miércoles, 26 de febrero de 2014

RUBÉN DARÍO, ARTILLERO. Por: Hernán Robleto. En: La Prensa, 19 de Enero de 1964.

Durante mi última permanencia en Nicaragua hablé varias veces con el Doctor Henry Debayle sobre cosas de Rubén Darío.

El Doctor Debayle es hijo del sabio médico y poeta Luis H., compañero fraternal del que “ayer no más decía el verso azul y la canción profana”. Fue también el progenitor de Margarita, inmortalizada por el cuento infantil y profundo que empieza: “Este era un Rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y  un rebaño de elefantes”.
         
Me cuenta el también Doctor y sabio Henry muchos episodios emanados de la amistad entre su padre y Rubén. El asistía a las entrevistas de los viejos, que entonces no lo eran tanto. El maravilloso sitio tropical que inspiró el cuento para Margarita Debayle en 1908 fue la Isla del Cardón, a la entrada de la bahía de Corinto, en Nicaragua. El nombre del puerto, el mar azul encuadrado por farallones blancos, la arena dorada y encendida por la púrpura antigua y moderna   —imaginación y realidad— y por la infinitud de los celajes, obligaban a soñar a Rubén. Pero aquí su imaginación se enardecía con lo tropical, que obliga a soñar con más encarnizamiento. Cocoteros, garzas, flores brujas y el poderoso influjo de las lecturas sobre lo maravilloso de los tiempos en que los dioses perseguían  a las mujeres, excitaban mucho más a la musa que no dejó descansar nunca a Darío.

         —¡Cuénteme un cuento, Rubén!

         Era la encantadora chiquilla, hija de Luis H., la que le suplicaba; una “gentil princesita, tan bonita, Margarita, tan bonita como tú…”

         Así y allí nació el poema inmortal para niños y  hombres.

         Las familias Debayle y del Presidente Zelaya veraneaban en la Isla del Cardón. Había comitiva oficial. Y una guardia de ayudantes con uniforme prusiano. A pocas millas, la comba de la bahía amparaba las casitas del puerto, entre la feracidad copiosa de los mangos, las palmeras y los icacos. La Isla del Cardón era un sitio de descanso, aislada por las aguas salobres frente al mar abierto. Pero no se descansaba tanto, debido a las obligaciones protocolarias rendidas al Presidente Zelaya. Llegaban allí muchos diplomáticos. Por entre las piernas de los hombres grandes que hablaban de las cosas de Estado y las aderezaban con chistes ocasionales, correteaba Henry Debayle, el niño de los menores de la familia. Era testigo indiferente del vuelo del cuento a su hermana Margarita, del floreteo con consonantes que sostenían allí los poetas.

         Una tarde, un barco de casco negro se divisó en alta mar, con rumbo a Corinto. Provenía del Sur, y según los avisos previos, debía ser un carguero peruano que ofrecía tremendo peligro. En algún puerto del itinerario había aparecido la bubónica, “la peste” de que hablan los trágicos cronicones desde la Edad Media. La proximidad del barco constituía una amenaza y el Comandante de la isla que atalayaba su paso se preparaba para advertir al visitante las prescripciones de la cuarentena. Las señales desde la torre del vigía no eran atendidas por el buque. A cada minuto se aclaraba su silueta, que dejaba paralela al mar la cauda de humo de sus chimeneas.

         Había en El Cardón un viejo cañón “Parot”, de salvas. Y a su lado, como adorno inútil una pirámide de pelotas de hierro que fueron hacía un siglo arma de los abordajes.

         El Comandante se mesaba las hirsutas barbas. Las señales resultaban impotentes o inadvertidas. El Presidente de la República estaba allí y ninguna ocasión como esa para demostrar el cumplimiento del deber. El viejo General presenciaría una incapacidad dentro de la lealtad de su subalterno.

         Rubén Darío, a quien se ha señalado como pusilánime, siendo éste otro de los errores socorridos sobre aquella figura mansa y grande, observó el tormento del pobre veterano y se acercó a él, bajando a la costa. El sarroso cañón apuntaba a la entrada de la bahía. El poeta ordenó:
      
   —¡Métale un saquete!
          
El Comandante obedeció maquinalmente, taponeando con la culata del escobillón la carga de pólvora.

         —¡Meta una de esas balas!
         Por la cansada boca de la vieja arma entró la bala redonda.

         Dos soldados movieron la cureña y enderezaron el calibre, perpendicular a la trayectoria del barco. Derramaron en el casi obstruido oído un chorro de pólvora e introdujeron la mecha elemental de brea  y algodón.

         Vieron entonces los veraneantes, desde la colina en que se asentaba el edificio de la Comandancia, cómo Rubén Darío encendía un fósforo y lo aplicaba al cañón, que se conmovió con todo el emplazamiento.

         De milagro, el enmohecido tubo no estalló con la explosión. La bala fue a caer a más de cien metros del barco que no se detuvo y siguió su impasible marcha.

         —¡Dos saquetes! — ordenó de nuevo Rubén.

         El disparo ahora sacudió el cimiento de las casas de la isla. La bala fu e a caer más cerca y el barco negro se detuvo. En un bote fueron los oficiales criollos. Subieron a bordo y el Capitán mostró los papeles de sanidad en regla.

         —Recuerdo como si fuera hoy el episodio marcial de Rubén Darío, nos dice el Doctor Debayle.

         —Guardo otros muchos en la memoria, como éste que le acabo de relatar.

         

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