domingo, 10 de enero de 2016

RUBÉN DARÍO EN LAS MEMORIAS DE FROYLAN TURCIOS*


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CIV

     ¡Cuántos ilustres personajes conocí en las siete semanas de mi permanencia en Río de Janeiro! Manuel Montoro, Walker Martínez, el Presidente Rodríguez Alves, el barón de Río Branco, Guillermo Valencia, Decoud, Graca Aranha, Francisco de la Barra, Manuel Gondra, Fabio Luz, Samuel Blixen, el conde Prozor, Melián Lafinur, Gonzalo de Quesada y treinta más. Pero, entre todos, Rubén Darío. Este, y Rafael Uribe Uribe, concentraron mi máximo interés. En ellos encontré los dos selectos tipos de humanidad más antagónicos. Uribe, todo médula y acción, poseedor de los más excelsos dones morales: austero, franco, abnegado, valeroso, audaz, persuasivo, simpático, dominante, sin un vicio: rarísimo ejemplar del ideal del caballero perfecto. Orador de trascendental ideología, prosista diáfano y sintético, causeur fluido y admirable, afectaba una despectiva incomprensión por las exquisiteces verbales de algunos célebres poetas, por las rimas que no contuvieran un potente hálito emotivo, un fecundo ritmo creador. Varón sencillo, de apostura elegante y marcial, tendiendo siempre a la claridad y a la línea recta, de airoso paso, de amplios y justos ademanes, blanco, fino aristocrático. Rubén, pasivo, nulo ante cualquier actividad que no se relacionara con la pluma, calificando de salvajes a los valientes y desentendiéndose de las proezas cívicas o heroicas, medroso, egoísta, dipsómano, difícil de palabra, feo, de movimientos indecisos y tardos, maestro imponderable en el dominio de las celestes músicas, la más brillante cumbre de la poesía castellana de todos los tiempos.

     El gran colombiano mostrábase indiferente ante la obra prodigiosa de Darío, a quien no perdonaba su pose ególatra, ni su sempiterna sed de los brebajes malditos.

     ─ Este magno poeta desearía que el mar fuera de coñac para ahogarse en sus ondas.

     El mejor discurso –el único de oceánica profundidad que se pronunció en aquella asamblea de las Américas fue el de Uribe Uribe, fértil en esenciales ideas, como para ser grabado en la eternidad de los bronces. Rubén apenas lo escuchó, sumergido en sus continuas abstracciones. I si acaso habló de él o de su autor en alguna de sus bellas crónicas para La Nación de Buenos Aires fue por incidencia o por no contrariar la corriente de elogios con que se recibió en el Brasil aquella extraordinaria pieza oratoria.

CVII

     En el suntuoso salón de sesiones de la Conferencia, en el Palacio Monroe, los secretarios ocupábamos la segunda fila de butacas. Una mañana, mientras reinaba el silencio interrumpido apenas por el acento monótono de un viejo tribuno atrayendo el sueño de los concurrentes, noté que Rubén me hacía una señal con la diestra, llamándome. Acudí al punto y con amargado rostro me dijo en voz baja:

     ─ Estoy en una situación peligrosísima de la que Ud. puede librarme. Mi vecino de la izquierda es un señor Becú, que me odia a muerte por un tonto asunto de carácter literario en que yo intervine por petición suya. No me dirige la palabra y en cambio me lanza cada dos minutos con los ojos provocaciones iracundas, alternándolas con sonrisas equívocas. ¿No podría usted pedirle un cambio de sitio? Pues de continuar yo así estaría expuesto a un atropello o quizá a cosa más grave.

     Abordé en seguida a Becú que, con el pensamiento a mil leguas del ilustre vate, sumergíase plácidamente en la lectura un grueso volumen. Le expuse mi deseo de estar cerca del maestro, accediendo en el acto y con la mayor cultura a mi demanda. Un momento después, recogidas las llaves de los respectivos escritorios, quedé instalado junto a él. Cuando al finalizar la sesión bajábamos la marmórea escalinata exterior, Darío, rebosando gratitud, y con el acento que empleaba en los instantes solemnes, murmuró abrazándome:

     ─ Me ha salvado usted la vida.

     Con gran esfuerzo pude retener la risa.

     De este modo, viéndole y conversando con él dos veces por día, en la mañana en el Palacio Monroe y en la tarde en su estancia del Hotel Vista Alegre, estudié, analicé, al artífice supremo de nuestro idioma, que apasionó mi adolescencia. Pareció encariñarse conmigo, pues cuando yo no acudía a la hora de costumbre me llamaba por teléfono y hasta fue en una ocasión en automóvil a buscarme. Sus simpatías o afectos no traspasaban cierto límite estrecho y convencional. El no daba de su persona sino partículas  insignificantes. De aquí que no contara con un verdadero y fraterno amigo en el sentido absoluto del término. Se le admiraba, pero seguramente no llegó a inspirar, en los que le conocieron, profundas afecciones. Cuantos ponderan su excepcional cariño por el maestro o compañero falsean la verdad a sabiendas de su error. Rubén se adoraba con exceso a sí mismo para conceder a nadie, por elevado que estuviera en su concepto, un átomo de su ser. I sabido es que quien no da o siembra, ni recibe ni recoge. En Río y en París le traté con relativa confianza. Intimidad no tuvo con ninguno. Le conocí hasta donde era posible bucear en su piélago recóndito, casi siempre amurallado por su orgullo. Teniendo plena conciencia de su valer, exagerábalo hasta la hipérbole cuando se enfadaba o sufría perturbaciones alcohólicas. Asombrábase de la impetuosidad de mi juventud, de mi audaz manera de expresarme y de actuar, de mis atrevidas opiniones que, en su fuero interno, consideraba probablemente irrespetuosas.

     Hablábale una vez de mi propósito de editar dos elegantes volúmenes con sus mejores prosas y poesías. Una íntegra selección presentada por mi mayor aptitud estética.

     ─ La tarea sería muy difícil— exclamó— por la uniforme calidad de mi obra.

     ─ Yo no la juzgo así –le repliqué— y hasta considero que no hay dos páginas suyas de igual mérito. En esos dos tomos exprimiría hasta lo imposible todos sus libros; los exprimiría  hasta extraerles la esencia sobrenatural, el oro auténtico y magnífico, el radium fulgurante. I, obtenida esa finalidad, nadie habrá hecho tanto por su gloria como yo.

     ─ ¿I cuántas páginas contendrían esos dos volúmenes?

     ─ En octavo trescientas el de prosas y ciento cincuenta el de versos.

     ─ ¿I con el resto haría un auto de fe?

     ─ No. Con él pudieran formarse veinte renombres. Pero el supremo en las letras españolas se condensaría en metal eterno en esos dos libros únicos y  definitivos.

     Le mostré la nómina de los textos escogidos. Entusiasmado, manifestó su resolución de facultarme ampliamente y por escrito para realizar en cualquier tiempo mi proyecto, reconociendo de antemano, por la demostración de mi aptitud, que en esas cuatrocientas cincuenta páginas quedaría el resumen de lo mejor y más elevado de su cerebro y de su espíritu. Al día siguiente me entregó aquella nota, que algunas semanas después publiqué en El Liberal de Madrid. Luego me pidió mi álbum de viajes para dedicarme su recuerdo. Como no lo tenía, compré uno. En una primera página tituló sus bellos versos[1]. Aun guardo ese libro lleno de firmas ilustres.

CVIII

     Por ese tiempo sintió Darío un verdecer de ilusiones por la seductora Greta Prozor, hija del conde Prozor, el insuperable traductor de Ibsen. Ponderaba a cada instante el ingenio del padre, sus frases de gran señor, su prestancia caballeresca, para después exaltar, hasta el último límite de la admiración, a la esbelta doncella, dedicando a sus floridos quince años los más puros y amorosos madrigales. 

     Invitados por él a una comida en sus estancias Guillermo Valencia, Samuel Blixen, Molina y yo, al sentarnos a la mesa vimos que ocupaba un sillón a su izquierda un individuo de impecable indumento, alto, sonrosado y hermoso, de ojos azules y larga barba de oro. Ninguno le conocía, y Juan Ramón, intrigado por tan gallarda figura, le examinaba con respeto, sonriéndole cordial.

     Hubo un minuto en que el anfitrión se sintió indispuesto y pidió permiso a sus amigos para retirarse a su dormitorio por algunos instantes. Al levantarse hizo lo mismo el desconocido, en cuyo brazo se apoyó Rubén al salir.

     Reapareció el poeta sin su acompañante. Continuó el ágape, gratamente amenizado por la exquisita erudición de Valencia y las paradójicas anécdotas de Blixen, sabio en máximas letras y en sexuales experiencias.

     En un silencio sólo alterado por el cambio de platos, Molina, solícito, interrogó al maestro:

     ─ ¿I el conde no volverá?

     ─ ¿Qué conde? ─  preguntó a su vez Darío, con gesto de sorpresa.

     ─El conde Prozor, que salió con usted.

     Rubén rompió a reír. I con un tono de regocijada ironía y el movimiento característico de su mano derecha, exclamó sentencioso:

     ─ Cuidado con incurrir en el delito de las imposibles confusiones. El hombre a quien usted se refiere es mi criado Sedano. [2]

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 Notas:

[1] Vi, en la edición de hace varios años de una parte de sus poesías, esos versos escritos espontáneamente en mi álbum, sin expresar a quien fueron dedicados. Ignoro si tal supresión fue hecha por Darío o por su editor. Nunca me interesé en averiguarlo.
[2]  Julio Sedano, de México, quien por seguir a Darío al Brasil en 1906, abandonó en París a su bella mujer y a su hijo. Semejábase tanto a los retratos del emperador Maximiliano que burlones amigos le convencieron de que fue su padre el desventurado archiduque. A hacer más posible  el caso contribuía la fecha de su nacimiento. Como –según Armand Praviel— aseguróse que el príncipe austríaco era hijo adulterino del duque de Reischslad, y, por tanto, nieto de Napoleón. Sedano debió suponerse tataranieto del Capitán del Siglo. No sólo en su aspecto físico, sino también en su trágico fin, existió aquella semejanza. Envuelto en un proceso de espionaje, Sedano fue fusilado en París en 1917. 

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* Este artículo pertenece al libro “MEMORIAS de FROYLAN TURCIOS”, capítulos CIV – CV – CVI.,  y fue publicado por entregas, en la Revista “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de diciembre de 1939. Serie XIX. Número 55. Pág. 1389. Director: Froylán Turcios

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