PANTALEÓN TINGUIADO
Por: Eduardo Pérez-Valle
Por la puerta de emergencia ingresó al hospital, procedente
de Caña de Castilla, Diógenes Putoy, con veintiún machetazos. Lo agarraron como
a palo de hule. Y el causante fue un indio de Chácaraseca, de nombre Pantaleón
Tinguiado. ¡Qué saña de individuo! Él también recibió sus heridas; pero con
todo y eso logró huir y esconderse en los breñales del Abejonal.
Como quince días después del suceso vino al hospital con dos
heridas infectadas y una pierna de arrastrada, azul y hedionda, con un gran
mosquero detrás, Benito García. Venía, dijo, del lado de Malacatoya, donde
había salido herido jugando a los planazos con un su compadre.
En pocos minutos la pierna putrefacta fue tirada a los
desperdicios humanos que todas las tardes, poco antes de ponerse el sol, un enterrador
lleva en una carretilla a sepultar allá, en el límite del solar contiguo a la
Sala Teresita, ante la presencia grave y recogida de cuatro o cinco zopilotes
que no atinan a explicarse el por qué de aquel desperdicio de alimento. Fue
cortado desde arriba muslo y pierna, y casi también la nalga. Las heridas del
tal Benito García fueron atendidas
conforme a las reglas del arte, y el indio metido en una cama de cirugía de
varones, a ver si sobrevivía.
En otro extremo de la sala
convalecía lentamente Diógenes Putoy, la víctima de Pantaleón Tinguiado.
Las heridas de brazos y piernas fueron las primeras en mostrar mejoría. La más
renuente en sanar eran: una que le partía la cara en dos hemisferios,
llevándole dientes, nariz y ojo izquierdo; y otra que le atravesaba el abdomen
de parte aparte, dividiéndolo prácticamente en Putoy de arriba y Putoy de
abajo.
Pasó el tiempo, y los hospitalizados en aparente mejoría.
Hasta que un día el tal Benito García pudo comprobar que en uno de los puntos
de la tremenda herida de la amputación tenía excremento, que le venía de
adentro. ¡Casi sufre un colapso! El corazón se le paró de pronto, y siguió
después batiendo con fuerza y a espacios largos, como si marcase el paso de un
ajusticiado. La respiración se le cortó y después quedó rápida y superficial.
Pero el vuelco mayor fue el del cerebro: primero quedó sin sangre; después ésta
afluyó como una marea, cual si fuera a brotarle por los ojos, las orejas, los
pelos; y el Benito García apretaba los dientes y se mordía los labios hasta
sangrar, y crispaba los puños como
queriendo asir algo imposible. Desde aquel día cambió su conducta. Del hombre
fosco, amargado y silencioso que era, se tornó amable y servicial, de una
amabilidad extraña, como desarraigada y mentirosa, que llegó al colmo cuando un
día renunció a comer de su plato; y bajándose de la cama, dando saltos con su
único pie, y asido de las demás, iba dando cucharadas de gallo pinto a los
demás enfermos de la sala.
Desde hacía algún tiempo había renunciado a cortarse el pelo
y rasurarse; y esto, unido a aquella extraña actitud mental y ciertos
relampagueos furtivos en su mirada, le daban el aspecto de un orate.
Repartiendo su gallo pinto y hablando incoherencias llegó
hasta las últimas camas, donde yacía Diógenes Putoy. Se quedó viéndolo, la
respiración anhelante, apoyado a un pilar, con el plato vacío en la mano.
--¡Se acabó el gallo pinto, pero vos también vas a tener tu
bocadito! –dijo frenético--. ¡Yo soy Pantaleón Tinguiado!
Y se le dejó caer encima, con la cuchara en la mano, asida
del cuenco, usando el mango, fuerte y agudo, a guisa de puñal.
El dictamen del forense dijo que Putoy había muerto de
herida contusa con objeto semi-punzante, que le había roto los tegumentos y el
tejido muscular; y que pasando a través del sexto espacio intercostal
izquierdo, había interesado las pleuras, el pericardio y el propio músculo
cardíaco, a la altura de la aurícula derecha.
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