sábado, 5 de noviembre de 2016

LAS IDEOLOGÍAS EN NICARAGUA. LA ÉPOCA DE ZELAYA Por: Dr. Eduardo Pérez-Valle


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    La lucha ideológica en la Colonia se centra en torno a dos clases sociales: la de los peninsulares, que por los españoles se juzgan superiores a los demás, por tanto sujetos de privilegios; por oscuras y complicadas causas de orden sentimental odiaban cuanto no fuera español, incluso a los criollos, por no nacidos en España, a quiénes consideraban inferiores. La clase de estos últimos devolvía con creces el odio a los peninsulares. Como nacidos en América y descendientes a la vez de españoles conquistadores y primeros pobladores, atribuíanse superior condición y un derecho indiscutible a gozar de cuanta comodidad y ventaja pudiera brindar la tierra. Éstos formaban “las familias” de arraigo y abolengo.

   El amigo de la Patria, contra el criterio sostenido por El Editor Constitucional afirmaba que era un hecho la existencia en Guatemala de lo que se dio en llamar “espíritu de familia”. ¿Cómo lo demostraba? Porque el pueblo no podía elegir ni ser electo, no tenía personeros que sostuviesen sus derechos ni quienes los manifestasen; porque el sistema económico no tendía a distribuir la riqueza; porque la propiedad territorial había sido viciada desde su origen; porque era sólo una pequeña clase la que podía aproximarse a los empleos; y en tales circunstancias, concluía, “es preciso que  nazca el espíritu de la familia y se vaya fortificando con el tiempo. La simple solución del aspecto económico en el problema de la evolución colonial expuesto por Quesnay, colmaba las aspiraciones democráticas de Valle. Y sintetiza su más profundo anhelo: “Lo que deseamos nosotros es que se acabe el espíritu de familia y le subrogue el espíritu público: el bien general del pueblo de Guatemala, el bien más universal de toda la América”...

    Al consumarse la Independencia el grupo de los peninsulares desapareció. El triunfo de la idea de independencia fue el triunfo de los criollos sobre ese enemigo que podríamos llamar “natural”, por inveterado e intransigente. Pero quedaba otro, de nuevo cuño o de nueva promoción; una nueva clase social, forjada desde abajo, con lenta y eficaz persistencia, insurgió por fin vehementemente en la esfera política, con ánimo de avasallarlo todo: era la clase de los criollos carentes de linaje, elevados por su esfuerzo propio, merced a la instrucción. Al cabo de tres siglos de sorda gestación ve llegado su momento, al negarse la autoridad del rey y romperse el anillo excluyente de la aristocracia. Esta tercera clase, esta “clase media criolla”, si así pudiera llamarse, la forman ilustrados miembros del clero regular, universitarios, entusiastas de la Sociedad Económica y redactores de la Gaceta, entre ellos Larreynaga, uno de sus más activos y autorizados colaboradores.

    Así, pues, la lucha que se entablara antes de la Independencia entre los efímeros partidos seudo-ideológicos de “Gazistas” y “Cacos”, igualmente aristocráticos en origen y aspiraciones, se resuelve ahora en otra mejor fundamentada y más durable, perdurable, diríamos, entre criollos aristócratas y criollos demócratas, que conforman algo así como el germen lejano de los partidos tradicionales.

    Coronel Urtecho escribe en sus Reflexiones que en los días de la Independencia “los únicos que sabían exactamente lo que querían y para donde se encaminaban eran los comerciantes”. Estaban orientados –dice—sin conocer aún el nombre de su meta, hacia el capitalismo: libertad de comercio, de trabajo, de contratación. “Por primera vez –agrega—sentían que era posible enriquecerse sin trabas y sin límites”. Y concluye afirmando que los intelectuales de la Independencia no estaban “en condiciones de prever que trabajaban para sus aliados del momento, los ricos comerciantes, que en el futuro ejercieron un dominio absoluto sobre la economía y aun sobre la política de Centro América”. La cosa no es tan simple. No puede establecerse una clara diferencia entre dos sectores de población, comerciantes e intelectuales, temporalmente unidos; en la realidad ambas actividades se juntan por lo general en una misma persona. Las verdaderas diferencias se ubican en el terreno puramente ideológico, aunque las ideologías, naturalmente, determinen actitudes prácticas. Dejemos que Valle las señale: “Los voceros de la flamante opinión pública dividían sus aspiraciones en dos corrientes ideológicas: la conservadora, que propendía al mantenimiento del antiguo orden político y social, entreabriendo la puerta a las nuevas aspiraciones; y la liberal, que estaba imbuida en la necesidad de llevar a cabo un plan de reformas que permitiese al pueblo ceñirse la corona que le había prometido la Revolución Francesa”. El mismo Valle da cuenta de cómo en la mente y las aspiraciones de los burócratas, desde el Capitán General hasta los intendentes, obispos, prelados, alcaldes mayores y otros altos funcionarios, figuraba en primer término la implantación de un régimen monárquico constitucional, que como tal, brindara a sus súbditos lo que la monarquía absoluta negaba  --como el progreso sin las violencias de la revolución—o ponía en peligro con su intransigencia ---como el disfrute de los altos empleos o el usufructo de títulos, prebendas, latifundios y honores--. Tales eran las aspiraciones del “conservatismo emancipador”, como le llama Valle al partido mejor conocido por el apodo de los “serviles”, en oposición al de los “fiebres” o liberales exaltados. En la capital del Reino aquellos, que eran en mucho mayor número, jefeados por Valle, el canónigo José María Castilla atrajo a la causa al Cabildo Eclesiástico, y el marqués de Aycinena a los otros curas. Unidos el clero y la aristocracia, Gaínza estuvo a su merced. “Molina y Barrundia –escribe un conservador nicaragüense—jefes de los “fiebres”, ya habían expresado abiertamente por la prensa su volterianismo, eran tenidos por herejes y atraían poco pueblo. La aristocracia, el clero y la burguesía, al tomar en sus manos la causa independentista, lo hacían para evitar que las “nuevas ideas”, inspiradas en la Enciclopedia y en la Revolución Francesa, tomaran fuerza en Centro América. Apoderándose del movimiento de Independencia podían encauzarlo por el orden”.

    Orden: esta es la palabra prodigiosa, el báculo increíble que ha logrado mantener en pie hasta nuestros días al esqueleto tambaleante del conservatismo. En pleno siglo XX --¡quién lo creyera!— Aun hay ideólogos nuestros que con toda seriedad se ponen a definir: según el conservatismo, para obtener el bien público lo más importante es el orden, descansando en el Poder Divino y obrando en virtud de una prudente evolución; según el liberalismo, el bien público se alcanza a través de la innovación, movida por la libertad absoluta. He ahí, bien plasmadas, las líneas esenciales de las ideologías políticas que en nuestro país se disputaron las mentes durante el siglo pasado y buena parte del actual. Todavía al declinar el XIX podíamos forzar la lupa y establecer en el “liberalismo centroamericano” las notas generales y otras bien específicas. Entre las primeras, el odio a toda servidumbre moral y política, el laicismo; y la búsqueda exhaustiva de la prosperidad de la patria. Entre las últimas, el unionismo, que debe imponerse incluso por la fuerza, pues la construcción de una patria grande y poderosa es la salvación de los pueblos centroamericanos; y la “solidaridad de los partidos, suprema defensa del Estado”; por ello debe proponerse a la formación de un “partido radical”, único. En la otra banda circula un partido conservador propugnante de un liberalismo moderado, si es que puede concebirse, vergonzante, y que desde hace tiempo habría podido confesar Sieyes: “La energía de la insurrección entró en mi corazón”; pero nada más.

    Oigamos en una voz conservadora la narración del cambio: “En 1893 una minoría formada de jóvenes inteligentes, audaces y sin escrúpulos aceleró el manso liberalismo de los últimos gobiernos de los 30 años, y se apoderó de los Poderes Públicos, logrando la coyuntura de una revuelta realizada en Granada por los propios conservadores. Fue un paréntesis en el creciente liberalismo, de los gobiernos conservadores, el del doctor Roberto Sacasa, que intentó una reacción conservadora, pereciendo su régimen por la deslealtad de los que usó para realizar la reacción”. Zelaya, fanático liberal, como Jerez, educado en Francia, aprovechó la revuelta granadina contra Sacasa y maniobrando con habilidad instaló el primer gobierno liberal en Nicaragua. “La política del presidente Zelaya, que se apoyaba en esa minoría de jóvenes, fue de revolución en marcha. Siguiendo el ejemplo del liberalismo de Guatemala que actuó en 1871 se propuso destruir al Partido Conservador”. Su don de mando exhuberante se derramó en su gobierno dictatorial; e hizo de Nicaragua un centro activo del liberalismo centroamericano.

    Es digno de citarse como definitorio de lo que se proponía la revolución liberal un escrito de Gámez aparecido en El Pueblo de 4 de enero de 1896, que más parece los desplantes de un beodo o de un demente: “Nosotros hablamos como liberales que ayer no más pasamos sobre los cadáveres de hermanos para pisotear la ley escrita y el orden establecido, porque no nos convenía y lo juzgábamos necesario. ¿Podremos hoy pararnos en escrúpulos de tinterillos? ¿De cuándo acá ha sido el partido liberal en las Américas partido de la legalidad? Si alguna vez lo hubiera sido merecería infamia eterna por la revolución de julio. El partido liberal es partido de hechos; es la civilización que abre brecha en la muralla del pasado; es la reforma que se impone como da lugar sobre el legado de la Colonia. Y por esto echa exabrupto de su territorio las órdenes monásticas, proclama la libertad de conciencia, que escandaliza a las masas supersticiosas y hace todo aquello que la experiencia de las naciones cultas aconseja como bueno, sin importarle que la mayoría del país, imbuida de rancias preocupaciones, se oponga o no a lo que proyecta”.

    El 10 de diciembre de 1893, el mismo año de la asunción del poder por los liberales, fue promulgada la nueva Constitución, llamada “la Libérrima”, que sustituía a la de 1858. En ella se empieza por borrar la frase inicial “En presencia de Dios”. Define la Soberanía es una, inalienable e imprescriptible, y reside esencialmente en el pueblo. El anterior estatuto en capítulo especial dejaba bien sentado que la religión de la República era la católica, apostólica, romana y que el gobierno protegía su culto; ahora más bien se dispone que en Nicaragua no se podrá legislar estableciendo o protegiendo ninguna religión ni prohibiendo su libre ejercicio. La vieja Constitución contenía los derechos y garantías del ciudadano en sólo los 22 artículos de los capítulos VI y XXII. “La Libérrima” dedica los 42 artículos de su título V a tales derechos y garantías. Entre ellos son notables por los novedosos y por la significación que encierran los que determinan que nadie puede ser inquietado ni perseguido por sus opiniones; que las acciones privadas que no alteren el orden público, la moral, o que no dañen a tercero, estarán fuera de la acción de la ley; que no se pueden dar leyes que establezcan penas infamantes; que no podrá someterse el estado civil de las personas a una creencia religiosa determinada; que la emisión del pensamiento por la palabra hablada o escrita es libre y la ley no podrá restringirla; que tampoco podrá impedir la circulación de los impresos nacionales y extranjeros; y que los delitos de injuria o calumnia cometidos por medio de la prensa serán previamente calificados por un jurado; que se garantiza la libre enseñanza, siendo laica la que se costee con fondos públicos, y la primaria, además, gratuita y obligatoria; etc.

    Muy poco tiempo después de su triunfo el joven liberalismo nicaragüense traspasó las fronteras. En Honduras, con el apoyo de Zelaya, fue derrocado Vásquez e instaurado Bonilla. Esta acción alarmó a los otros gobiernos centroamericanos, que “comprendieron la peligrosa exhuberancia del liberalismo nicaragüense”. Y Zelaya, al calor de la alianza con el nuevo gobierno hondureño, sintióse respaldado, y adoptó una actitud personalista, que degeneró en pujos reeleccionistas. Los leoneses repudiaron la pretensión; y Zelaya se acercó a los granadinos, hablando de un fingido deseo de conciliación, que siempre había sido obstaculizado por los leoneses. El estallido ocurrió en febrero de 1896. Los cuarteles de León se sublevaron y Zelaya buscó el apoyo de los conservadores orientales; pero éstos decidieron permanecer neutrales. No obstante, los conservadores de Managua acuerparon a Zelaya, en espera de una política abierta, que mitigara el excesivo rigor que atribuían a los leoneses. También los conservadores granadinos se enrolaron al fin en la lucha para neutralizar a León. “Zelaya en esta vez –dice un autorizado comentarista—jugó con hábil maquiavelismo, que le permitió someter a leoneses y granadinos a su férrea dictadura. Consolidada ésta, dió rienda suelta a su sistema de revolución en marcha”.

    A esa acción los conservadores opusieron una resistencia sui generis, basada en la creencia de que poseían la mayoría en la opinión pública, que añoraba “la suave disciplina de los gobiernos de los 30 años”. Alegaban los méritos personales y sociales de un patriciado de que se creían herederos sus principales líderes: no oponían ideas ni programas contrarios a las que proclamaban los exaltados jóvenes del liberalismo. “Los viejos conservadores se afanaban por convencer al pueblo de que ellos eran los verdaderos liberales; y la juventud conservadora reclamaba a tiros de vez en cuando el cumplimiento de la Constitución de 1893”.

    Los conservadores que se consideraban conscientes decían que el fondo de “la Libérrima” era de un laicismo agresivo; y que el régimen había proscrito a la Iglesia de las relaciones con el Estado. En base a estos criterios mentidos o sinceros, intentaban reaccionar contra el liberalismo en defensa de la Iglesia marginada, más como táctica política que por motivo de fe, pues no existía en ellos un catolicismo tan activo que indujera en sus mentalidades la formación de programas sociales o políticos de esencia cristiana.

    “La libertad política en un ciudadano –dice Montesquieu—es esa tranquilidad de ánimo que proviene de la opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para disfrutar de esa libertad es menester que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda temer a otro”. Debe excluirse el abuso de poder. Pero “es una experiencia externa que todo hombre que tiene poder se ve inducido a abusar de él y llega hasta donde encuentra límites”. El abuso se ve impedido sólo si “el poder detiene al poder”. Por eso el poder no debe ser único y concentrado  --concluye Montesquieu--. Debe haber una fragmentación del poder y cierta “distribución de poderes separados”.

    En las palabras de Jouvenel “Rousseau vio muy bien que los hombres del poder forman cuerpo, que este cuerpo está habitado por una voluntad de cuerpo, y que apunta a apropiarse la soberanía”. Le llama “el esfuerzo continuo del gobierno contra la soberanía”; y ve en él un “vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento del cuerpo político tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte destruyen, al fin, el cuerpo del hombre”.

    Con fecha 20 de junio de 1896 Zelaya expidió un decreto convocando a una Constituyente que debía reformar la Constitución de 1893 “en aquellos puntos que el Ejecutivo determinara”. De esta manera iniciaba Zelaya la labor absolutista y centralizadora de esa Asamblea; y al mismo tiempo usurpaba las atribuciones del Poder Legislativo, pues según la propia Constitución “toda reforma debía ser decretada por los dos tercios de votos de los representantes”.

    Según la ponderada opinión de Madriz “la Asamblea intrusa de 1896 despedazó la Constitución del 93”; fundó en Nicaragua el “absolutismo legal”; y abrió la serie de reelecciones que, con leves diferencias formales, hicieron de Zelaya “el discípulo más adicto  de Carrera”.

    Tras la instauración de la dictadura ocurre un disfuminarse de la ideología de la ideología, se pierden sus contornos. Las ideas, los principios del liberalismo son sólo un fantasma, que se agita en determinadas circunstancias, con fines claramente demagógicos. La sociedad está a la defensiva; y en esta situación la ideología pierde casi toda importancia para dar lugar a un interés más perentorio: la supervivencia.

    “El partido Conservador era cada día menos conservador”  --dice uno de sus más autorizados ideólogos. “La lucha terrible que mantenía sin gozar de tiempo de reposo para el estudio y la reflexión, lo iba transformando en un grupo silencioso de hombres que sólo creían en los hechos. No existía libertad para expresar pensamientos. Los viejos directores que meditaban en las cosas, se había retirado de la dirección. La imprenta de El Diario Nicaragüense, postrer refugio de las letras conservadoras, fue clausurada”... “En cuanto a la teoría conservadora que hubiera podido resultar de una filosofía de la historia de Los 30 Años, y de la opresión de Zelaya, para la formulación de un programa, nada se hizo. La teoría liberal dominaba las mentes de los jóvenes conservadores, al extremo de tenerse como signo de inteligencia las ideas liberales y de retraso el pensamiento católico”.

    La reforma de la Constitución se realiza inexorablemente, y con ella Zelaya destruye con su propia mano los principios liberales, como bien señala Madriz. Se suprime el artículo 29, que daba derecho a la exhibición de la persona aun contra las altas y reclutamientos militares hechos ilegalmente. Ahora el Ejecutivo puede perseguir legalmente a poblaciones y ciudadanos desafectos con levas y reclutamientos. La pena de muerte estaba abolida en Nicaragua. Tras la reforma “podrá aplicarse para mantener la disciplina militar”. A esto Madriz apunta que “consecuencia de esa reforma ha sido el cadalso de los Vanegas, de Rivera, de Francisco Luis Ramírez, de Gaitán, etc. y sobre todo, el horrible suplicio de Filiberto Castro y Anacleto Guandique, ejecuciones algunas de éstas, en particular las dos últimas, que nada tenían que ver con la disciplina militar. Se suprime el artículo que prohibía la prisión por deudas. Quedan suprimidos los incisos 11 y 12 del artículo 82, que desligaban del Ejecutivo la actuación administrativa de los empleados de Hacienda. Así quedan imposibilitados de perseguir el fraude si se interpone la voluntad del Presidente. Por la reforma el Congreso puede ahora autorizar al Ejecutivo para que enajene los bienes nacionales. Antes era potestad exclusiva del Congreso, que debía también fijar las reglas para la ocupación o enajenación de terrenos baldíos. También esto lo hace ahora el Ejecutivo. “Zelaya y sus amigos ---apunta Madriz--- preparaban con esa reforma un negocio muy productivo” Se agregó a las atribuciones del Poder Ejecutivo, la de legislar, en receso del Legislativo, en los ramos de Hacienda, Guerra y Policía. Con tal atribución el Presidente “es el principal Poder Legislativo en Nicaragua”; y puede reformar hasta el Presupuesto, cosa nunca vista en ninguna parte. Se suprimió la garantía del recurso de inconstitucionalidad, en asuntos no ventilables ante los Tribunales. Así el Ejecutivo puede vejar a los ciudadanos con leyes proscriptivas, retroactivas y contrarias a la Constitución, sin que nadie pueda contener sus desafueros. Esto anula todas las garantías, pues nadie puede hacerlas efectivas. La elaboración del proyecto de Presupuesto queda exclusivamente en manos del Ejecutivo. Queda suprimida la autonomía de los Municipios. Se suprime el artículo que permitía acusar al Presidente y a los Secretarios de Estado por delitos oficiales, hasta cinco años después de haber cesado en sus funciones. Se excluyen de la categoría de leyes constitutivas la de imprenta, la marcial, la de amparo y la electoral; toda garantía queda, pues, a merced de un decreto ejecutivo.

    Con la reforma de 96 queda suprimido en la Constitución todo lo que descentralizaba el Poder. Era más liberal –dice Madriz—la Constitución cachureca de 58, tan combatida por lo liberales. Así se dejaba sin bandera a la Revolución de julio y se hacía retrogradar las instituciones de la República al absolutismo de la Colonia.


    Para redondear esta rápida visión de las ideologías en la época de Zelaya sólo nos falta contestar a una pregunta que se ha venido quedando relegada: ¿fue Zelaya pro-intervencionista? La pregunta se circuncribe a la figura de Zelaya porque en torno a sus conpiscuos oponentes ideológicos o políticos todo el mundo conoce la respuesta. Y en relación con sus correligionarios, subalternos o pupilos, tal respuesta no interesa, pues a la postre sólo él pensaba y firmaba por todos. La contestación en lo referente a Zelaya es que sí, que también fue maculado del pecado de intervencionismo en diversas ocasiones. La primera el 23 de febrero de 1896, cuando el ministro Gámez pide el desembarco de marinos en Corinto y delega provisionalmente en el comandante del buque de guerra las facultades necesarias para la policía y seguridad del puerto. También se autoriza al comandante del buque estadounidense para que mantenga en vigor la clausura del puerto que se ha decretado. En esta ocasión el presidente Cleveland también dio instrucciones  para que las fuerzas avanzaran por tierra hasta León, si fuere necesario para la protección de sus súbditos. En 1899, a petición de Zelaya, fueron desembarcados en Bluefields marinos que retuvieron el puerto hasta la llegada de las tropas del gobierno. En otra ocasión  Zelaya de instrucciones al ministro Espinoza para que consiga ayuda diplomática y en pertrechos bélicos para realizar la Unión Centroamericana; Nicaragua dará en cambio a Estados Unidos por siete millones el derecho de opción al canal, protección aduanera y dos estaciones carboneras. La última vez, el 4 de diciembre de 1909, Zelaya solicita a Estados Unidos el envío de una comisión que venga a investigar si los actos de su administración han sido en detrimento de Centro América.

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