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Habiendo publicado La Prensa de hoy en su última página una
foto donde van dos camilleros llevando un difunto del Hospital a la Morgue, no
quiero dejar pasar la ocasión sin hacer algunos comentarios de interés.
Ante todo, quede establecido que la calle que cruzan los dos
empleados con su carga de despojos humanos es nada menos que la Once de Julio,
una de las más importantes y traficadas de la capital tanto por su posición y
los sitios que conecta, como por gozar de “preferencia” dentro de las
reglamentaciones del tránsito. Esta calle es el acceso obligado a la ciudad
para los viajeros y turistas procedentes del sur.
Luego hay que notar que los camilleros se dirigen a tomar la
acera del Parque Once de Julio, bastante bien cuidado, arbolado e iluminado al
que por las tardes llevan madres y “chinas” gran número de niños a respirar el
aire fresco.
Enfrente del parque, en la otra banda de la avenida, está un
gimnasio para infantes que, aunque un tanto deteriorado, es muy concurrido,
sobre todos las tardes de los días festivos.
Pues bien, contrastando grotescamente con la alegría de los
niños en el gimnasio y el ameno parquecito, obstruyendo como un tumor de
maleficio las funciones de la importante vía, saludando a propios y extraños
con su nota macabra, está el eterno tráfico de cadáveres entre el Hospital y la
Morgue.
Y he aquí que la risa de los niños, que sonaba como
cascabeles en lo movido de sus juegos, de pronto se hiela en los labios
infantiles; las rosadas mejillas palidecen y los ojitos inocentes parece que
van a saltar de sus órbitas… Y quedado al descubierto, con sólo sus harapos,
con su cara terrosa, el rictus dolorido de sus labios y el brillo apagado de
sus ojos.
Y he aquí que cuando mayor es el tráfico en la calle, y
cuando la gente va y viene por decenas camino de la Clínica del Seguro se paran
gentes y vehículos por necesidad, por respeto y por asco, porque los camilleros
llevan un esqueleto humano medio encogido, medio envuelto en una sábana
amarilla de mugre, en una camilla que ostenta mil manchas superpuestas de
exudados orgánicos en su forro de lona.
A veces el cadáver interrumpe el tráfico de las aceras,
porque los camilleros lo han dejado allí mientras encienden un cigarrillo o se
despeja el tráfico en la calle. Es difícil no imaginar que a causa de esta
práctica más de algún transeúnte distraído debe haber tropezado alguna vez con el
muerto y caído de bruces sobre él. ¿Y cuántas veces el difunto habrá escapado
de poner los pies en la cara del turista inadvertido, al cruzar la boca-calle?
Porque a veces lo llevan por la avenida a empujones de una destartalada camilla
de ruedas, cuyo infernal chirrido, en las calladas horas de la noche, pone los
pelos de punta a todo el vecindario y echa a perder el sueño más sosegado.
Si para desgracia de Nicaragua uno de los objetos más sucios
del país el Hospital General de Managua, ha venido a quedar en medio de la
capital, bueno es que armándose de vergüenza y poniéndonos la mano en el
estómago, busquemos la manera de ahorrarnos estos alardes de inmundicia y
desconsideración. El hecho infortunado de que la Morgue se encuentre ubicada en
sus cercanías, ha hecho que el hospital quiera adueñarse del camino que conduce
allí y se crea con derecho a presentar el espectáculo de la muerte (el triste
espectáculo de la muerte hospitalaria) con los colores más sombríos, a la hora
que le da la gana, a los ojos de niños y adultos, de propios y extraños.
Búsquese para el traslado de la carroña humana un carro
hermético, un receptáculo metálico o un modesto cajón de pino; pero por
elemental decencia o incipiente amor a Nicaragua, mándese quemar la camilla de
ruedas (versión capitalina de la “carreta náhuatl") y esa otra del forro
manchado de detritus.
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