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La lucha ideológica en la Colonia se centra en torno
a dos clases sociales: la de los peninsulares, que por los españoles se juzgan
superiores a los demás, por tanto sujetos de privilegios; por oscuras y complicadas
causas de orden sentimental odiaban cuanto no fuera español, incluso a los
criollos, por no nacidos en España, a quiénes consideraban inferiores. La clase
de estos últimos devolvía con creces el odio a los peninsulares. Como nacidos
en América y descendientes a la vez de españoles conquistadores y primeros
pobladores, atribuíanse superior condición y un derecho indiscutible a gozar de
cuanta comodidad y ventaja pudiera brindar la tierra. Éstos formaban “las
familias” de arraigo y abolengo.
El amigo de la Patria , contra el
criterio sostenido por El Editor Constitucional afirmaba que era un
hecho la existencia en Guatemala de lo que se dio en llamar “espíritu de
familia”. ¿Cómo lo demostraba? Porque el pueblo no podía elegir ni ser electo,
no tenía personeros que sostuviesen sus derechos ni quienes los manifestasen;
porque el sistema económico no tendía a distribuir la riqueza; porque la
propiedad territorial había sido viciada desde su origen; porque era sólo una
pequeña clase la que podía aproximarse a los empleos; y en tales
circunstancias, concluía, “es preciso que
nazca el espíritu de la familia y se vaya fortificando con el tiempo. La
simple solución del aspecto económico en el problema de la evolución colonial
expuesto por Quesnay, colmaba las aspiraciones democráticas de Valle. Y
sintetiza su más profundo anhelo: “Lo que deseamos nosotros es que se acabe el
espíritu de familia y le subrogue el espíritu público: el bien general del
pueblo de Guatemala, el bien más universal de toda la América ”...
Al consumarse la Independencia el
grupo de los peninsulares desapareció. El triunfo de la idea de independencia
fue el triunfo de los criollos sobre ese enemigo que podríamos llamar
“natural”, por inveterado e intransigente. Pero quedaba otro, de nuevo cuño o
de nueva promoción; una nueva clase social, forjada desde abajo, con lenta y
eficaz persistencia, insurgió por fin vehementemente en la esfera política, con
ánimo de avasallarlo todo: era la clase de los criollos carentes de linaje,
elevados por su esfuerzo propio, merced a la instrucción. Al cabo de tres
siglos de sorda gestación ve llegado su momento, al negarse la autoridad del
rey y romperse el anillo excluyente de la aristocracia. Esta tercera clase,
esta “clase media criolla”, si así pudiera llamarse, la forman ilustrados
miembros del clero regular, universitarios, entusiastas de la Sociedad Económica
y redactores de la Gaceta ,
entre ellos Larreynaga, uno de sus más activos y autorizados colaboradores.
Así, pues, la lucha que se
entablara antes de la
Independencia entre los efímeros partidos seudo-ideológicos
de “Gazistas” y “Cacos”, igualmente aristocráticos en origen y aspiraciones, se
resuelve ahora en otra mejor fundamentada y más durable, perdurable, diríamos,
entre criollos aristócratas y criollos demócratas, que conforman algo así como
el germen lejano de los partidos tradicionales.
Coronel Urtecho escribe en
sus Reflexiones que en los días de la Independencia “los
únicos que sabían exactamente lo que querían y para donde se encaminaban eran
los comerciantes”. Estaban orientados –dice—sin conocer aún el nombre de su
meta, hacia el capitalismo: libertad de comercio, de trabajo, de contratación.
“Por primera vez –agrega—sentían que era posible enriquecerse sin trabas y sin
límites”. Y concluye afirmando que los intelectuales de la Independencia no
estaban “en condiciones de prever que trabajaban para sus aliados del momento,
los ricos comerciantes, que en el futuro ejercieron un dominio absoluto sobre
la economía y aun sobre la política de Centro América”. La cosa no es tan
simple. No puede establecerse una clara diferencia entre dos sectores de
población, comerciantes e intelectuales, temporalmente unidos; en la realidad
ambas actividades se juntan por lo general en una misma persona. Las verdaderas
diferencias se ubican en el terreno puramente ideológico, aunque las
ideologías, naturalmente, determinen actitudes prácticas. Dejemos que Valle las
señale: “Los voceros de la flamante opinión pública dividían sus aspiraciones
en dos corrientes ideológicas: la conservadora, que propendía al mantenimiento
del antiguo orden político y social, entreabriendo la puerta a las nuevas
aspiraciones; y la liberal, que estaba imbuida en la necesidad de llevar a cabo
un plan de reformas que permitiese al pueblo ceñirse la corona que le había
prometido la
Revolución Francesa ”. El mismo Valle da cuenta de cómo en la
mente y las aspiraciones de los burócratas, desde el Capitán General hasta los
intendentes, obispos, prelados, alcaldes mayores y otros altos funcionarios,
figuraba en primer término la implantación de un régimen monárquico
constitucional, que como tal, brindara a sus súbditos lo que la monarquía
absoluta negaba --como el progreso sin
las violencias de la revolución—o ponía en peligro con su intransigencia
---como el disfrute de los altos empleos o el usufructo de títulos, prebendas,
latifundios y honores--. Tales eran las aspiraciones del “conservatismo
emancipador”, como le llama Valle al partido mejor conocido por el apodo de los
“serviles”, en oposición al de los “fiebres” o liberales exaltados. En la
capital del Reino aquellos, que eran en mucho mayor número, jefeados por Valle,
el canónigo José María Castilla atrajo a la causa al Cabildo Eclesiástico, y el
marqués de Aycinena a los otros curas. Unidos el clero y la aristocracia,
Gaínza estuvo a su merced. “Molina y Barrundia –escribe un conservador
nicaragüense—jefes de los “fiebres”, ya habían expresado abiertamente por la
prensa su volterianismo, eran tenidos por herejes y atraían poco pueblo. La
aristocracia, el clero y la burguesía, al tomar en sus manos la causa
independentista, lo hacían para evitar que las “nuevas ideas”, inspiradas en la Enciclopedia y
en la Revolución
Francesa , tomaran fuerza en Centro América. Apoderándose del
movimiento de Independencia podían encauzarlo por el orden”.
Orden: esta es la palabra
prodigiosa, el báculo increíble que ha logrado mantener en pie hasta nuestros
días al esqueleto tambaleante del conservatismo. En pleno siglo XX --¡quién lo
creyera!— Aun hay ideólogos nuestros que con toda seriedad se ponen a definir:
según el conservatismo, para obtener el bien público lo más importante es el
orden, descansando en el Poder Divino y obrando en virtud de una prudente
evolución; según el liberalismo, el bien público se alcanza a través de la
innovación, movida por la libertad absoluta. He ahí, bien plasmadas, las líneas
esenciales de las ideologías políticas que en nuestro país se disputaron las
mentes durante el siglo pasado y buena parte del actual. Todavía al declinar el
XIX podíamos forzar la lupa y establecer en el “liberalismo centroamericano”
las notas generales y otras bien específicas. Entre las primeras, el odio a
toda servidumbre moral y política, el laicismo; y la búsqueda exhaustiva de la
prosperidad de la patria. Entre las últimas, el unionismo, que debe imponerse
incluso por la fuerza, pues la construcción de una patria grande y poderosa es
la salvación de los pueblos centroamericanos; y la “solidaridad de los
partidos, suprema defensa del Estado”; por ello debe proponerse a la formación
de un “partido radical”, único. En la otra banda circula un partido conservador
propugnante de un liberalismo moderado, si es que puede concebirse,
vergonzante, y que desde hace tiempo habría podido confesar Sieyes: “La energía
de la insurrección entró en mi corazón”; pero nada más.
Oigamos en una voz
conservadora la narración del cambio: “En 1893 una minoría formada de jóvenes
inteligentes, audaces y sin escrúpulos aceleró el manso liberalismo de los
últimos gobiernos de los 30 años, y se apoderó de los Poderes Públicos,
logrando la coyuntura de una revuelta realizada en Granada por los propios
conservadores. Fue un paréntesis en el creciente liberalismo, de los gobiernos
conservadores, el del doctor Roberto Sacasa, que intentó una reacción
conservadora, pereciendo su régimen por la deslealtad de los que usó para
realizar la reacción”. Zelaya, fanático liberal, como Jerez, educado en
Francia, aprovechó la revuelta granadina contra Sacasa y maniobrando con
habilidad instaló el primer gobierno liberal en Nicaragua. “La política del
presidente Zelaya, que se apoyaba en esa minoría de jóvenes, fue de revolución
en marcha. Siguiendo el ejemplo del liberalismo de Guatemala que actuó en 1871
se propuso destruir al Partido Conservador”. Su don de mando exhuberante se
derramó en su gobierno dictatorial; e hizo de Nicaragua un centro activo del
liberalismo centroamericano.
Es digno de citarse como
definitorio de lo que se proponía la revolución liberal un escrito de Gámez
aparecido en El Pueblo de 4 de enero de 1896, que más parece los
desplantes de un beodo o de un demente: “Nosotros hablamos como liberales que
ayer no más pasamos sobre los cadáveres de hermanos para pisotear la ley
escrita y el orden establecido, porque no nos convenía y lo juzgábamos
necesario. ¿Podremos hoy pararnos en escrúpulos de tinterillos? ¿De cuándo acá
ha sido el partido liberal en las Américas partido de la legalidad? Si alguna
vez lo hubiera sido merecería infamia eterna por la revolución de julio. El partido
liberal es partido de hechos; es la civilización que abre brecha en la muralla
del pasado; es la reforma que se impone como da lugar sobre el legado de la Colonia. Y por esto
echa exabrupto de su territorio las órdenes monásticas, proclama la libertad de
conciencia, que escandaliza a las masas supersticiosas y hace todo aquello que
la experiencia de las naciones cultas aconseja como bueno, sin importarle que
la mayoría del país, imbuida de rancias preocupaciones, se oponga o no a lo que
proyecta”.
El 10 de diciembre de 1893, el mismo año
de la asunción del poder por los liberales, fue promulgada la nueva
Constitución, llamada “la
Libérrima ”, que sustituía a la de 1858. En ella se empieza
por borrar la frase inicial “En presencia de Dios”. Define la Soberanía es una,
inalienable e imprescriptible, y reside esencialmente en el pueblo. El anterior
estatuto en capítulo especial dejaba bien sentado que la religión de la República era la
católica, apostólica, romana y que el gobierno protegía su culto; ahora más
bien se dispone que en Nicaragua no se podrá legislar estableciendo o
protegiendo ninguna religión ni prohibiendo su libre ejercicio. La vieja
Constitución contenía los derechos y garantías del ciudadano en sólo los 22
artículos de los capítulos VI y XXII. “La Libérrima ” dedica los 42 artículos de su título V
a tales derechos y garantías. Entre ellos son notables por los novedosos y por
la significación que encierran los que determinan que nadie puede ser
inquietado ni perseguido por sus opiniones; que las acciones privadas que no
alteren el orden público, la moral, o que no dañen a tercero, estarán fuera de
la acción de la ley; que no se pueden dar leyes que establezcan penas
infamantes; que no podrá someterse el estado civil de las personas a una creencia
religiosa determinada; que la emisión del pensamiento por la palabra hablada o
escrita es libre y la ley no podrá restringirla; que tampoco podrá impedir la
circulación de los impresos nacionales y extranjeros; y que los delitos de
injuria o calumnia cometidos por medio de la prensa serán previamente
calificados por un jurado; que se garantiza la libre enseñanza, siendo laica la
que se costee con fondos públicos, y la primaria, además, gratuita y
obligatoria; etc.
Muy poco tiempo después de
su triunfo el joven liberalismo nicaragüense traspasó las fronteras. En
Honduras, con el apoyo de Zelaya, fue derrocado Vásquez e instaurado Bonilla.
Esta acción alarmó a los otros gobiernos centroamericanos, que “comprendieron
la peligrosa exhuberancia del liberalismo nicaragüense”. Y Zelaya, al calor de
la alianza con el nuevo gobierno hondureño, sintióse respaldado, y adoptó una
actitud personalista, que degeneró en pujos reeleccionistas. Los leoneses
repudiaron la pretensión; y Zelaya se acercó a los granadinos, hablando de un
fingido deseo de conciliación, que siempre había sido obstaculizado por los
leoneses. El estallido ocurrió en febrero de 1896. Los cuarteles de León se
sublevaron y Zelaya buscó el apoyo de los conservadores orientales; pero éstos
decidieron permanecer neutrales. No obstante, los conservadores de Managua
acuerparon a Zelaya, en espera de una política abierta, que mitigara el
excesivo rigor que atribuían a los leoneses. También los conservadores
granadinos se enrolaron al fin en la lucha para neutralizar a León. “Zelaya en
esta vez –dice un autorizado comentarista—jugó con hábil maquiavelismo, que le
permitió someter a leoneses y granadinos a su férrea dictadura. Consolidada
ésta, dió rienda suelta a su sistema de revolución en marcha”.
A esa acción los
conservadores opusieron una resistencia sui generis, basada en la creencia de
que poseían la mayoría en la opinión pública, que añoraba “la suave disciplina
de los gobiernos de los 30 años”. Alegaban los méritos personales y sociales de
un patriciado de que se creían herederos sus principales líderes: no oponían
ideas ni programas contrarios a las que proclamaban los exaltados jóvenes del
liberalismo. “Los viejos conservadores se afanaban por convencer al pueblo de
que ellos eran los verdaderos liberales; y la juventud conservadora reclamaba a
tiros de vez en cuando el cumplimiento de la Constitución de
1893”.
Los conservadores que se
consideraban conscientes decían que el fondo de “la Libérrima ” era de un
laicismo agresivo; y que el régimen había proscrito a la Iglesia de las relaciones
con el Estado. En base a estos criterios mentidos o sinceros, intentaban
reaccionar contra el liberalismo en defensa de la Iglesia marginada, más
como táctica política que por motivo de fe, pues no existía en ellos un
catolicismo tan activo que indujera en sus mentalidades la formación de
programas sociales o políticos de esencia cristiana.
“La libertad política en un
ciudadano –dice Montesquieu—es esa tranquilidad de ánimo que proviene de la
opinión que cada uno tiene de su seguridad; y para disfrutar de esa libertad es
menester que el gobierno sea tal que un ciudadano no pueda temer a otro”. Debe
excluirse el abuso de poder. Pero “es una experiencia externa que todo hombre
que tiene poder se ve inducido a abusar de él y llega hasta donde encuentra
límites”. El abuso se ve impedido sólo si “el poder detiene al poder”. Por eso
el poder no debe ser único y concentrado
--concluye Montesquieu--. Debe haber una fragmentación del poder y
cierta “distribución de poderes separados”.
En las palabras de Jouvenel
“Rousseau vio muy bien que los hombres del poder forman cuerpo, que este cuerpo
está habitado por una voluntad de cuerpo, y que apunta a apropiarse la
soberanía”. Le llama “el esfuerzo continuo del gobierno contra la soberanía”; y
ve en él un “vicio inherente e inevitable que desde el nacimiento del cuerpo
político tiende sin descanso a destruirlo, lo mismo que la vejez y la muerte
destruyen, al fin, el cuerpo del hombre”.
Con fecha 20 de junio de
1896 Zelaya expidió un decreto convocando a una Constituyente que debía
reformar la Constitución
de 1893 “en aquellos puntos que el Ejecutivo determinara”. De esta manera
iniciaba Zelaya la labor absolutista y centralizadora de esa Asamblea; y al
mismo tiempo usurpaba las atribuciones del Poder Legislativo, pues según la
propia Constitución “toda reforma debía ser decretada por los dos tercios de
votos de los representantes”.
Según la ponderada opinión
de Madriz “la Asamblea
intrusa de 1896 despedazó la
Constitución del 93”; fundó en Nicaragua el “absolutismo
legal”; y abrió la serie de reelecciones que, con leves diferencias formales,
hicieron de Zelaya “el discípulo más adicto
de Carrera”.
Tras la instauración de la
dictadura ocurre un disfuminarse de la ideología de la ideología, se pierden
sus contornos. Las ideas, los principios del liberalismo son sólo un fantasma,
que se agita en determinadas circunstancias, con fines claramente demagógicos.
La sociedad está a la defensiva; y en esta situación la ideología pierde casi
toda importancia para dar lugar a un interés más perentorio: la supervivencia.
“El partido Conservador era
cada día menos conservador” --dice uno
de sus más autorizados ideólogos. “La lucha terrible que mantenía sin gozar de
tiempo de reposo para el estudio y la reflexión, lo iba transformando en un
grupo silencioso de hombres que sólo creían en los hechos. No existía libertad
para expresar pensamientos. Los viejos directores que meditaban en las cosas,
se había retirado de la dirección. La imprenta de El Diario Nicaragüense,
postrer refugio de las letras conservadoras, fue clausurada”... “En cuanto a la
teoría conservadora que hubiera podido resultar de una filosofía de la historia
de Los 30 Años, y de la opresión de Zelaya, para la formulación de un programa,
nada se hizo. La teoría liberal dominaba las mentes de los jóvenes
conservadores, al extremo de tenerse como signo de inteligencia las ideas
liberales y de retraso el pensamiento católico”.
La reforma de la Constitución se
realiza inexorablemente, y con ella Zelaya destruye con su propia mano los
principios liberales, como bien señala Madriz. Se suprime el artículo 29, que
daba derecho a la exhibición de la persona aun contra las altas y
reclutamientos militares hechos ilegalmente. Ahora el Ejecutivo puede perseguir
legalmente a poblaciones y ciudadanos desafectos con levas y reclutamientos. La
pena de muerte estaba abolida en Nicaragua. Tras la reforma “podrá aplicarse
para mantener la disciplina militar”. A esto Madriz apunta que “consecuencia de
esa reforma ha sido el cadalso de los Vanegas, de Rivera, de Francisco Luis
Ramírez, de Gaitán, etc. y sobre todo, el horrible suplicio de Filiberto Castro
y Anacleto Guandique, ejecuciones algunas de éstas, en particular las dos
últimas, que nada tenían que ver con la disciplina militar. Se suprime el
artículo que prohibía la prisión por deudas. Quedan suprimidos los incisos 11 y
12 del artículo 82, que desligaban del Ejecutivo la actuación administrativa de
los empleados de Hacienda. Así quedan imposibilitados de perseguir el fraude si
se interpone la voluntad del Presidente. Por la reforma el Congreso puede ahora
autorizar al Ejecutivo para que enajene los bienes nacionales. Antes era
potestad exclusiva del Congreso, que debía también fijar las reglas para la
ocupación o enajenación de terrenos baldíos. También esto lo hace ahora el
Ejecutivo. “Zelaya y sus amigos ---apunta Madriz--- preparaban con esa reforma
un negocio muy productivo” Se agregó a las atribuciones del Poder Ejecutivo, la
de legislar, en receso del Legislativo, en los ramos de Hacienda, Guerra y
Policía. Con tal atribución el Presidente “es el principal Poder Legislativo en
Nicaragua”; y puede reformar hasta el Presupuesto, cosa nunca vista en ninguna
parte. Se suprimió la garantía del recurso de inconstitucionalidad, en asuntos
no ventilables ante los Tribunales. Así el Ejecutivo puede vejar a los
ciudadanos con leyes proscriptivas, retroactivas y contrarias a la Constitución , sin que
nadie pueda contener sus desafueros. Esto anula todas las garantías, pues nadie
puede hacerlas efectivas. La elaboración del proyecto de Presupuesto queda
exclusivamente en manos del Ejecutivo. Queda suprimida la autonomía de los
Municipios. Se suprime el artículo que permitía acusar al Presidente y a los
Secretarios de Estado por delitos oficiales, hasta cinco años después de haber
cesado en sus funciones. Se excluyen de la categoría de leyes constitutivas la
de imprenta, la marcial, la de amparo y la electoral; toda garantía queda,
pues, a merced de un decreto ejecutivo.
Con la reforma de 96 queda
suprimido en la
Constitución todo lo que descentralizaba el Poder. Era más
liberal –dice Madriz—la
Constitución cachureca de 58, tan combatida por lo
liberales. Así se dejaba sin bandera a la Revolución de julio y se hacía retrogradar las
instituciones de la
República al absolutismo de la Colonia.
Para redondear esta rápida
visión de las ideologías en la época de Zelaya sólo nos falta contestar a una
pregunta que se ha venido quedando relegada: ¿fue Zelaya pro-intervencionista?
La pregunta se circuncribe a la figura de Zelaya porque en torno a sus
conpiscuos oponentes ideológicos o políticos todo el mundo conoce la respuesta.
Y en relación con sus correligionarios, subalternos o pupilos, tal respuesta no
interesa, pues a la postre sólo él pensaba y firmaba por todos. La contestación
en lo referente a Zelaya es que sí, que también fue maculado del pecado de
intervencionismo en diversas ocasiones. La primera el 23 de febrero de 1896,
cuando el ministro Gámez pide el desembarco de marinos en Corinto y delega
provisionalmente en el comandante del buque de guerra las facultades necesarias
para la policía y seguridad del puerto. También se autoriza al comandante del
buque estadounidense para que mantenga en vigor la clausura del puerto que se
ha decretado. En esta ocasión el presidente Cleveland también dio
instrucciones para que las fuerzas
avanzaran por tierra hasta León, si fuere necesario para la protección de sus
súbditos. En 1899, a petición de Zelaya, fueron desembarcados en Bluefields
marinos que retuvieron el puerto hasta la llegada de las tropas del gobierno.
En otra ocasión Zelaya de instrucciones
al ministro Espinoza para que consiga ayuda diplomática y en pertrechos bélicos
para realizar la
Unión Centroamericana ; Nicaragua dará en cambio a Estados
Unidos por siete millones el derecho de opción al canal, protección aduanera y
dos estaciones carboneras. La última vez, el 4 de diciembre de 1909, Zelaya
solicita a Estados Unidos el envío de una comisión que venga a investigar si
los actos de su administración han sido en detrimento de Centro América.
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