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Iba en una mañana
de abril Felipe Ramos para la redacción del diario en que trabajaba, en Sucre,
Bolivia, rebosando salud y optimismo, cuando vio a Santiago Baroja bajo un
árbol, en un parque.
Enderezó hacia él
sus pasos, deseando gozar un rato de su charla ingeniosa y malévola, salpicada
de chiles cáusticos, eléboros y ácidos corrosivos. Como ningún otro de los que
Barola llamaba irónicamente sus amigos admiraba a Felipe sus frases felices, sus
categóricos in promptus, sus
dictámenes cínicos, sus horrendos sarcasmos, su egoísta filosofía epicúrea
llevada al extremo límite del ateísmo y del desprecio por los cánones más
nobles. Había nacido con la aptitud de servirse de su talento en dosis sintéticas
para condensar en una cuantas palabras su atroz epigrama o un dicterio procaz. Don
exclusivo de su manera de producirse al hablar en instantes propicios.
Oriundo de una de
las Antillas, conocía muy bien las cinco pequeñas repúblicas de Centro América,
de las que relataba interesantes sucesos acaecidos hacía muchos lustros.
Tratábale con la
mayor cordialidad, distinguiéndole más de lo que debía esperar de su carácter
inconsecuente y agresivo.
Por eso le produjo
gran sorpresa que en seguida de iniciar su conversación se expresara con
verdadera grosería sobre asuntos y personas que no ignoraba que le eran caros.
Entre otras cosas
de este género dijo lo siguiente:
─ Con asombro leí anoche
en un periódico europeo la noticia de que va a levantarse en Roma una estatua a
Rubén Darío. ¡Hombre! Este es el colmo de la mentecatez. ¡Erigirle un
monumento, en la gloriosa ciudad de los Césares, a un cabronazo como Darío, el
borracho más hediondo que han producido aquellos miserables paisecitos de Centro
América!
Felipe se echó a
reír y él continuó:
─ Rubén Darío, que sólo
escribió babosadas, disparates incoherentes sin pies ni cabeza, para solaz de
los que habitan manicomios, merece, no una estatua sino un baldón de ignominia
por su asquerosa vida de bohemio sin ápice de vergüenza. Yo lo recuerdo con una
escoba en la mano, barriendo las calles de San Salvador, con un policía detrás,
todo tembloroso y mugriento. En esa actitud deberían reproducir en todo su
repugnante figura para colocarla en un sitio adecuado a la magnitud de su
valía: una letrina o una cloaca.
Ramos, con las
manos en los oídos, se levantó despidiéndose:
─ Me voy, señor de las
diatribas sangrientas. Mire ese cielo tan azul, vea qué luz, qué aire y dígame
si debemos renunciar al goce de tales maravillas para amargarnos en una ingrata
discusión, que nada bueno ha de producir y que pudiera llevarnos a un final
desastroso. Vine a buscarlo creyendo que iba a pasar una hora amena en su
compañía y veo que he llegado en uno de sus peores momentos.
─ Déjese de carajadas y
de tópicos poéticos. Me…en ese firmamento que ustedes los soñadores llaman de
zafiro, y en la luz y en el aire por seductores que le parezcan. No rehúya
replicar lo que digo sobre el homenaje que intentan hacer a ese marrano que en
mala hora sepultaron en la catedral de León, después de que unos cuantos
carniceros con título le destazaron a su gusto arrancándole el corazón y el
cerebro. Y no me amenace con finales desastrosos para los dos. Pudiera ser así
para usted, no para mí, téngalo por seguro.
Su acento volvióse
más ronco e incisivo.
Tenía Felipe en
aquella hora natural el ánimo tan plácido, tan dispuesto a verlo todo por su
lado sonriente que no sintió aún ninguna
peligrosa conmoción interior.
─ Adió, amigo, que mejore
su hígado, que cambie de humor y no se altere por lo que hizo el pobre Rubén,
el pobre y glorioso Rubén. Déjelo en paz en su tumba.
Y caminó dos pasos hacia la calle. Pero el venenoso viejo se
interpuso y tomándole bruscamente de un brazo, exclamó:
─ No se corra, no rehúya
la discusión. Defienda a su ilustre camarada. De lo contrario creeré que tiene
miedo de mis palabras.
Y miraba con una
perversa sonrisa, al grupo de curiosos atraído por sus voces y descompuestos ademanes.
Una oleada
caliente le subió a Felipe a la cara, como si hubiera recibido un bofetón, y,
mirándole con dureza, exclamó:
─ Sea, ya que usted así lo exige y ojalá de ello no
se arrepienta. Pues bien: óigame. Todo lo que ha dicho de Darío me hace el
efecto de una serie de rebuznos. ¿Quién es usted para difamarlo? Rubén merece
que en todas las metrópolis del mundo se le inmortalice en los mármoles y bronces porque es el supremo poeta del habla
castellana en todos los siglos.
Habíase detenido
con los puños crispados y a punto de
perder su equilibrio moral cuando su contendor avanzó hacia él Le vio purpúreo
y con los ojos moviéndose vertiginosamente en sus órbitas.
─ Ya veo ─ silbó iracundo ─ que usted es tan loco o
más que los que endiosan a ese poetastro pinolero. Pues sepa que, a pesar de
sus dogmáticos juicios, que sólo hilaridad me producen, yo valgo más que todos
los Rubenes Daríos habidos y por haber y que todos sus necios admiradores.
¿Comprende? ¿O quiere que se lo repita?
Y sus dedos,
vibrantes de cólera, se aferraron a los hombros de Felipe, intentando
sacudirle. Con un fuerte ímpetu se desasió éste de aquella presión, y
cogiéndole súbitamente por el cuello, le dio tres puñetazos en la cara,
zarandeándole como un pelele. Cuando empezó a gritar, pidiendo socorro, le
soltó, retirándose de aquel sitio, apenando por su violencia.
Diciembre de 1941.
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