viernes, 27 de junio de 2014

PANTALEÓN TINGUIADO

Por: Eduardo Pérez-Valle 

   Por la puerta de emergencia ingresó al hospital, procedente de Caña de Castilla, Diógenes Putoy, con veintiún machetazos. Lo agarraron como a palo de hule. Y el causante fue un indio de Chácaraseca, de nombre Pantaleón Tinguiado. ¡Qué saña de individuo! Él también recibió sus heridas; pero con todo y eso logró huir y esconderse en los breñales del Abejonal.

   Como quince días después del suceso vino al hospital con dos heridas infectadas y una pierna de arrastrada, azul y hedionda, con un gran mosquero detrás, Benito García. Venía, dijo, del lado de Malacatoya, donde había salido herido jugando a los planazos con un su compadre.

   En pocos minutos la pierna putrefacta fue tirada a los desperdicios humanos que todas las tardes, poco antes de ponerse el sol, un enterrador lleva en una carretilla a sepultar allá, en el límite del solar contiguo a la Sala Teresita, ante la presencia grave y recogida de cuatro o cinco zopilotes que no atinan a explicarse el por qué de aquel desperdicio de alimento. Fue cortado desde arriba muslo y pierna, y casi también la nalga. Las heridas del tal Benito  García fueron atendidas conforme a las reglas del arte, y el indio metido en una cama de cirugía de varones, a ver si sobrevivía.

   En otro extremo de la sala  convalecía lentamente Diógenes Putoy, la víctima de Pantaleón Tinguiado. Las heridas de brazos y piernas fueron las primeras en mostrar mejoría. La más renuente en sanar eran: una que le partía la cara en dos hemisferios, llevándole dientes, nariz y ojo izquierdo; y otra que le atravesaba el abdomen de parte aparte, dividiéndolo prácticamente en Putoy de arriba y Putoy de abajo.

 Pasó el tiempo, y los hospitalizados en aparente mejoría. Hasta que un día el tal Benito García pudo comprobar que en uno de los puntos de la tremenda herida de la amputación tenía excremento, que le venía de adentro. ¡Casi sufre un colapso! El corazón se le paró de pronto, y siguió después batiendo con fuerza y a espacios largos, como si marcase el paso de un ajusticiado. La respiración se le cortó y después quedó rápida y superficial. Pero el vuelco mayor fue el del cerebro: primero quedó sin sangre; después ésta afluyó como una marea, cual si fuera a brotarle por los ojos, las orejas, los pelos; y el Benito García apretaba los dientes y se mordía los labios hasta sangrar, y  crispaba los puños como queriendo asir algo imposible. Desde aquel día cambió su conducta. Del hombre fosco, amargado y silencioso que era, se tornó amable y servicial, de una amabilidad extraña, como desarraigada y mentirosa, que llegó al colmo cuando un día renunció a comer de su plato; y bajándose de la cama, dando saltos con su único pie, y asido de las demás, iba dando cucharadas de gallo pinto a los demás enfermos de la sala.

  Desde hacía algún tiempo había renunciado a cortarse el pelo y rasurarse; y esto, unido a aquella extraña actitud mental y ciertos relampagueos furtivos en su mirada, le daban el aspecto de un orate.

    Repartiendo su gallo pinto y hablando incoherencias llegó hasta las últimas camas, donde yacía Diógenes Putoy. Se quedó viéndolo, la respiración anhelante, apoyado a un pilar, con el plato vacío en la mano.

  --¡Se acabó el gallo pinto, pero vos también vas a tener tu bocadito! –dijo frenético--. ¡Yo soy Pantaleón Tinguiado!

   Y se le dejó caer encima, con la cuchara en la mano, asida del cuenco, usando el mango, fuerte y agudo, a guisa de puñal.

    El dictamen del forense dijo que Putoy había muerto de herida contusa con objeto semi-punzante, que le había roto los tegumentos y el tejido muscular; y que pasando a través del sexto espacio intercostal izquierdo, había interesado las pleuras, el pericardio y el propio músculo cardíaco, a la altura de la aurícula derecha.                                                     

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