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RUBÉN DARÍO
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La abuelita se
desalentaba ya. Hubo momentos en que se mesara los blancos cabellos,
desesperada. Las tías iban de casa en casa, preguntando:
─ Es Rubencito. ¿No han
visto a Rubencito?
En la briosa mula
salió el tío Sarmiento en busca del niño.
Las vecinas
comentaban en la plaza.
─ Se ha perdido el
cabezón. Hace tres días no aparece…
─ ¿Quién? ¿El que toca el
órgano?
Apenas tenía siete
años. Ya le habían crecido las alas en los tobillos y la andanza era como un
bíblico imperativo.
El tío dio con él
en lo más enmarañado del potrero… Y como la montaña besaba al pueblo…
Detuvo la mula,
sin hacer ruido, porque le obligaba a abrir los ojos, desmesuradamente, el
hecho en que no quería creer. Pegado a la ubre rosada de una vaca, el niño
sorbía la leche blanca que se hacía espuma en los labios sedientos.
Sangre de toro
tropical, potente y dulce como su lira, tomaba la fuerza del bucólico episodio
para igualar a Rómulo y Remo en la fundación que ha extendido su imperio en los
horizontes que no soñara el romano.
El reino de Rubén
Darío ha oído la música nueva, la trompeta nueva que trajo la gama en su sonido
y en su color: rumores de selvas americanas, pasajes versallescos, cantos a la
Raza, chocar de flechas nativas en lo alto, curvas armoniosas sorprendidas en
las mujeres desnudas en los bosques griegos y
en los heráldicos cuellos de los cisnes…
Lecha milagrosa de
aquella mansa vaca nicaragüense, que indudablemente tenía el poder para
alimentar a un Hércules. ¡Leche de la vaca nicaragüense!
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*Artículo publicado en la revista “ARIEL". Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de noviembre de 1938. Serie X. Número 29. Página 772. Director: Froylán Turcios.
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