domingo, 10 de enero de 2016

¡POBRE, POBRECITO RUBÉN DARÍO! Por: Eduardo Avilés Ramírez.

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    Hoy he tenido una de las emociones literarias de mi vida más profundas y turbadoras.

     Era el mediodía. Caían sobre el Sena y sobre los quais, sobre los árboles y sobre las casas, plumitas ligeras de nieve. Hacia un frío de lobos. Las plumitas se acumulaban sobre las aceras y  sobre os abrigos de los transeúntes, en las ramas esqueléticas y negaras de los árboles. Iba yo con un amigo sobre el quai de Conto, echando vistazos lentos sobre los libros y sobre las estampas del mercado de Libros Viejos de París, esa vasta  almoneda de venerables ediciones, rastro de la literatura de la poesía y de la ciencia de la inmensa capital científica, poética y literaria del mundo. A nuestra izquierda se alzaba, con un manto de nieve sobre sus hombros duros, la casa en que nació Anatole France. A nuestra derecha, el Sena arrastraba anchas placas de hielo bajo un leve tul de neblina azulina. 

     ¿Qué mano misteriosa nos detuvo, de pronto, frente a un cajón de libros viejos? ¿Por qué miré yo los títulos de los libros que contenía? Lo cierto es que mis ojos se clavaron sobre una venerable edición de un libro en español titulado Opiniones. Rubén Darío estaba allí, clavadito en la picota gloriosa del rastro librero de París. Naturalmente, lo compré sin siquiera abrirlo: dos francos y 25 céntimos. Mi amigo y  yo nos fuimos a un café de la acera del frente, cubiertos de nieve hasta parecernos a esos curiosos soldados de Finlandia que nos comunica el reportaje gráfico de la guerra ruso-finlandesa. Nos quitamos el uniforme finlandés, nos sentamos en una mesita, pedimos dos aperitivos, y yo abrí el libro de Darío, con mano ligeramente emocionada.

     Me quedé de una pieza, como dicen en España. ¡No quería creer lo que veían mis ojos! – El volumen estaba dedicado por la propia mano de Rubén Darío… ¡a Remy de Gourmont Textualmente reza así esa histórica dedicatoria: 

                    A mi ilustre amigo                                                        
                      Remy de Gourmont,
                      con la admiración y afecto de  

                                                                 Rubén Darío
París, 1906.

     Comenzamos a hojear el volumen. Viejas, viejísimas prosas que resbalaban a trechos espaciados en la memoria y que estaban allí intactas, casi virginales. De pronto llegamos a la página 49. Es un capítulo que se titula: Libros Viejos a Orillas del Sena.

     ─ ¡Qué casualidad! ─ le digo a mi amigo ─ ¡y yo que acabo de comprar este libro viejo a orillas del Sena! Vamos a ver lo que dice…

     Lo que dice es triste. Se queja, el pobre gran hombre, de que los libros vengan a parar, la hojita de la dedicatoria arrancada, a esta vasta almoneda, a este indescriptible panteón de las glorias. Dirigiéndose a sus colegas de América, les dice en un párrafo: “Los que enviáis libros a estos literatos y poetas, a estos queridos maestros, no sabéis que irremisiblemente vais a parar al montón del libros usados de los muelles parisienses. He comprado, entre otras obras de amigos míos, un tomo dirigido a Jean Richepin por un joven hispanoamericano, tomo de estudios sobre autores de Francia, en los cuales estudios hay uno dedicado al susodicho maestro, ditirámbico, ultrapindárico. La dedicatoria, lo más respetuosamente escrita, y dentro del libro, en la parte dedicada a Richepin, una carta sentida y humilde. Pues bien, Richepin ni se dio cuenta del libro, ni le importó un ardite la dedicatoria, ni tocó la carta, y por treinta céntimos hice el rescate…”


     Me quedé frío, con el volumen de Opiniones en la mano. No fue sino hasta después de haber leído este terrible párrafo que me di cuenta de que estaba desflorando, hoja por hoja, el libro de Darío. ¡Remy de Gourmont no lo había leído! ¿Es que siquiera se dio cuenta de la dedicatoria? ¿Y de que el libro contenía un ensayo sobre el mismo Gourmont?

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*Este artículo fue publicado en la revista “ARIEL”. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 1 de mayo de 1940. Serie XXII. Número 65. Pág.1631. Director: Froylán Turcios.

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