MANUEL MALDONADO Y RUBÉN DARÍO, Managua, 1908. |
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Capítulo del
libro inédito
CULTURA DEL PENSAMIENTO
RUBÉN
DARÍO*
Por: Timoteo Miranda
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Las ideas que
dejaré expuestas pueden servir como una norma para explicar con claridad mis
observaciones psicológicas, que he venido anotando en el curso de mi vida, especialmente
acerca de ciertas personalidades muy distinguidas con quienes tuve ocasión de
convivir en algunas épocas de mis pasados años.
Pero desde luego
debo advertir que mis estudios en ese campo tan difícil los voy a concretar
solamente a un pequeño grupo escogido entre lo más selecto que vino a ser parte
de mucho valor y mérito para mi propio cultivo intelectual.
Comenzaré con uno
de los más gloriosos y conocidos, cuya celebridad llena toda la América Hispana
y mucha parte de Europa: me refiero al poeta nicaragüense Rubén Darío.
Por algúntiempo,
todavía muy joven, estuve muy cerca de Dario, que fue por cierto uno de mis
mejores amigos en la República de Guatemala, allá por los años de 1890 y 91.
En aquella época
tuve ocasión de penetrar muy hondamente en aquella alma tan sutil, luminosa y
cándida como el alma de un niño.
Era muy difícil
conocer su carácter por su modo de ser silencioso, y muchas veces altivo como
un gran señor de portentosas riquezas; pero alguna vez con la humildad femenina
que llegaba hasta una timidez inexplicable.
En este tiempo,
tanto como yo, gozaba Rubén de aquel divino tesoro de la juventud, como él
expresó.
Lo visitaba todos
los días, y a veces acontecía que lo
encontraba triste y abatido como bajo el peso de una tenaz pesadumbre, y
entonces lo interrogaba:
─ ¿Qué le pasa, Rubén?
─ Nada, absolutamente
nada sino que no pienso ni siento cosa alguna; estoy como un muerto en su
sepulcro.
─ Véngase, vamos a la
calle; un poco de ejercicio le vendrá bien.
Y entonces salíamos
por las avenidas de Guatemala, Rubén en silencio a pesar de mi continua charla.
Solamente cuando yo le llamaba la atención hacia el perfil de una bella mujer,
se volvía, miraba con curiosidad y sonreía.
A veces lo
encontraba con la vivacidad de un niño inquieto y travieso, hablando sobre
tópicos que cambiaba a cada momento, casi siempre acerca de escritores y
poetas.
Lo visitaba a veces
Enrique Gómez Carrillo, todavía tan joven que vestía pantalón corto; pero que
iniciaba ya sus prosas en la prensa dando indicios desde luego del que fuera
más tarde el famoso y más conocido literato y crítico de las letras hispanas.
Era Rubén muy
sensible y muchas veces llegaba hasta la desesperación, cuando se formulaba
aluna crítica contra versos o prosas que había dado a la publicidad.
Cierto día un
escrito colombiano, Samuel Córdova, publicó una crítica sobre algunos versos de
Darío, si mal no recuerdo, por algún defecto puramente gramatical. Rubén llegó
a mi cuarto desesperado y nervioso porque iba a desafiar a Córdova a singular
combate, y según me decía, hasta a matarlo por aquel horroroso crimen.
Luego le pregunto:
─ ¿Y las armas?
Porque nunca supe
que portara alguna arma que pudiera servir para un desafío.
Noté desde luego
que venía algo inspirado por las burbujas del champagne.
Por complacerlo, y
por saber con qué clase de enemigo iba a tener lugar aquel famoso desafío, fui a
ver a Córdova.
─ Pero hombre ─ me dice sonriendo ─ ¿Cómo cree
usted que yo voy a pelear con Rubén si
yo soy uno de sus primero admiradores, y mi crítica no fue otra cosa que una
broma para molestarle un poco?
Pero, de todos modos, el combate se dispuso
entre aquellos dos campeones de las letras.
La plazuela del Teatro Nacional de Guatemala
fue el campo escogido. Padrinos: Pedro Pablo Nates, también colombiano y escritor, por parte de Córdova; y yo mismo
por parte de Darío.
Al encontrarnos los cuatro, padrinos y
combatientes, lo primero que hizo Rubén, sin más palabras ni explicaciones, fue
abrir los brazos y estrechar a efusiva y fraternalmente a Córdova.
Eso fue todo y nada más, porque Córdova a su
vez, lleno de cariño correspondió del mismo modo a Darío.
Aquel célebre duelo terminó así con una
broma, y además en una opípara cena donde no escasearon exquisitos vinos hasta
terminar en la resonante nota de un champagne de la Viuda.
Traigo este recuerdo como un detalle en mi
estudio sobre la personalidad de Rubén Darío.
Su mentalidad era puramente subjetiva: vivía
muy alejado de la vida real y
palpitante. La visión objetiva se le escapaba como acontece a los grandes
soñadores, porque apenas tomaba del mundo real lo que venía a la mano para
suplir sus necesidades más urgentes.
Su fama como gran poeta y exquisito escritor
le dieron oportunidad hasta para tornarse rico; pero tiraba el dinero a manos
llenas como un potentado del oro cuando la suerte le deparaba una fortuna y
nunca pensaba que el día siguiente amaneciera sin un céntimo.
Nunca descendía de su trono subjetivo por
atender pequeñeces de la vida real, o atender deberes apremiantes en sus
relaciones sociales.
Su mente estaba siempre iluminada con sueños
de oro que le ofrecía su imaginación portentosa y romántica, y su fantasía que
volaba por cielos encantados hacía vibrar el clarín sonoro de su inspiración
divina.
Rubén ante todo era sencillamente poeta
porque llevaba siempre en su inmenso teclado de consonantes las armonías más delicadas,
y diáfanas que aprisionaba bellamente en sus veros incomparables.
Su genio, al mismo tiempo que llevaba la gracia
encantadora de sus versos, hacía el afecto de una dulce melodía que viniera
vibrando de un instrumento extraño que se perdía en una noche romántica iluminada
por el resplandor de plata de un cielo estrellado.
Seguramente
de allí vino aquella frase suya como una confesión ingenua: Mi arpa es un viejo clavicordio pompadour al
son del cual danzaban sus gaviotas antiguos abuelos.
Si fuera posible penetrar
en ese mundo tan lleno de misterios al través del tiempo en los precedentes de
una mentalidad genial, encontraría que en algunas generaciones, en la línea de
sangre de Rubén Darío, tendría como una sorpresa antes que un poeta tan
refinado y grandioso, a un portentoso artista de la música en una variedad infinita
de notas que llenaron el alma de Beethoven y
Ricardo Wagner.
Porque su poesía se
puede decir que es un caso único entre los más gloriosos poetas del idioma
español.
Es cosa de
admirarse cómo la palabra más resistente
dura se tornaba para él en una dulce queja de amor, como si todo el
engranaje de nuestro idioma escondiera una melodía como la nota encantada de un
bello pensamiento.
Y luego ¿de dónde
venía su prodigiosa mentalidad?
Siempre tenemos a
la mano como una lógica inductiva la concatenación indefinida de causas y
efectos en los fenómenos de la Naturaleza.
Rubén Darío no es
un solitario en la creación sino que vino formando su intelecto como una
herencia en el curso de los siglos durante una serie de vidas que se pierden en
pasados ignotos.
Es digno de notarse
que el propio poeta, en un estudio admirable que hizo acerca de la personalidad
de Paul Verlaine, reconoce, en uno de sus párrafos, las herencias que vienen
sucediéndose en vidas anteriores.
Copio ese párrafo
que viene a confirmar mis teorías con el pensar del mismo Rubén:
Yo confieso que después de hundirme en el
agitado golfo de sus libros, después de penetrar en el secreto de esas
existencia única, después de ver esa alma llena d cicatrices y de heridas
incurables, todo el eco de celeste y profanas músicas, siempre hondamente
encantadoras; después de haber contemplado aquella figura imponente en su pena,
aquel cráneo soberbio, aquellos ojos obscuros, aquella faz con algo de
socrático, de pierrotesco y de infantil;
después de mirar al dios caído, quizás castigado por olímpicos crímenes en otra
vida anterior; después de saber la fe su sublime y el amor furioso y la inmensa poesía que
tenían por habitáculo aquel claudicante cuerpo infeliz, sentí nacer en mi
corazón un doloroso cariño que junté a la gran admiración por el triste
maestro.
Por más que pienso
sobre el origen de la mentalidad de Darío, me encuentro confundido en un mar de
tinieblas.
Mucho sería que
tuviera una mirada tan penetrante y tan
llena de luz a para sorprender siquiera un perfil en esa misteriosa historia de
pasadas vidas en concordancia con la mentalidad de Rubén, a su paso por el
planeta tierra.
Apenas puedo
sorprender en mi registro de cultura ciertas similitudes, en algunos de sus
versos, con otros poetas antiguos en las letras españolas.
Porque, en verdad,
esa armonía en sus estrofas no tiene punto de similitud con ningún poeta en el
mundo Las palabras se deslizan tan suave y dulcemente que parecen notas que
florecen en una lira encantada y misteriosa que solamente su alma sabía
sorprender.
Así, por ejemplo,
al terminar una de sus sonaras poesías, dice:
Y sería mi sueño al nacer de la aurora,
contemplar
en la faz de una niña que llora
una
lágrima llena de amor y de luz.
Y sus sutiles comparaciones es muy difícil
encontrarlas en poeta alguno. Hay que admirar para el caso cómo define la
guitarra en uno de sus admirables poemas:
Urna
amorosa de voz femenina,
caja
de música de duelo y placer,
tiene
el acento de una alma divina,
talle
y caderas como una mujer.
Desde luego puede notarse la música del consonante
que bien supieron manejar poetas de pasados siglos en la Madre patria, cuando
se inició en España un movimiento
literario famoso que vino a ser una especie de revolución contra la plasticidad
clásica de la literatura consagrada.
Pero eso
no me da, ni tan siquiera, una luciérnaga en las tinieblas en busca de las
herencias que enriquecieron su mentalidad subjetiva.
Como pensador el gran poeta nicaragüense no tuvo
ninguna importancia, sin dejar por ello de admirar ciertas observaciones
profundas adonde penetraba como un buzo
de luz su fantasía creadora.
Es un fenómeno bien marcado entre los grandes
poetas, que no pueden formular un pensamiento filosófico y por consiguiente
están sin derecho a sentarse bajo el dosel dorado de los hombres de ciencia.
Desde luego hay que hacer algunas excepciones
entre los más elevados y luminosos obreros
del pensamiento y la poesía.
Ahí tenemos a Goethe, cuya mentalidad genial
sondeaba los arcanos más recónditos de la Naturaleza.
También tenemos a Víctor Hugo, que fuera a
la vez parlamentario, orador y político, resplandeciendo en el campo de las letras
y la poesía como un astro de espléndida magnitud.
Fue Víctor Hugo el verdadero genio de la
Francia con derecho a sentarse en el Olimpo consagrado para los súper-hombres que
han alcanzado la mayor gloria en todos los tiempos de la raza humana.
Pero como lo dejo dicho, esas son
excepciones, muy escasas por cierto, entre las mentalidades de más alta
representación en la poesía y en las letras.
El
principio general impera siempre: que la mente subjetiva, por medio de ese
factor que hemos denominado la Inspiración, rompe todo equilibrio del mundo
objetivo, y sin control de ninguna clase, atropellando la inteligencia y la
razón, levanta el vuelo por todos los horizontes en un delirio inconsciente y a
la vez fantástico.
Es por eso que desde aquellos tiempos de la
antigua sabiduría griega, en una Apología
a los atenienses, dijo Sócrates:
He llegado
a descubrir acerca de los poetas que el objetivo de sus creaciones está
colocado fuera de todo principio de sabiduría, y viene a ser obra únicamente de
inspiración bajo la influencia del entusiasmo, como las visiones de los
Profetas y Adivinos; y aunque los poetas dicen cosas muy bellas, ellos mismos
no tienen conciencia de sus propias creaciones.
También el sabio Platón, en su Ideal
República, desterraba a los poetas como ciudadanos imposibles para sujetarse a
ningún principio de sabiduría política.
En los modernos tiempos, aquellas ideas de
Sócrates y Platón, están confirmadas,
por Lord Macaulay, que también es autoridad de alto mérito como pensador y
literato de fama universal.
Antes de terminar mi estudio sobre la
mentalidad de Rubén Darío, voy a referirme a ciertos fenómenos que tienen lugar
entre los más altos intelectuales y literatos de primer orden.
Me refiero a ciertos venenos embriagantes
que desequilibran el temperamento nervioso y afectan el cerebro de modo
extraordinario.
Es de tal manera la influencia de tales
venenos y drogas que han llegado a
imponerse en las costumbres de las naciones más adelantadas del globo.
Entre esos venenos se pueden contar en
primera línea: el alcohol con su variedad infinita de licores embriagantes;
luego la morfina, el opio y el cáñamo indio, ya generalizado en las naciones
occidentales.
También el tabaco forma parte de tales
tóxicos. Pero hay que notar que sus efectos son menos perniciosos que las
anteriores drogas.
Un estudio admirable del tabaco con todos
sus efectos y consecuencias ha sido hecho por el famoso pensador y filósofo
francés Gustavo Le Bon. Estudia, en todos sus detalles, los efectos dañosos de
la nicotina.
El conde León Tolstoy, asimismo, escribió un
estudio acerca del tabaco, siendo de notarse que Tolstoy no deja de reconocer
algunas benéficas influencias del tabaco en sus efectos psicológicos.
El tabaco también se ha impuesto en forma
imperativa en las costumbres de su infinita jerarquía con todos los colores del
iris.
Creo que fue Carlyle, el famoso literato
escoces, quien dijo: que la civilización
no es otra cosa que el vestido.
La especie humana, en la actual evolución
que viene atravesando, busca siempre la dicha para gozar de la vida; y
desgraciadamente la encuentra en el desequilibrio
de las más nobles y elevadas facultades intelectuales. Cuando se pierde la
razón el hombre desciende al nivel de la bestia, y las mejores energías que sustentan
las virtudes más santas quedan ahogadas en los fangos de los vicios
despreciables y oprobiosos.
Algo diré en relación con los efectos del
alcohol, especialmente sobre la mentalidad de muchos hombres geniales.
Entre esos hombres puedo contar, en primera
línea, a Rubén, cuyo estudio me preocupa en estos momentos.
Meditando sobre los efectos del licor en su
mentalidad, vengo a sorprender que mis ideas una vez más, quedan confirmadas en
relación con la mente subjetiva.
Es un fenómeno realmente extraño y misterioso: que muchas de sus mejores
producciones intelectuales fueron efectos del licor que sacudía sus nervios y
despertaba su imaginación a los más encantadores ensueños, y como de un cordaje
exquisito y vibrante dejaba escapar las notas más delicadas, armoniosas y bellas.
Se puede decir que substancialmente no era
la personalidad de Darío en su más elevado intelecto el que inspiraba los encantos
y bellezas de sus más refinadas obras de arte: era más bien una entidad
extraña, como un arcángel invisible que descendiera de regiones celestes con
una lira en la mano para resonar dulcemente en su copiosa y fecunda
imaginación.
Es indudable que uno de los efectos,
inmediatos del alcohol es la inconsciencia y la violenta sacudida dolorosa mórbida de todo el organismo que despierta
las más recónditas fuerzas latentes que se lanzan en acción involuntaria y
brutal.
Es por ello que muchos, la mayor parte que
no tienen en su mente el don sagrado de la inspiración, vienen a constituir el
caso patológico del alcoholismo la
morfinomanía.
Tuve ocasión de observar que Darío, en su
temperamento normal, estaba siempre inconforme con sus prosas y versos que
rimaba bajo el imperio de una costumbre intelectual; pero muchas veces sin
llevar aquella nota divina de su genialidad incomparable.
El demonio de Sócrates que todos reconocen
en el antiguo sabio griego, es el mismo que está presente en un momento dado
con mandato imperativo en ciertos espíritus selectos.
¿De dónde surgen esas entidades tan extrañas
en la mentalidad de ciertos hombres geniales?
Tengo para mí que esa aparición viene de
lejanas experiencias que nunca se pierden y que reviven y se hacen sentir
repentinamente sin el control de la inteligencia y la razón.
La peor desgracia para Darío era no sentir
en su organismo los efectos de una copa de coñac que lo tornaba inspirado y
dichoso.
En su temperamento normal siempre estaba
abatido y triste, y su palabra no correspondía nunca a su pensamiento; en esos
momentos el silencio era una de sus armas favoritas.
En cierta ocasión, con motivo del regreso a
Guatemala de Domingo Estrada, famoso y cultísimo literato guatemalteco, un
grupo de amigos concurrimos a un paseo de campo cerca de la ciudad. En aquella
alegre fiesta estuvimos presentes Rubén, don José Leonard, el inolvidable
Salazar; Joaquín Méndez, fino diplomático y también literato de alta cultura
intelectual; Rafael Spínola, orador y periodista, y algún otro que se escapa a
mi memoria.
Hubo un momento en que Domingo Estrada, con
esmerada cortesía, suplicó a Rubén que recitara alguna de sus bellas poesías.
El guardó silencio sin contestar una palabra de excusa.
A nuestro regreso el poeta Palma me dijo:
─
¿Ha visto usted un hombre tan estúpido como este Rubén?
─
¿Estúpido? ─ le
replico.
─
Sí, verdaderamente estúpido como hombre social. ¡Pero qué talento tan hermoso!
Siempre recuerdo, ese retruécano del poeta
Palma con referencia a Darío.
Al día siguiente fui a verlo a su cuarto en
el Hotel Unión.
─
¿Qué le pasó ayer en el paseo de campo para Domingo Estrada que se quedó sin
decir una palabra?
Y Rubén me contesta:
─
¿Pero qué iba a decir en aquellos momentos si no existía? Me imaginaba
solamente que no hay dicha comparable como estar en un sepulcro bajo tierra,
sin sentir nada, sin oír nada de las cosas del mundo.
Viene a mi memoria también un detalle que
explica su carácter en sus faenas de prensa.
Fue director de un diario semi-oficial que
llevó el nombre de El Correo de la Tarde.
Era entonces, Presidente de la República de
Guatemala el General Manuel Lisandro Barillas.
En ese diario trabajamos en su redacción
varios centroamericanos: estuvieron allí los escritores salvadoreños Francisco
Gavidia, Vicente Acosta y Alberto Masferrer.
Darío llegaba a él todas las mañanas y se
sentaba en su escritorio con un rimero de cuartillas para escribir el editorial
o una prosa literaria.
Llegó un día, el del aniversario del
nacimiento del Rey de Italia, Víctor Manuel II, me parece; y con ese motivo
había que escribir un editorial.
Rubén tenía a su cargo esa tarea, y en
efecto dio principio a las primeras frases.
De súbito se quedó silencioso y pensativo
con los codos apoyados sobre el escritorio.
Luego me llama y me dice:
─
Siéntese y termine ese editorial.
─
Pero, Rubén, ¿cómo cree usted que voy a seguir la lógica de su prosa cuyos
primeros párrafos están brillantemente escritos? Continúe usted y termine.
─ Yo no puedo más; no sé qué tengo; mi mente
está apagada y mis nervios me azotan dolorosamente. Siéntese usted y concluya
ese trabajo que es urgente para el diario de hoy.
Yo lo terminé siguiendo la prosa de Darío
hasta donde me fue posible. Porque él salió a la calle inmediatamente.
Luego regresó sonriente y alegre.
─ ¿Terminó? ─ me dice.
─ Sí, allí está el artículo. Revise usted y
corrija, si es necesario.
Pasó una mirada sobre mi prosa y luego llamó
al impresor y la puso en sus manos.
Rubén había cambiado: dos tragos de coñac le
habían devuelto inmediatamente su temperamento de artista magnífico.
Eso quiere decir que el alcohol, en ciertos
organismos, viene a ser como una llama que pone fuego ardiente para despertar
todas las facultades creadoras como la imaginación y la fantasía sin el control
de la inteligencia y la razón.
Esa condición de espíritu de Rubén Darío
tiene lugar asimismo en la mentalidad de grandes artistas y gloriosos poetas.
Así está el caso en ese maravilloso genio de
los Estados Unidos:
Edgard Poe, cuya vida fue un tormento eterno
aprisionado siempre y tenazmente por las garras implacables del alcoholismo.
Lo mismo aconteció con ese otro genial
talento francés: Paúl Verlaine, acerca de quien dijo el mismo Rubén: Dios mío, aquel hombre nacido para las
espinas, para los garfios, y los azotes del mundo, se me pareció como un
viviente doble símbolo de la grandeza angélica y de la miseria humana.
Así por ese orden pueden citarse a tantos
poetas y artistas cuyos nombres está resonando bajo el arco triunfal de los
inmortales.
El mismo Lord Byron, con todo y su alcurnia
ilustre, no dejó de echarse en los brazos delirantes de los paraísos
artificiales, durante el curso de sus aventura dramáticas.
Y mucho más tendría que decir en referencia
con las drogas y venenos entre muchos perínclitos porta-liras que ha
conquistado el derecho de sentarse en el Olimpo como los dioses de la humana
raza.
Pero mi estudio lo he concretad a Rubén
Darío, inmenso poeta de América, honor y timbre glorioso de la patria
nicaragüense.
RUBÉN DARÍO. Capítulo del libro inédito CULTURA DEL PENSAMIENTO del autor
Timoteo Miranda. En: “Ariel”.
Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de
Costa Rica, 1º y 15 de septiembre / 1º octubre / 1942. Serie 41. Números 121-122-
123. Director: Froylán Turcios.
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