domingo, 29 de octubre de 2023

COLUMNA DARIANA - EL SENTIMIENTO RELIGIOSO EN SU POESÍA. Por: Luis Alberto Cabrales. En: La Noticia, 5 Octubre de 1967.

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EL SENTIMIENTO RELIGIOSO EN SU POESÍA. Por: Luis Alberto Cabrales. En: La Noticia, 5 Octubre de 1967.

Escritor, poeta e historiador. Autor de varios libros de recopilación. Técnico en educación.

    Darío suelta su vena lírica, y sería largo exponer, aun extractado, todo lo que se le ocurre con respecto al Libro. Basten estas breves citas:

                    El libro… Celeste lumbre

                    de la humanidad amparo,

                    Radioso, divino faro

                    que guía a la muchedumbre,

                    El Libro… elevada cumbre

                    de la verdad. Más, qué digo!

                    El Libro, que yo bendigo

                    con entusiasmo profundo

                    tiene ante la faz del mundo

                    un implacable enemigo.



                    ¿Sabéis quién es? Allá está.

                    Su trono se bambolea

                    porque el soplo de la Idea

                     su trono derribará.

                    ¿Sabéis quién es? Vedle allá

                    sobre el alto Vaticano.

                    Contempladle. Genio insano

                    apaga todo destello

                    con una estola en el cuello

                    y el Syllabus en la mano

Y prosigue por otro lado:

                    Mira las humanas listas:

                    En ella haya millares

                    nihilistas para los Zares,

                    para los Papas, nihilistas.

    Cansado de recitar 990 versos por ese estilo, exclama por concluir:

                    Basta ya, Musa querida,

                    ya bastante me alentaste

                    y unida a mi voz cantaste

                    la humanidad redimida.

                    Redimida con la vida

                    no con Gólgota ni Cruz,

                    ni martirios de Jesús…

                    sino con la fuerza inmensa,

                    con el Libro, que es la Luz.

    Y dice la crónica de “El Centroamericano”: “Esa composición, que es un poema sobre las excelencias del libro, arrancó entusiastas aplausos de toda la concurrencia”.

    ¡De tal modo andaba la poesía, el buen gusto, y el pensamiento de nuestro país en la época bendita de los llamados Treinta Años!

    En el poema a La Razón –otra Diosa— dice:

                    Cayó la fe con sus terribles fueros,

                    ya con tu voz por doquiera se derrama,

                    se hunden Vichnú, Cristo, Buda y Brahama,

                    y las naciones van por tu sendero.

    En otros versos exclama, complacido y orgulloso: “Por fin el dogma expira ante la Ciencia”.

    Naturalmente, los jesuitas tendrían también su buena parte de inventivas. ¿No acababan de expulsarlos del país como malhechores? ¿Los expulsantes no eran hombres pensantes y graves, desde el Excelentísimo Señor Presidente de la República hasta los Honorables Senadores? ¿No respiraba ya Nicaragua aires de luz, aventadas hacia el mar las tinieblas de las sotanas jesuíticas? ¿Qué podría sentir el adolescente poeta sino sentimiento de incomprensión y de odio?

                    Bien, ahora hablaré yo,

                    Juzga después, lector, tú.

                    El jesuita es Belcebú

                    que del Averno salió.

                    ¿Vencerá al Progreso? ¡No!

                    ¿Su poder caerá? ¡Si!

                    Ódieme el que quiera a mí;

                    Pero nunca tendrá vida

                    la sotana carcomida

                    de estos endriagos aquí

    Aunque genio en brote, Darío no podía sustraerse a la influencia avasalladora del llamado pensamiento de la época. Si los honrados hombres y gobernantes de entonces, si los literatos o más o menos pasables de ese tiempo, así pensaban y sentían, ¿qué otra cosa podía pensar y sentir un adolescente que apenas abandonaba los años de la niñez?

    Por esa época se creía en las latitudes centroamericanas que un literato no podía en manera alguna ser católico. Esa creencia extravagante para la juventud del siglo XX está estereotipada en este, que quiso ser irónico, terceto de Darío:

                    ¡Qué cosa tan singular,

                    ese joven literato

                    aún se sabe persignar!

    Por otra parte, no se crea que la influencia ancestral católica había desaparecido por completo de aquel espíritu. Desde el fondo de los siglos y de la sangre hacia sus llamadas secretas y le arrancaba estas nostálgicas expresiones

                    ¿Mi fe de niño do está?

                    Me hace falta, la deseo:

                    batió las alas y creo

                    que ya nunca volverá.

    Todavía adolescente Darío abandona Nicaragua. Deja este rincón rezagado, rincón de rencillas políticas locales y de ardientes y disparatadas polémicas religiosas. Llega a Chile, país por entonces ordenado y severo, en donde las libertades, la cultura y el progreso no se antojan enemigos de la Iglesia Católica. Encuentra una juventud que desdeña la política partidista y es completamente indiferente a la cuestión religiosa. Juventud que se entrega de lleno al cultivo del arte y al goce de la vida. Juventud, si queréis indiferente, pero por culta, más cercana a nuestras actuales juventudes. Allí Darío se olvida de sus rencores librescos y de sus ideas librescas antirreligiosas. En sus libros de entonces, en los poemas escritos en esa época, no se encuentra el rastro de una preocupación sectaria. Ya no ataca a los Dogmas ni al Papa, ni se entusiasma artificialmente en debates filosóficos versificados en décimas.

    Un egoísmo juvenil, una gran despreocupación pagana, un deleite exclusivo de los goces terrenos, circulan en la sangre íntima de sus poemas. Canta desengaños amorosos de los que pronto se curará, las bellas cosas terrenales: las sedas, los perfumes, las flores, “las bocas húmedas y tibias”, “las noches cálidas”. La cumbre de su ideal es la mujer, concreción de todas las bellezas de la tierra. “Mujer, eterno estío, primavera inmortal”, exclama en el pequeño gran libro Azul, con el que inicia el gran movimiento que tomó el nombre de modernista.

    ¿Perdido en el ancho campo del goce sensual y sensorial se alejará más Darío del seno de la Iglesia Católica?

    Dios tiene ocultos designios y atrae a los hombres por caminos insospechados. Nos acercamos al momento en que Dios y su Iglesia atraen a Darío por el camino de la belleza de las criaturas.

    Darío, ya célebre y en plena juventud –alrededor de los veinticinco años— hace otros viajes. Llega a Europa, y siempre estudioso y laborioso, se asimila la esencia de las más variadas culturas; su espíritu se acicala, su alma estremecida se empapa en una más alta y noble jerarquía de sentimientos, emociones y pensamientos, y por el camino de lo bello emocional y sentimental comprende, admira y canta lo bello emocional y sentimental de la Iglesia Católica. El impúber que denostó a la Iglesia por lo que él llamaba “lujo eclesiástico”, se acerca a los umbrales de la verdad religiosa atraído por la belleza externa, por los ritos misteriosos y magníficos de la Desposada de Cristo.

    En Prosas Profanas usa palabras de eclesiástica belleza para saludar al lirio:

                    Lirio real y lírico

                    que naces con la albura de las hostias sublimes

                    de las cándidas perlas

                    y del lino sin mácula de las sobrepellices.








 

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