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CIV
¡Cuántos ilustres
personajes conocí en las siete semanas de mi permanencia en Río de Janeiro!
Manuel Montoro, Walker Martínez, el Presidente Rodríguez Alves, el barón de Río
Branco, Guillermo Valencia, Decoud, Graca Aranha, Francisco de la Barra, Manuel
Gondra, Fabio Luz, Samuel Blixen, el conde Prozor, Melián Lafinur, Gonzalo de
Quesada y treinta más. Pero, entre todos, Rubén Darío. Este, y Rafael Uribe
Uribe, concentraron mi máximo interés. En ellos encontré los dos selectos tipos
de humanidad más antagónicos. Uribe, todo médula y acción, poseedor de los más
excelsos dones morales: austero, franco, abnegado, valeroso, audaz, persuasivo,
simpático, dominante, sin un vicio: rarísimo ejemplar del ideal del caballero
perfecto. Orador de trascendental ideología, prosista diáfano y sintético, causeur fluido y admirable, afectaba una
despectiva incomprensión por las exquisiteces verbales de algunos célebres
poetas, por las rimas que no contuvieran un potente hálito emotivo, un fecundo
ritmo creador. Varón sencillo, de apostura elegante y marcial, tendiendo
siempre a la claridad y a la línea recta, de airoso paso, de amplios y justos
ademanes, blanco, fino aristocrático. Rubén, pasivo, nulo ante cualquier
actividad que no se relacionara con la pluma, calificando de salvajes a los
valientes y desentendiéndose de las proezas cívicas o heroicas, medroso,
egoísta, dipsómano, difícil de palabra, feo, de movimientos indecisos y tardos,
maestro imponderable en el dominio de las celestes músicas, la más brillante
cumbre de la poesía castellana de todos los tiempos.
El gran
colombiano mostrábase indiferente ante la obra prodigiosa de Darío, a quien no
perdonaba su pose ególatra, ni su
sempiterna sed de los brebajes malditos.
─ Este magno poeta
desearía que el mar fuera de coñac para ahogarse en sus ondas.
El mejor discurso
–el único de oceánica profundidad que se pronunció en aquella asamblea de las
Américas fue el de Uribe Uribe, fértil en esenciales ideas, como para ser
grabado en la eternidad de los bronces. Rubén apenas lo escuchó, sumergido en
sus continuas abstracciones. I si acaso habló de él o de su autor en alguna de
sus bellas crónicas para La Nación de
Buenos Aires fue por incidencia o por no contrariar la corriente de elogios con
que se recibió en el Brasil aquella extraordinaria pieza oratoria.
CVII
En el suntuoso
salón de sesiones de la Conferencia, en el Palacio Monroe, los secretarios
ocupábamos la segunda fila de butacas. Una mañana, mientras reinaba el silencio
interrumpido apenas por el acento monótono de un viejo tribuno atrayendo el
sueño de los concurrentes, noté que Rubén me hacía una señal con la diestra,
llamándome. Acudí al punto y con amargado rostro me dijo en voz baja:
─ Estoy en una situación
peligrosísima de la que Ud. puede librarme. Mi vecino de la izquierda es un
señor Becú, que me odia a muerte por un tonto asunto de carácter literario en
que yo intervine por petición suya. No me dirige la palabra y en cambio me
lanza cada dos minutos con los ojos provocaciones iracundas, alternándolas con
sonrisas equívocas. ¿No podría usted pedirle un cambio de sitio? Pues de
continuar yo así estaría expuesto a un atropello o quizá a cosa más grave.
Abordé en seguida
a Becú que, con el pensamiento a mil leguas del ilustre vate, sumergíase
plácidamente en la lectura un grueso volumen. Le expuse mi deseo de estar cerca
del maestro, accediendo en el acto y con la mayor cultura a mi demanda. Un
momento después, recogidas las llaves de los respectivos escritorios, quedé
instalado junto a él. Cuando al finalizar la sesión bajábamos la marmórea
escalinata exterior, Darío, rebosando gratitud, y con el acento que empleaba en
los instantes solemnes, murmuró abrazándome:
─ Me ha salvado usted la
vida.
Con gran esfuerzo
pude retener la risa.
De este modo,
viéndole y conversando con él dos veces por día, en la mañana en el Palacio
Monroe y en la tarde en su estancia del Hotel Vista Alegre, estudié, analicé,
al artífice supremo de nuestro idioma, que apasionó mi adolescencia. Pareció
encariñarse conmigo, pues cuando yo no acudía a la hora de costumbre me llamaba
por teléfono y hasta fue en una ocasión en automóvil a buscarme. Sus simpatías
o afectos no traspasaban cierto límite estrecho y convencional. El no daba de
su persona sino partículas
insignificantes. De aquí que no contara con un verdadero y fraterno
amigo en el sentido absoluto del término. Se le admiraba, pero seguramente no
llegó a inspirar, en los que le conocieron, profundas afecciones. Cuantos
ponderan su excepcional cariño por el maestro o compañero falsean la verdad a
sabiendas de su error. Rubén se adoraba con exceso a sí mismo para conceder a
nadie, por elevado que estuviera en su concepto, un átomo de su ser. I sabido
es que quien no da o siembra, ni recibe ni recoge. En Río y en París le traté
con relativa confianza. Intimidad no tuvo con ninguno. Le conocí hasta donde era
posible bucear en su piélago recóndito, casi siempre amurallado por su orgullo.
Teniendo plena conciencia de su valer, exagerábalo hasta la hipérbole cuando se
enfadaba o sufría perturbaciones alcohólicas. Asombrábase de la impetuosidad de
mi juventud, de mi audaz manera de expresarme y de actuar, de mis atrevidas
opiniones que, en su fuero interno, consideraba probablemente irrespetuosas.
Hablábale una vez
de mi propósito de editar dos elegantes volúmenes con sus mejores prosas y
poesías. Una íntegra selección presentada por mi mayor aptitud estética.
─ La tarea sería muy
difícil— exclamó— por la uniforme calidad de mi obra.
─ Yo no la juzgo así –le
repliqué— y hasta considero que no hay dos páginas suyas de igual mérito. En
esos dos tomos exprimiría hasta lo imposible todos sus libros; los
exprimiría hasta extraerles la esencia
sobrenatural, el oro auténtico y magnífico, el radium fulgurante. I, obtenida
esa finalidad, nadie habrá hecho tanto por su gloria como yo.
─ ¿I cuántas páginas
contendrían esos dos volúmenes?
─ En octavo trescientas
el de prosas y ciento cincuenta el de versos.
─ ¿I con el resto haría
un auto de fe?
─ No. Con él pudieran
formarse veinte renombres. Pero el supremo en las letras españolas se condensaría
en metal eterno en esos dos libros únicos y
definitivos.
Le mostré la
nómina de los textos escogidos. Entusiasmado, manifestó su resolución de
facultarme ampliamente y por escrito para realizar en cualquier tiempo mi
proyecto, reconociendo de antemano, por la demostración de mi aptitud, que en
esas cuatrocientas cincuenta páginas quedaría el resumen de lo mejor y más
elevado de su cerebro y de su espíritu. Al día siguiente me entregó aquella
nota, que algunas semanas después publiqué en El Liberal de Madrid. Luego me pidió mi álbum de viajes para
dedicarme su recuerdo. Como no lo tenía, compré uno. En una primera página tituló sus bellos versos[1].
Aun guardo ese libro lleno de firmas ilustres.
CVIII
Por ese tiempo
sintió Darío un verdecer de ilusiones por la seductora Greta Prozor, hija del
conde Prozor, el insuperable traductor de Ibsen. Ponderaba a cada instante el
ingenio del padre, sus frases de gran señor, su prestancia caballeresca, para
después exaltar, hasta el último límite de la admiración, a la esbelta
doncella, dedicando a sus floridos quince años los más puros y amorosos
madrigales.
Hubo un minuto en
que el anfitrión se sintió indispuesto y pidió permiso a sus amigos para
retirarse a su dormitorio por algunos instantes. Al levantarse hizo lo mismo el
desconocido, en cuyo brazo se apoyó Rubén al salir.
Reapareció el poeta sin su acompañante.
Continuó el ágape, gratamente amenizado por la exquisita erudición de Valencia
y las paradójicas anécdotas de Blixen, sabio en máximas letras y en sexuales
experiencias.
En un silencio
sólo alterado por el cambio de platos, Molina, solícito, interrogó al maestro:
─ ¿I el conde no volverá?
─ ¿Qué conde? ─ preguntó a su vez Darío, con gesto de
sorpresa.
─El conde Prozor, que
salió con usted.
Rubén rompió a
reír. I con un tono de regocijada ironía y el movimiento característico de su
mano derecha, exclamó sentencioso:
─ Cuidado con incurrir en
el delito de las imposibles confusiones. El hombre a quien usted se refiere es
mi criado Sedano. [2]
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Notas:
[1] Vi, en la edición de hace
varios años de una parte de sus poesías, esos versos escritos espontáneamente
en mi álbum, sin expresar a quien fueron dedicados. Ignoro si tal supresión fue
hecha por Darío o por su editor. Nunca me interesé en averiguarlo.
[2] Julio Sedano, de México, quien por seguir a
Darío al Brasil en 1906, abandonó en París a su bella mujer y a su hijo.
Semejábase tanto a los retratos del emperador Maximiliano que burlones amigos
le convencieron de que fue su padre el desventurado archiduque. A hacer más
posible el caso contribuía la fecha de
su nacimiento. Como –según Armand Praviel— aseguróse que el príncipe austríaco
era hijo adulterino del duque de Reischslad, y, por tanto, nieto de Napoleón.
Sedano debió suponerse tataranieto del Capitán del Siglo. No sólo en su aspecto
físico, sino también en su trágico fin, existió aquella semejanza. Envuelto en
un proceso de espionaje, Sedano fue fusilado en París en 1917.
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* Este artículo pertenece al libro “MEMORIAS de FROYLAN TURCIOS”, capítulos CIV – CV – CVI., y fue publicado por entregas, en la Revista “Ariel”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de diciembre de 1939. Serie XIX. Número 55. Pág. 1389. Director: Froylán Turcios
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