomprendido: —A veces me
figuro que he tenido un mal sueño al pensar en mi permanencia en ese hermoso
país. Eso sí que a Chile le agradezco una inmensa cosa: la iniciación en la
lucha por la vida— decían esa frase y esa carta.
Años después volvía encontrarlo en el ancho
teatro del mundo, Madrid en este caso, donde llegué por primera vez con un
capital de treinta años y un nombramiento de segundo secretario de Legación.
Era todavía el Madrid galdosiano con sus Calatravas campaneando tarde y mañana,
con las novelas cromáticas de Blasco Ibáñez y con un rey con una corona más grande que él en su cabeza
austríaca y borbónica.
En la Castellana de Recoletos llameaba un
cartel escrito con sangre de toro anunciando La Horda, y en el Alto Aragón voceaba Joaquín Costa, el león de
Graus, la necesidad de una política quirúrgica y la urgencia de echarle doble
llave a los huesos del Cid y del Paladín de la Quimera.
La madre España, hoy en sangre de
alumbramiento, acababa de perder sus últimas colonias; se le había escapado un
hemisferio entre las manos de tanto Austria y tanto Borbón, y se extendía más y más a la cerrazón de un
pesimismo indeclinable. Pero España no podía ni puede morir, porque sin ella el
Viejo Mundo quedaría despojado del Castillo cuadrangular que le franquea,
avanzando hacia el Atlántico. Anularla o reducirla sería dejar un gran hueco en
la historia del mundo y no es aventurado decir que en los primeros años de este
siglo ya empezaba a germinar la protesta volcánica en que el pueblo español
pediría la cuenta tremenda de los que se hizo el Descubrimiento y la Colonización
de América— obra populista de la masa, desprendida del Romancero, que siguió a
Descubridores y Conquistadores.
El país fundador estaba como aturdido y en
el Madrid a medio encandilar de entonces sólo fulguraban los claveles de la
Imperio coronando el arranque bravío y sensual del baile castizo.
Teatro afrancesado de Benavente; novelas y
dramas de Galdós, don Benito, ídolo nacional; tomos y más tomos de Menéndez
Pelayo; primero romances y primeros rezongos de Baroja, fuertemente
influenciado por Gorki; sonatas con música de órgano y ruido de armas carlistas
de Valle-Inclán; paradojas, ansias y llamarazos espirituales de Unamuno, el
rector salmantino.
De ahí en set cinemático los primeros años hispánicos de este siglo: España
sentía un deseo indomable, según Ortega y Gasset, de perpetuarse. Error, si no
me equivoco, porque todo organismo vivo despierta y se defiende, según la ley
biológica.
Llameaba Unamuno dando muestras de su
tortura espiritual; gruñía Baroja entre la bruma y la morriña, gratas a la silueta esquiva de
Avinareta, y Zuloaga simbolizaba a la España de ese momento abrumador en el
picador que vuelve de la corrida horquillando el caballejo de Rocinante y
teniendo al fondo un poblacho castellano aparragado alrededor de una torre de catedral
y de la colegiata.
Tal es el momento en que Darío aparece en
gloria y majestad intelectual en el Madrid de 1905[1].
El poeta
ya no era el de la pensión de cuarta cuadra y segundo patio. La gordura,
caricaturizando su espigada silueta de otro tiempo, había hecho desaparecer el
aspecto de sonámbulo que tenía cuando ayunaba y soñaba en el Azul… de sus aperreados veinte años. En
vez del levitón que en Santiago estilizó su figura bohemia, llegaba a la Corte
borbónica y austríaca con casaca y
espadín y en vez de chistera, sombrero emplumado y con escarapela nicaragüense.
Es el momento-cumbre de su ascensión
estética a la gloria auténtica, es decir, a la que puede ir más allá de lo
nativo o local.
Tenía cuarenta y un años[2] y llegaba con algo perdurable, si no eterno,
porque era lo nuevo, más la música de Cantos
de Vida y Esperanza.
Años después, caminaba ante las aguas
translúcidas del Mediterráneo. Se sentía enfermo y vagaba con los nervios
sensoriales al desnudo. Estaba en la isla en tricromía que escuchó la Marcha Fúnebre de Chopin y que vio a
George Sand con sus encajes transparentes y en rol de vampiresa…
Rubén vagaba entre las rosas que florean la
sombra azul de la Cartuja. Juntaba las manos temblando supersticiosamente ante
la desgracia y la muerte y al disparar
la mirada en la lejanía dorada del mar-rey, tal vez recordaba la frase cruel de
Maurice Barrés, porque no había sido un creador, sino un innovador genial…: Y allá lejos, sólo tierras desconocidas y
nada más que repeticiones de nuestra Europa.
Oraba, y él, que no tenía nada de qué
arrepentirse porque no le hizo mal a nadie, sollozaba queriendo ingresar a la
orden seráfica en calidad, seguramente, de hermano verso… Lloraba y se
horrorizaba ante la idea de la muerte en la isla maravillosa en que bien pudo
nacer la Primavera de Botticelli o
efectuarse L᾽embarquement pour Cythere.
Anonadado por el efecto que produjo en su
ánimo contristado la conflagración europea de 1914, volvió a morir en su tierra
de volcanes.
Con el mismo, porque no podríamos olvidar
que es el autor del poema épico escrito en 1887, y que en 1928 llenaba los
anaqueles de la calle de Alcalá con su título epopéyico: Cantos a las Glorias de Chile.
Darío tiene un busto en París y una
glorieta, como la del Fénix de los Ingenios, en Madrid; pero en Santiago del
Nuevo Extremo no hay ni una calleja, ni una plazoleta, ni una plancha de lata
con su nombre oriental e inmortal.
Sin embargo, bastarían unos pocos pesos para
colocar su cabeza sobre una estela de piedra, a la sombra de las rosas y
mirando la cordillera con sus ojos sin pupilas.
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* Publicado en “ARIEL”. Quincenario
antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa
Rica, 1 de octubre de 1938. Serie IX. Número 27. Pág. 723. Director: Froylán
Turcios. En: “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y
Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de abril de 1942. Serie XXXVII. Número
111. Pág. 2743 – 2745.. Director: Froylán Turcios
[1] El año correcto, 1892. Nota de
Eduardo Pérez-Valle h.
[2] Acá tenemos una digresión,
puesto que, a la fecha señalada por el autor, corresponderían 38 años de edad. Nota de EPV
h., director-editor Blogspot.
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Emilio
Rodríguez Mendoza: intelectual chileno (Valparaíso, 1873 - 1960)
Datos obtenidos en Internet: Escritor; incursionó en la novela, ensayo,
crónicas y especialmente en el periodismo; se inició como redactor fundador del
diario "La Ley", en 1894, con el pseudónimo de "A. de Gery"
y en que publicó su primer libro prologado por Rubén Darío. Colaboró en los
diarios "La Tarde" y "La Libertad Electoral". En 1903 fue redactor del diario "El Ferrocarril" y
profesor de Historia del Arte, en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad
de Chile. En el año 1910 fue redactor del diario "El
Mercurio" y publicó una novela, editada en Paris. En 1912 fue secretario
de la Legación en Bélgica y Holanda y en 1914, secretario de la Legación en
Argentina. Durante el año 1917 fue redactor del diario "La
Nación" de Santiago. En el año 1935 fundó y fue el primer redactor del diario
"La Hora". Colaboró también, con las revistas "La
Lectura" de Madrid, "La Nación" de Buenos Aires y la
"Revista de Chile".Usó diferentes pseudónimos, como: Garrick, Juan Jil, Papá
Goriot, Fray Candil, Mister Quidam, A. de Gery, L´Aiglon y Don Caprice. Fue miembro correspondiente de la Academia de Historia y
Geografía del Brasil; de la de Historia de Colombia; de la Real Academia
Española de San Fernando y de la Academia Chilena de la Historia.
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