lunes, 11 de enero de 2016

HA MUERTO EL PAPÁ DE MARGARITA. Por: Orosmán Rivas*.


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DR. LUIS H. DEBAYLE

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    En León de Nicaragua acaba de morir Luis H. Debayle. Este nombre queda unido por siempre a la historia íntima del mágico Rubén. Fueron amigos desde la temprana juventud y cuando para morir el poeta regresó a Nicaragua –como esas aves que después de hacer círculos concéntricos en la lejanía regresan suavemente al mido— Debayle quiso salvarlo de la terrible cirrosis hepática, haciéndole una punción.

                   Margarita, está linda la mar,
                   y el viento
                   lleva esencia sutil de azahar.

    ¿Quién qué es romántico y que ha leído a Rubén y verificado los paisajes que pinta en su maravilloso libro El viaje a Nicaragua, no sabe quien es Margarita Debayle? Ese poema, una de las más lindas miniaturas que han surgido en el aire límpido de nuestro idioma, fue escrito por el gran Rubén en una de las islas nicaragüenses que él llevaba siempre en el alma, en sus atardeceres mediterráneos o en sus mañanas lúgubres de París, adonde quiera que fuese con sus perlas y cisnes. El poeta había regresado a Nicaragua, después de larga ausencia, y su regreso fue como el de Sigfrido, con la espada victoriosa. Todos los jardines de aquel trópico se desbordaron para recibirle y todas las almas tejieron algo así como una alfombra para que pasara como el hijo pródigo que, después de rodar tierras, retornaba con las más envidiables pedrerías. Entre los antiguos amigos que volvió a oprimir en sus brazos estaba Luis H. Debayle, quien le acompañó a pasar unas vacaciones únicas en uno de aquellos parajes de fábula, que el volcán engrandece con su pureza milenaria en el fondo de tardes de amaranto y los pájaros –garzas o palomas— desfilan en largos silencios de blancura.

    Una de las más finas, nobles y puras almas que me haya sido dado conocer en mi vida, escribió Rubén sobre su gran amigo. Y en verdad que fue exacto en el elogio, porque Debayle no sólo fue un médico enamorado de la cirugía, sino que gustaba refugiarse en la atmósfera luminosa de los poemas para olvidar los problemas de Hipócrates. Era un caballero irreprochable, un camarada generoso. Enorgullecíase de tener entre sus antepasados al aeronauta Montgolfier y gustaba de interrumpir una consulta de paciente para recitar, en la tertulia que había dejado segundos antes, un poema de Verlaine o un fragmento de Hugo.

    Una vez dijo:

    —En 1880 Darío y  yo teníamos 15 años. Yo lo adiviné; fui de los pocos que le entendieron. Y cierta vez un doctor –como abundan muchos en mi país— me preguntó por qué estaba ciego de admiración hacia un muchacho tan callado y extraño como Rubén. Rodaron los años y se realizó mi augurio.

    Rodaron, sí; y los dos amigos volvieron a encontrarse en su querida, dulce, suave ciudad de León, y se hicieron un racimo de recuerdos. Debayle era entonces uno de los amigos del Presidente Zelaya, y es posible, ¿por qué no?, que haya influido en el ánimo de éste para que como el mejor regalo que Nicaragua podía hacer a su glorioso hijo pródigo, se le nombrase Ministro en Madrid.

    En la isla del Cardón se efectuaron las más bella vacaciones de aquel que –según la feliz expresión de Azarías Pallais— era uno de los siete príncipes de la luz. 1908 ardía en todo su esplendor solar. Y los dos amigos escribieron unas hojas volantes en las cuales, por lírico pasatiempo, dejaron cantares cuyo texto es poco conocido en Hispanoamérica:

    Decía Rubén:

                                   ¿Para qué tanto pensar
                               si en esta cosa tan pura
                               saboreamos la amargura,
                               la amargura de la mar?

                                   Los cabellos son de oro
                               y la faz de rosa té.
                               Ella le dijo: te adoro,
                               y él: jamás te olvidaré.

                                 No me repitas que existe
                              el remedio del amar.
                              La princesa estaba triste,
                              no se pudo consolar.
   
Y Debayle respondía:

                                 De la tristeza las brumas
                              brotan de mi hondo pensar
                              como brotan las espumas
                              de las ondas del mar.

                                 En su eterno movimiento
                              mueve la onda las arenas
                              y el mar de mi pensamiento
                              moviendo vive mis penas.

                                 Beber néctar, beber rosa,
                              beber elíxir de vida,
                              es ver tu pupila hermosa,
                              besar tu boca encendida.

    Ya no hay princesa qué cantar. En los labios de la divina Eulalia acabó la sonrisa y en el estanque sideral los cisnes heráldicos se han dormido para siempre. Otro es nuestro mundo poético; pero los dos amigos en la isla de los largos crepúsculos tropicales vagan como fantasmas de una ilusión, que, a través de la conturbadora época en que vivimos, sigue siendo más que un símbolo: el de la perfecta amistad más allá de la muerte.

México, abril de 1938.
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* Artículo publicado en ARIEL. Quincenario antológico de Letras, Artes, Ciencias y Misceláneas. San José de Costa Rica, 15 de mayo de 1938. Serie VI. Número 18. Pág. 498. Director: Froylán Turcios.


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