domingo, 9 de febrero de 2014

LA OBRA DE GARCÍA JEREZ EN LA CATEDRAL DE LEÓN: ATISBOS NEOCLÁSICOS EN LA FACHADA DE LA CATEDRAL DE LEÓN. Por: Dr. Eduardo Pérez-Valle*




 Cuando en 1890 llegó a Nicaragua el nuevo prelado Fray Nicolás García y Jerez está por iniciarse uno de los más turbulentos períodos de nuestra historia. Son los primeros brotes de independencia. Y al obispo le toca desarrollar una extraordinaria labor política, pues desconocida por el pueblo la autoridad del intendente don José Salvador, ha de asumir sus funciones al par que las de la mitra y tratar de gobernar en paz y bienandanza con el apoyo de una junta de gobierno.

 De 1811 a 1814 el obispo intendente tuvo oportunidad de ejercitar su habilidad política, hasta dejar pacificados y nuevamente sujetos a la autoridad peninsular a los pueblos alzados de la provincia.

 En 1814 inauguró la Universidad de León en el local del Colegio San Ramón. Ese mismo año cesó en las funciones de intendente por nombramiento del coronel Juan Bautista Gual para ese cargo.

 En 1821, recibida en Nicaragua la noticia de la proclamación de la independencia por la Junta de Guatemala, el obispo, de acuerdo con el entonces gobernador don Miguel González Saravia intenta un movimiento separatista, con la adhesión de los miembros de la Diputación Provincial, el 28 de Septiembre, a la célebre “acta de los nublados” en la que se declara a la provincia independiente de Guatemala y asimismo del gobierno español “hasta tanto que se aclaren los nublados del día”. En la sala capitular de la catedral de León, dignamente conservada por el celo de su actual Prelado, aun existe una tosca mesa de antigua factura, en la cual es fama se escribió y firmó aquel histórico documento.


 En 1824 el obispo García Jerez, que durante la desastrosa guerra civil de aquel año había militado en las filas del partido moderado, y, fugándose de León, fuése a reunir con los de la Junta de El Viejo, se vio desterrado a Guatemala por el presidente federal don Manuel José Arce.

 Murió en esta ciudad en 1825, de donde sus restos fueron traídos a León 29 años después.

   A pesar de que a su llegada a Nicaragua el antiguo prior del convento dominico de Cartagena contaba ya con 64 años de edad, en los 14 que permaneció en nuestro país dio muestras de una actividad infatigable, así en el terreno político como en el cultural, apostólico y edilicio.

   Varias son las obras que en este último campo perpetúan su memoria en la ciudad de León, a saber: el puente de Guadalupe, sobre el río Chiquito; las torres y frontispicio de la catedral; y la torre, el camarín y el altar may or de la Merced.

  El 5 de enero de 1811 bendijo la primera piedra del puente de Guadalupe. Los trabajos se llevaron con gran rapidez y la obra debe haberse concluido en poco más de un año. Su sólida construcción ha resistido incólume el paso del tiempo y  en la actualidad sirve de soporte a la moderna ruta que une a León con la capital.

   La torre y el camarín de la Merced son otro notable ejemplo de solidez, y de concienzuda labor constructiva. Pero lo que más renombre ha dado al obispo García Jerez como promotor de construcciones monumentales son la fachada y las torres de la Catedral.

   Dejemos sentado en primer lugar que según datos recogidos por Salvatierra en el Archivo de Indias no es enteramente veraz la opinión generalizada de que el obispo terminara la iglesia con sus propios recursos, pues en sólo sus cuatro primero años de gobierno se invirtieron en obras de la catedral más de 45,000 pesos, de los cuales se rindió cuenta a la capital de reino, y por ella el gobierno central. Mal podría el obispo dar cumplida relación de los dineros gastados si no esperaba al menos una remota retribución.














Los gastos fueron considerables en los años de 1810 y 11, habiendo ascendido a 19,142 y 13,915 respectivamente. En cambio en los dos años siguientes bajaron a 7,432 y 5,202, lo cual es explicable por cuanto primero hubo de ejecutarse la parte más dispendiosa de la obra, como la elevación de las torres y el amplio cuerpo central, continuándose en los años siguientes con obras menores del acabado y ornamentación.

   Se ha repetido con bastante insistencia que la fachada del majestuoso templo es de estilo jónico. La segunda mitad del siglo XVIII marca el decaimiento del arte barroco y la instauración del neoclasicismo en Europa. En España los numerosos arquitectos extranjeros al servicio de la corte, cultores todos del neoclasicismo, tienen su principal baluarte, en la enconada lucha contra el antiguo estilo, en la famosa Academia de San Fernando, fundada en 1752 con el definido propósito de diseminar la semilla neoclásica. Siguiendo sus lineamientos se instalan luego las academias de San Carlos, en Valencia, México y Guatemala.

   En adelante ya no se podrá construir sin el visto bueno de la academia. La suerte del barroco está sellada.

 En México se termina la catedral dentro del neoclasicismo. Y en Guatemala se construye la nueva ciudad conforme a ese estilo. “Así como la Antigua es una ciudad barroca, la nueva Guatemala es neoclásica”.

   Y en Nicaragua ¿podríamos decir parodiando este aserto, que así como el cuerpo de nuestra gran iglesia fue concebido en el seno del barroco, la fachada lo fue en el neoclásico? Es lo que se ha dicho y repetido. Pero ahondando en la cuestión y a poco buscar notamos que la fachada toda está irremediablemente impregnada de barroquismo, si bien un poco temperado por la presencia de alguno que otro elemento clásico, lo que ha producido el despiste de su críticos.















  Demos una ojeada rápida a su disposición y sus componentes. El conjunto lo constituyen tres cuerpos anchos, ligeramente salientes en correspondencia de las torres y la nave central.

 Enlazándolos están dos cuerpos estrechos y rezagados. El objeto de la descomposición de la fachada en esta cinco partes es obviamente el de reducir la sensación de pesadez y disimular un tanto la poca esbeltez del edificio.

 Los cuerpos salientes se hallan flanqueados por pares de columnas adosadas, el del centro, y de pilastras los laterales. Estas columnas  y pilastras son las inspiradoras del pretendido clasicismo de la fachada. Y como están rematadas por unos capiteles con volutas, la leyenda se precisa y sostiene que la fachada es de orden jónico.

   Pero ni los pedestales, ni las bases ni los capiteles de columnas y pilastras pertenecen a orden clásico alguno. Es el barroco que, a pesar de las academias, aun respira gozoso tras una deleznable máscara de clasicismo.


 Los vanos así en sus proporciones como en su ornamentación están totalmente desligados de las normas clásicas. Son notables por su extravagancia los pequeños frontones arqueados que cubren las ventanas bajas de las torres y la puerta central. Pareciera que en otro tiempo las proporciones de estos vanos fueron otras, más de acuerdo con Vitrubio, Serlio o Viñola, y que por circunstancias posteriores se perdió la pristina armonía. Tal parece indicarlo un dibujo de Squier de hace más de cien años. Pero en la puerta del perdón el curioso arquitrabe que enlaza con el frontoncito da al conjunto una originalidad que suple en mucho su falta de ortodoxia.

 Las armas papales que campean sobre esta portada son de factura relativamente reciente. Allí estuvieron originalmente las insignias reales de España, las que fueron destruidas a raíz de la Independencia. Squier vio en 1849 el escudo mutilado en su campo. Pero aun quedaba la corona y algunos ornamentos exteriores reposando sobre el pequeño frontón.

  En los cuerpos intermedios llama la atención la pura nota barroca de los hipertróficos frontones sostenidos por ménsulas sobre las puertas casi cuadradas.


    Pasando el cuerpo superior central, es notable la ventana con su decoración adyacente de volutas desenvueltas y motivos vegetales, todo en un agradable ritmo arcaico que no se vuelve a encontrar en la fachada sino en la cartela que adorna el gran frontón curvo de coronamiento.

   El frontoncito triangular que cubre esta ventana, con los tres vasos ornados de ramaje reposando sobre sus ángulos, trae reminiscencias de la catedral mexicana de Guadalajara, y del viejo monumento funerario de María Cerero, en el Ayuntamiento de La Habana, con sus adornos globulares dispuestos en igual forma sobre los frontones.

 Dos pares de pilastras estriadas, de grueso fuste, flanquean este elaborado lienzo.

  Encima el entablamento se quiebra doblemente para recibir el vasto frontón, igualmente quebrado, en cuyo tímpano la hermosa cartela compuesta ostenta la divisa en loor de la Reina del Cielo: “TU HONORIFICEN TIA, POPULI NOSTRI”, Tú ere honra de nuestro pueblo.















   Esta leyenda debe proceder del tiempo de Monseñor Pereira y Castellón, cuando este prelado que tanto se afanó, aunque a veces de modo inconveniente, por el ornato de su iglesia, mandó colocar la estatua de la Virgen, de cemento Pórtland, que remata el frontispicio obra del escultor Jorge Navas, de Granada. En tiempos de Squier el templo estaba rematado por un pináculo en forma de bola, en la cual aparecía enclavada una cruz de hierro.

  El cuerpo superior de las torres se halla dividido en dos calles por tres pares de pilastras sobre las que descansa un quebrado entablamento de gracioso contorno, sobre todo en los ángulos, donde dos nuevos redientes y un nuevo plano a cuarenticinco grados amortiguan el efecto de arista.

 El entablamento de los cuerpos altos de la fachada, como el de los bajos, es jónico, de estricto Viñola. Las guirnaldas festoneadas en los frisos son para Angulo otro producto de inspiración neoclásica, aunque el resto de la decoración mural con motivos vegetales, parece atestiguar una recaída en el gusto del barroco.

   Sobre el entablamento de los cuerpos altos de las torres descansa un sencillo ático, y sobre éste, en el eje de cada par de pilastrillas, elegantes pináculos en forma de urna clásica. A partir de aquí se eleva la cubierta de la torre, en bóveda falsa, que exteriormente examinada a conciencia y desde un punto de vista adecuado, resulta ser una de las formas más originales, sencillas y armónicas que puedan imaginarse. Sólo son seis las molduras que se descubren en el perfil de este conjunto: una amplia gola invertida, un filete de enlace y un vasto caveto, remata un dedal conformado por una media caña, una faja y un nuevo listel, sobre el que descansa el pináculo, menos elaborado, aunque más abultado que los del ático.

   La organización general de la fachada acusa, pues, una fuerte preocupación por aminorar el efecto de pesadez y aplastamiento que derivaba de los peculiares cañones proporcionales del estilo antigüeño, el cual resolvía todo problema arquitectónico con la visión permanente de espantables sacudidas de tierra ante los ojos. El fruto de esta preocupación siempre vigente en el espíritu del maestro Porras, fue un edificio cuatro veces más ancho que alto. Para aminorar el desgarbado efecto de monotonía y pesadez, cuando se procedió a la elaboración del frontispicio se multiplicaron las líneas verticales. De allí la división en cinco cuerpos, los laterales y el central, bastante resaltados y ensanchados a expensas de los intermedios, en todos los cuales tiende a predominar la relación de 2 a 1 entre el alto y la anchura. A más de esto aun se quiebra la unidad de los cuerpos laterales y el central, y se descompone cada uno por medio de columnas, resaltes y pilastras en otras tres secciones secundarias. El cubo superior de las torres se divide en cinco: tres pares de pilastras y dos calles con los vanos para las campanas.

  Todo este cuidadoso plan para infundir al edificio un soplo de esbeltez a pesar de su congénito aplastamiento y colosal solidez, sufre notablemente cuando el obispo Pereira y Castellón manda construir los dinteles sostenidos por los “absurdos atlantes” de todos conocidos. Esto fue como un trazo peyorativo sobre la ponderada labor de los anteriores artífices, labor que algún día habrá que devolver a su original hermosura.

   Esta fue la obra del obispo García Jerez. No sabemos los maestros y arquitectos que diseñaron su obra o trabajaron en ella. Pero las tendencias neoclásicas manifiestas en los fustes de las columnas y en los entablamentos, señalan la influencia de la Academia de San Carlos de Guatemala, y a través de ella del gran arquitecto peninsular Ibáñez.

   Ibáñez, autor de las trazas de la catedral de la nueva Guatemala, fue camarada del siciliano Francisco Sabatini, arquitecto éste de Carlos III, fundador de la Academia de San Fernando y gran demoledor de la obra de Churriguera y de los barrocos en general. Es el gran paladín del neoclasicismo en el imperio español, y algo de su poderosa influencia se conserva en los atisbos neoclásicos de la fachada de nuestra gran catedral de León.

Publicado en: 
La Prensa, Noviembre, 1961.-
Nuevo Amanecer Cultural, Año. XVIII. No. 896. 22 de noviembre de 1997. 



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