LOS HERMANOS DE SAN JUAN DE DIOS
Por: Eduardo Pérez-Valle
HOSPITAL SAN JUAN DE DIOS, GRANADA, NICARAGUA. |
En día de visita, y
por los corredores se ven grupos de personas que vienen en busca de sus deudos
y amigos enfermos. Viendo pasar la
gente, adormecido por las medicinas y lo
pesado del calor, se viene el recuerdo de San Juan de Dios, cuya imagen de bulto
miré en la portería, y sus abnegados Hermanos de la Misericordia. Y pensando,
pensando, me voy lejos en el tiempo, por los viejos caminos de Nicaragua, así
los de agua, como los de polvo y los de fango...
Cuando Pedro Zamuria fue embarcado en Granada en una de las
dos piraguas del rey, surtas frente a las Piedras Cagadas, era un mocetón
rebosante de salud y energías. Iba de miliciano, al relevo de la guarnición del
Castillo, operación que por un complejo de negligencias se había venido
retrasando por lapso de casi un año.
A más de las infaltables fiebres palúdicas que torturaban
con su dolor de huesos y delirios, e iban aniquilando lentamente, traía un pie
infectado, hinchado como un sapo y cruzado de vetas moradas que denunciaban
punto de gangrena; aquello era el producto de la mordedura o el piquetazo de
quién sabe qué sabandija oculta en la
maleza donde para su desgracia acertó a poner la planta protegida apenas por el
caite, sandalia del indio.
Yacía boca arriba, sobre unos sacos vacíos y rollos de mecates amontonados en la cala de la embarcación; permanecía inmóvil, los ojos
entreabiertos, casi volteados, la respiración difícil y pequeña; sólo de vez en
cuando movía el brazo izquierdo para espantar con el sombrero de palma las
grandes moscas tornasoladas que se posaban sobre su pie, y que venían haciéndole
compañía desde el propio Castillo.
La piragua del rey, la grande, encallada en la costa en un
zanjón excavado para ese fin, y que servía de embarcadero, fue arrojando poco a
poco su contenido: marineros, cargadores, soldados, comerciantes (mujeres y
hombres), mestizos, mulatos, negros, indios y zambos, con las vestimentas más
extravagantes e inesperadas. Casi todos los soldados venían pegados de
paludismo, alguno de disentería (que casi todo el viaje lo pasó sentado en la
borda del barco, glúteos al aire, amarrado a uno de los dos grandes espigones
de popa, pues desfallecía por la enfermedad y podía caer al agua); y alguno con
terrible dolencia secreta, de las llamadas venéreas, el cuál se distinguía por su genio entre amargado y socarrón, y el
extremo cuidado que exhibía al sentarse y ponerse en pie; así como porque a
veces caminaba a saltitos, evitando lastimar una causa oculta y dolorosa.
Como Pedro Zamuria no podía valerse, no salió del barco hasta
que vinieron por él dos reclutas de la guarnición de Granada y lo pusieron en
una carreta, rumbo al hospital San Juan de Dios.
Pero el Zamuria tenía muy mala estrella: cuando llegó al
hospital, frente a la esquina suroeste de la plaza mayor, había movimiento en
el atrio, curiosos en la calle y a las puertas, mujeres viejas y jóvenes,
algunas chineando al hijo en el cuadril, otras con él cogido de la mano,
inquiriendo por la suerte de hijos y maridos, pobres diablos que quedaban
allende del Lago, “sirviendo al rey” en el Río, en la fortaleza. (Más bien
esperando la muerte frente al Raudal del Diablo. ¡Qué bien puesto estaba el
nombre primitivo!
Cuando arribó la carreta con Zamuria, el hermano Benito,
lego de San Juan de Dios, colorado y panzón a más de medio cojo, corrió dando
brincos de zanate, comiéndose un jocote
y con un puño de sal en la mano, para avisar que ya en el hospital había sitio
para más enfermos.
Estos hermanos de la Misericordia de San Juan de Dios
(Fatebenefratelli, se les llama en Roma) eran la Caridad misma, personificada.
Habían llegado a Nicaragua en 1650, caminando más de seiscientas leguas, desde
México. Los primeros eran seis hermanos que venían a tomar cargo del hospital
de Santa Catarina Mártir, de León, fundado en 1624 por el obispo fray Benito
Rodríguez de Baltodano, con veinte camas. Es de pensarse que de León
extendieron su actividad a Granada, donde probablemente pasaban menos angustias
económicas, pues esta ciudad disfrutaba de una mayor riqueza y auge comercial.
Pero el caso es que la capacidad estaba colmada, y materialmente faltaba el
espacio donde acomodar al desgraciado Zamuria.
Uno de los reclutas de la escolta hubo de dirigirse hacia el
antiguo cuartel o fortaleza (levantada inicialmente por el propio fundador de
la ciudad, el capitán Hernández de Córdoba), situada al otro lado de la plaza,
para recibir órdenes.
En un momento se aparejó el viaje hacia León. Vino a la
carreta un enfermero de la fortaleza, que puso sobre el pie veteado y
enormemente inflamado unas hojas soasadas, al parecer de higuera, y dio de
beber al enfermo una pócima febrífuga. El indio carretero y su guía (que
parecía ser su propio hijo), el enfermo y sus dos acompañantes fueron provistos
de buenas raciones de tortilla y queso chontaleño reseco, cecina y pescado
salados, pinol, dulce de panela y agua en calabazos; y se dio la orden de emprender
inmediatamente el viaje.
Sostenida en cuatro palos enclavados en los ángulos de la
carreta, se tendió a manera de toldo una chamarra, que protegía al enfermo del
sol abrasador.
La carreta partió dando tumbos entre nubes de polvo, en
busca del
camino de Masaya. En este pueblo debían pasar la noche, para
continuar con el fresco de la madrugada.
Por Managua, Mateare y el pueblo nuevo de San Nicolás,
llegaron a León en término de tres días. Sin pérdida de tiempo, la
carreta-ambulancia se encaminó al hospital San Juan de Dios.
Este era por aquellos días, promediando el siglo XVIII, el
verdadero reino de la pobreza. Su existencia precaria. La ciudad lo socorría
apenas con un real de carne algunos días de la semana. Los religiosos a su
cargo tenían que hacer verdaderos milagros para subsistir. La falta de rentas
era suplida por el trabajo de los buenos religiosos, que eran llamados de
fuera, a efectuar curaciones y administrar medicinas a domicilio, a enfermos
esparcidos por toda la ciudad. Con el producto se mantenían a sí mismos y
también a cuatro enfermos del hospital, de comida, bebida, ropa y
medicinas; y asimismo a algunos pobres
forasteros que llegaban a guarecerse
bajo el bendito techo, a veces por estar de paso y no disponer de otro
sitio para descansar, o por carecer definitivamente de albergue, a los que se
mantenía “por Dios, como a pobres”.
Las únicas rentas eran de capellanías, que con el pago del
capellán por las misas que decía, y la compra de pan, vino y cera para ellas,
no dejaban nada al hospital, sino el cuidado de las mismas. Y a veces el pago
era en frutos de la tierra que había que convertirse en dinero.
En la iglesita aneja, de adobe y teja, tenían sede las
cofradías de Dolores y de Nuestra Señora del Buen Suceso, de extremada pobreza,
que de puras limosnas tenían su misa al mes y sacaban el rosario por las
calles.
Había en el convento un lugar o celda en que cabían seis
camas, el cual servía de enfermería, con su altar, y en él una efigie de madera
de San Juan de Dios, de vara y tres cuartas de altura. Las otras habitaciones
eran una celda prioral y otras dos para los religiosos compañeros, todo de
adobe y tejas, campanario con tres campanitas, cocina y dos patios.
En la enfermería había sólo cuatro camas. Pero cuando era
menester se improvisaban camastros y tapescos y se hacía caber a cuantos
enfermos se presentasen. Así ocurría cuando pasaba la leva de los soldados para
el Castillo, y cuando estallaban epidemias en la ciudad. Había pacientes
ambulatorios, que andando llegaban todos los días a curarse las llagas, a
quiénes como a pobres no se les podía negar la medicina; pero no había botica,
y el prior, recién llegado de Guatemala, tenía que suplirla fabricando él mismo
los fármacos que fuesen necesarios, con materias primas que él mismo había
aportado y que custodiaba como a un verdadero tesoro.
A este maravilloso centro de salud llegó la carreta de Pedro
Zamuria cargada de cansancio. Cansancio de la propia carreta, cuyos ejes
gastados hacía dos días no probaban el unto de res que los lubricaba, cansancio
de la yunta, que en la marcha forzada no había tenido el descanso ni el pasto
necesario; cansancio de los hombres, por el mal dormir, el mal comer y el mal
viajar.
Zamuria llegó in extremis. A la puerta del convento salió a
recibirlo, bondadoso y solícito, un religioso seco y larguirucho, de mirada
profunda y potente nariz encorvada. Más que un fraile físico (médico y
cirujano) de gran saber y experiencia, parecía un ave de rapiña maltratada por
el destino.
Entre todos llevaron adentro a Pedro Zamuria y lo acomodaron
en tapesco nuevo, entre un anciano apopléjico y un indio cuyo brazo izquierdo
había sido recientemente cercenado. El primero, con un ojo cerrado y otro
abierto, dejaba salir espumarajos por la boca desfigurada; el otro, atado con
fuertes coyundas de cuero crudo al marco del tapesco, se retorcía como un
condenado, se mordía los labios y profería maldiciones por lo bajo y
desgarradores ayes a grito partido. Al fondo de aquel cuarto enfermería, con
flores y candeleros, un San Juan de Dios guachapeado en madera miraba con ojos
tiesos, inexpresivos, las cañas del techo, y posaba una amenaza
desproporcionada sobre la cabeza de un presunto enfermo achumicado a sus pies.
Pedro Zamuria no se movía. Los ojos en blanco, la boca
entreabierta, los dientes secos, perlados de sudores el bozo y la frente, era
la imagen de la desesperación, que a través de un rictus y un espasmo final
podía transformarse en un segundo en la yerta efigie de la muerte.
El hermano Benedicto, prior del convento, que tal era quien lo
había recibido, se quedó buen rato mirándolo: envuelto de pies a cabeza en su
pobre hábito blanco que le daba un aspecto fantasmal, extrahumano. Los ojos
negrísimos despedían rápidas llamaradas de inteligencia mientras permanecían
fijos, y él en profunda meditación. Casi se adivinaban las serias
interpelaciones que aquel cerebro se hacía a sí mismo; y las graves respuestas
que brotaban del saber y la experiencia acumulada por años.
El hermano Benedicto tanteó las pulsaciones, pero ya no en las muñecas, de donde hacía
buen rato se había fugado, sino en el cuello, en las mismas carótidas. Secó la
frente con un lienzo y posó en ella la mano para evaluar la calentura. Levantó
un párpado para examinar la vascularización del globo del ojo, cuyo cristal
había perdido en gran parte su brillo y su motilidad vital; la pupila estaba
fija y extremadamente abierta, y una sombra ictérica manchaba el blanco
esclerótico, disponiéndose en anillos en torno al iris. El hermano levantó por
el bigote el labio superior para mirar a través de los dientes resecos y fríos
una lengua de lora encogida y saburral. El examen siguió por el pecho, que
mostraba aquella asfixiante respiración diminuta y estertórea. Por fin vino a
detenerse en el horrible pie tremendamente inflamado, por cuyos tegumentos de
coloración cenicienta y tornasolada ya comenzaban a filtrarse las gotas de un
humor viscoso y extraño.
Los ojos de aquel Hermano de la Misericordia cambiaron
varias veces de posición en sus órbitas, como examinando las diversas alternativas
de un complicado diagnóstico. A cada cambio de dirección en la mirada seguía
una larga pausa en la que casi podía auscultarse la intensa labor cerebral en
el increíble silencio.
Tras un último vistazo de cerca al pie fenomenal, Benedicto
se incorporó, respiró profundamente y con alivio, cual si acabase de hallar la
clave anhelada; y musitando: --Poción magnífica reforzada y emplasto
milagroso--, se introdujo en dos pasos en su celda.
Por largo rato permaneció el prior preparando sus
medicamentos. El ataque sería por ambos frentes, el interno y el externo:
aplicaría un emplaste y administraría una poción.
Para preparar la “poción magnífica” tomó cogollos de
aguacate, generadores de sudor copioso y conveniente y que hacen expeler por el
caño de la orina gran parte de la sangre corrompida. Reforzó estas benéficas
propiedades agregando al cocimiento buena copia de carne de jícaro, que también
provoca el sudor y expulsa la sangre corrupta trayéndola toda por la orina. Y
para coronar dignamente aquella obra , tomó unos cuantos ramitos de aquella
hierba prodigiosa, enredadera de los cacaotales, que en Costa Rica llaman “raíz
de la estrella” y “alcotán” en las partes de Nueva España y Guatemala, “y se
extiende su natural y conocida virtud a sanar a los tocados de aire, de fríos y
calenturas, pasmos y otras enfermedades”.
Con tales componentes, de tan poderosos efectos, bien
justificado estaba el nombre de “poción magnífica”. Mientras ésta se cocía y
tomaba punto, Benedicto procedió a preparar su “emplasto milagroso”. Para ello
fue mezclando los ingredientes en una base de unto de res serenado y mantenido
durante el día en una tinaja semienterrada a la sombra de un gran árbol de
guanábano. Cogió de un frasco unas pulgadas de raspadura de “alcotán”, por
aquella su virtud contra la mordedura de la víbora o de otro animal nocivamente
ponzoñoso. Después tomó buena cantidad de semilla de aguacate molida, por su
naturaleza activa de cáustico, que mundifica las úlceras encanceradas. Tomó un
poco de leche de cativo, llamada también “aceite de María”, por aquella su
cualidad de deshacer tumores. Extrajo después de una arqueta un envoltorio con
polvos muy finos de la hierba de las quebradas frías conocida por todos como
“cañutillo”; tomó de ellos en la punta de un cuchillo y lo sumó al vehículo
untuoso, por la cualidad de abrir boca en caso de inflamación aguda, por donde
evacúen los humores pútridos. Sumó también pinolillo del grano tostado de la
cebadilla, por su virtud de destruir larvas en su propio y natural habitáculo;
y para poner broche de oro a aquella obra
maestra, tomó Benedicto de una ampolla de cristal de color azul, dos
cucharadas de una pasta obtenida con los cogollos más tiernos del espino real,
de virtud antiflogística, y la raíz de la misma planta, buena “contra todo
veneno y mordedura de bestia ponzoñosa”.
Terminado su trabajo, el hermano esbozó una sonrisa, se
sacudió las manos; y mirando hacia arriba, con la misma mirada sin retina que
siempre acostumbraba, pareció murmurar que su ciencia ya no podía más y que todo
quedaba en las manos de Dios.
Con aire triunfante apareció en la enfermería, ya entrada la
noche, en una mano un cuenco con la “poción magnífica”, aun humeante, y en la
otra un mortero de cobre conteniendo el “emplasto milagroso”.
Su descarnada figura a la luz bailoteante del candil parecía
algo sobrenatural; y su larga sombra desquiciada gesticulando silente desde la
pared, insuflaba en el ambiente una ráfaga de inquietud.
De dos trancos llegó al tapesco de Pedro Zamuria. Con su
brazo derecho incorporó al enfermo, y susurrando en su oído palabras de esperanza,
de incalculable poder, le hizo beber sorbo a sorbo a sorbo la “poción
magnífica”.
Después se inclinó sobre el monstruoso pie y fue aplicando
sobre la inflamación con una espátula de hueso el “emplasto milagroso”.
Terminado este trabajo, hizo sobre su gran esqueleto la
señal de la cruz, de otros dos troncos ganó su celda y cerró la puerta.
Tres semanas más tarde Pedro Zamuria estaba en Granada,
aspirando a todo pulmón la fresca brisa del Lago.
De aquella escapada hacia la muerte, sólo recordaba que del
profundo lo había rescatado la mano huesuda de Benedicto, Hermano de la
Misericordia de San Juan de Dios, que dormía en el suelo como su Santo Fundador
sobre una vasija de piedra; y compartía los frijoles y el plátano de su cena
con los enfermos más necesitados de alimento.
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