sábado, 28 de junio de 2014

EL DOCTOR SOCARRÓN

Por: Eduardo Pérez-Valle

La mejor paciente del doctor Socarrón era sin duda doña Nina, ancianita de setenta y nueve abriles (si es que así pueden llamarse los que se juntan después de los veinte). 

Y para ella, así como para mucha gente, el doctor Socarrón era el mejor médico de la ciudad, de la nación y del mundo; y tenían sus buenas razones para creerlo. 

Para doña Nina, hasta hacía milagros. No propiamente porque fuera santo, sino porque los santos se valían de sus manos hábiles y de su clara inteligencia para realizarlos. 

Doña Nina era la mejor paciente del doctor Socarrón por razones muy válidas: primero, porque no estaba propiamente enferma, sino vieja; por consiguiente, la infinidad cambiante de males que ella decía sufrir y se solazaba en enumerar y detallar, no eran verdaderas enfermedades, sino achaques de vieja, expresión de una fisiología dominada por el tiempo, la sequedad y el endurecimiento, y eventualmente el aflojamiento final de todas las tensiones que mantienen la vida. 

En segundo lugar, no era una anciana trágica, sino todo lo contrario, alegre y hasta cómica. Le buscaba el lado bueno a la vida. Gustaba de repasar chistes mentalmente, y a veces parloteando consigo misma, dejaba escapar risitas intermitentes y aun estallaba en carcajadas increíbles, que un buen día por poco la llevan a la tumba, pues se le fue saliva por la tráquea, y el subsiguiente ataque de tos casi la asfixia. 

Ella decía: --Y Zelaya preguntaba: “¿Qué estás chupando, Blanquita?” Y doña Blanca contestaba: “Caramelos, Santos”. –Allí fue el estallido de risa. 

Pero doña Nina era la mejor paciente del doctor Socarrón porque ella misma se recetaba. Y no es que el doctor gustara de disfrutar il dolce far niente, sino que amaba el estar en todo de acuerdo con sus enfermos. Por eso adoptaba en ciertos casos una actitud liberal de dejar hacer, dejar pasar, ante las ocurrencias de sus pacientes. De esto se aprovechaba doña Nina, quien decía: 

--¡Ay, doctorcito! Fíjese que he amanecido con un cólico pegado al lado del bazo, que ya no me deja ni respirar. 

--No se preocupe, doña Nina, que ya va a respirar tranquila. 

--Y lo peor es que además del mismo cólico, también me duelen las cuerdas del pescuezo. 

--No sabía que usted fuera gallina, con pescuezo y todo; ni que su cuerpo fuera como un violón, con cuerdas y clavijas. 

Aquí la viejecita dejaba escapar una risita nerviosa, y protestaba moviendo negativamente la cabeza: 

--Usted me comprende, doctorcito. 

--Bueno, pues vamos a ver cómo aflojamos esas cuerdas y aliviamos ese cólico. 

--Pues verá, no es que quiera dármelas de sabia, pero yo bien recuerdo que mi tía Carmita, que siempre padeció los mismos malestares, se curaba como con la mano frotándose el pes... digo, el cuello con aceite eléctrico, y la barriga con manteca de azahar serenada, entibiaba un ratito en el sol, para que vaporizara el hielo de la noche. ¡Ya le digo! ¡Era como con la mano! 

El doctor Socarrón contenía una sonrisa, y escuchando pacientemente aquellas magníficas recetas, contestaba pausadamente, con gran seriedad y convicción: 

--Pues de esos mismos medios nos valdremos ahora, sólo que convenientemente reforzados, como lo aconseja el adelanto de la ciencia. Usted verá: el aceite eléctrico le agregaremos unos granitos de alcanfor sublimado, ¿sabe usted?, para penetración, y adiós cuerdas reventadas... ¡perdón!, encogidas o adoloridas; y para el cólico, pues la misma mantequita de azahar serenada, sólo que mezclada con unas gotitas de yodo oficinal, del inglés, el del cabrito, por cualquier cosa, y una raspadita de nuez moscada española, que es la mejor, porque la nuez moscada encauza los aires por su buen camino, que es lo que necesitamos, y por eso se la ponen a los pudines, para contrarrestar los efectos del huevo y del polvo Royal, que son tan coliquientos. 

La viejecita había escuchado absorta aquella sesuda exposición científica; y tragando gordo y con los ojos aguados, exclamó: 

--¡Milagro! Milagro de mi doctor Socarrón y mi San Ramón! ¡Ya no tengo dolores! Son tan buenas esas unciones, que con sólo nombrarlas, los dolores se espantan, pero que me las preparen, por si las moscas. ¡María! ¡Buscame el trisagio de San Ramón para rezárselo a mi doctorcito antes que se vaya!

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