martes, 24 de octubre de 2023

COLUMNA DARIANA / DARÍO EN NOTRE-DAME. Por: Eduardo Avilés Ramírez. En: El Centroamericano. León, Nicaragua, 3 de Septiembre de 1967.


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CRÓNICAS DE AVILÉS RAMÍREZ

DARÍO EN NOTRE-DAME. En: El Centroamericano. León, Nicaragua, 3 de Septiembre de 1967.

     UN día de comienzo del siglo subió a las torres de Notre-Dame el poeta de América y se encontró en medio del paisaje que Víctor Hugo describe en la novela dedicada a la Catedral de París. Sentía, dijo después, como si de pronto penetrara en las sombras y en las luces del Medioevo “enorme y delicado”. Sobre todo, porque se vió de improviso en la inesperada y misteriosa compañía de las quimeras de piedra, que hablan en latín. El poeta de América, que decía tener sangre nagrandana y manos de marqués entabló el diálogo. Pero antes oyó el discurso de las quimeras, sus arengas, sus oraciones, sus diatribas, en una lengua llena de símbolos, cargada de imágenes, preñada de estragos y de maleficios obscuros. En ellas el poeta contemplaba ocho siglos de Historia, al par tenebrosa y radiante. Por fin tomó la palabra y les dijo, sin siquiera despegar los labios:

—Vengol a traeros el saludo y el mensaje de nuestras águilas que reinan en la parte Norte de nuestra geografía y se ponen en los cactus con una serpiente en el pico. Los cóndores que reinan en el Sur, guardan la tradición de la raza autóctona y vigilan los desfiladeros abruptos de nuestra Cordillera, como símbolos teogónicos. Las águilas y los cóndores son las quimeras americanas…

     Las quimeras de Nuestra Señora —lo contaba el mismo Rubén Darío, y si no lo contó pudo haberlo contado—, le respondieron con su lengua silenciosa:

     —Ojalá aquellas águilas y aquellos cóndores de que nos hablas, sean más altivos y positivos que nosotras. La sangre de una quimera debe ser cálida e inflamable. Nosotras guardamos una religión que no es nuestra, mientras que las quimeras vivas de América guardan la religión activa de la patria, que es la suya. Ve y diles que nosotras retornamos su mensaje lírico y que las envidiamos, porque el combate suyo es material y el combate nuestro es apenas simbólico y decorativo. Nuestra filosofía está hecha de silencio y quietud, mientras que la batalla de nuestras hermanas de América es más hecho material que ficción poética, más cristalización, que lirismo, más áspera verdad que grito literario…

     Y ese fue el discurso de las quimeras.

    Cada vez que yo subo hasta las torres ocho veces centenarias de la Catedral de París, “escucho” ese discurso que quizá no pronunciaron más que en mi imaginación. No importa, la verdad es así y se abre paso a través de las brumas medievales y de las luces renacentistas. Es en compañía de Claudio Frollo, el Arcediano de Quasimodo y de Felipe Bello que escucho a las declamatorias quimeras, plantadas allí para preservar a la Catedral, con su presencia siniestra, del asalto de los espíritus siniestros. Porque la ingenuidad medioeval quería que la Casa de Dios fuera defendida por los diablos, lo que es una adorable y cristalina redundancia. Y es así que nacieron estas quimeras de picos y garras ardientes. Son, en el fondo, un maravilloso tratado de filosofía religiosa, complicado con las visiones que tuvo Juan en la Isla de Patmos.

   Entre esas quimeras las hay que aparecen aullar diatribas diabólicas, pero las hay que, la quijada entre las manos, parecen meditar contemplando el aire. Desde sus sitiales estratégicos asistieron a mil espectáculos, desde Felipe el Bello hasta Charles de Gaulle, para los que saben interpretar sus discursos silenciosos, una canción de gesta retumbante y magnífica. Víctor Hugo subió hasta ellas, una tarde brumosa de 1831, para contemplar desde su parapeto pétreo la capital de los bárbaros de Occidente, y descubrir el paisaje montañoso y rumoroso de la Historia. Y es de él que arranca la visión versificada del Barco de Lutecia.

      Porque Notre-Dame está en un barco “que flota pero que no se hunde”; la vieja Cité: La proa remonta incansablemente el Sena y un día romperá las amarras de sus puentes, que la retienen y se echará a navegar, tesoro vagabundo, quién sabe hacia dónde. Un barco trabajado con materiales los más nobles del Medioevo, cargado de inestimables tesoros y reliquias, enriquecido de filosofía, pesado de símbolos, bruñido de épica poesía, poblado de fantasmas de héroes antiguos, enarbolando la Cruz de Cristo en lo más alto de su palo mayor.

      Mientras tanto las quimeras siguen haciendo de centinelas. Ellas asistieron a la metamorfosis de la ciudad y a la transformación de sus habitantes. Vieron nacer la República, el tren, el barco, el telégrafo, el automóvil, los aviones. Y conocen la ciencia sutil de la radio, reciben todos los mensajes, escuchan todos los despachos cifrados y ven, con ojos radiográficos, las imágenes que transmiten el beligrama y la televisión. Y en la noche sonríe llenas de ironía…

      Si, sonríen con sarcasmo porque distinguen a lo lejos a la Torre de Eiffel, peripatética, rastacuera, nacida ayer solamente, endiamantada de luces artificiales y el cuello estirado como el de las millonarias de Yanquilandia. Las quimeras no se toman ni siquiera la molestia de despreciarla desde el fondo de su espiritualidad medioeval, considerándola incapaz de engendrar, como ellas, estados de alma eternos.

     Cuando vengáis a París, amigos y amigas espirituales de América, subid las gradas de piedra que subieron Claudio Frollo, el Arcediano, Quasimodo, Víctor Hugo y Rubén Darío. Venid a contemplar la ciudad dos veces milenarias, nacida en la Islita misma en que se alza la Catedral. Y conversad un rato, nada se opone, con las viejas y adorables quimeras. Ellas os darán una lección vigorosa y quizás os confiarán otro mensaje para sus hermanas de América, nuestras Águilas del Norte, que se posan sobre los cactus con una serpiente en el pico, y los cóndores patriotas que guardan en el Sur los desfiladeros abruptos de nuestra cordillera andina.

París – 1967

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