domingo, 18 de mayo de 2014

COSAS DEL POETA. Por: Francisco Huezo. En: Nicaragua  Informativa, Año IX, Febrero de 1925.

La velada estaría suntuosa, solemne. Rubén Darío iba a ser condecorado con medalla de oro. Era un homenaje de la Municipalidad de Managua.


El príncipe de los poetas castellanos, maestro y fino esteta, llegaba de Europa colmado de laureles y veía el mundo desde su trono de gloria. Reyes, presidentes, y grandes de la tierra lo habían agasajado. León XIII, el Papa blanco, le había concedido audiencia especial y dado a besar el santo anillo del sublime Pastor. Así, pues, la fama, como a Lope y Calderón, clarineaba su nombre.

Eran las 9 de la noche.

El edificio de la Normal de Institutoras, hoy Casa Blanca, todo empavezado (sic), ardía como ascua de oro. Había lleno completo de damas y caballeros. Brillaba la elegancia, una fina elegancia. La corte del poeta, los intelectuales (poetas, periodistas, escritores) había andado afanosa, desde días, en los preparativos de la fiesta; y ahora se presentaba en correcta formación, digamos, con su traje de etiqueta para hacer a Darío la valla de ordenanza. Todos nos disputábamos la oportunidad de servir al poeta y estar cerca de él.

El Presidente Zelaya y su familia ocupaban el palco de honor. Por delegación del Municipio, doña Blanca de Zelaya debía colocarle la condecoración.

En el público había impaciencia porque se abriera el acto, y  empezaron las palmadas. . La gente que no había visto nunca a Darío, se desesperaba por conocerlo. El Comité había organizado comisiones: comisión para conducir al poeta desde su casa; comisión para recibirlo en vestíbulo; comisión para conducirlo a su palco; comisión para recibirlo en él.

Las palmadas continuaban y un rumor de mar se escapaba de la concurrencia. Algunas voces decían: ¡que se empiece ya, que se empiece! ¡Son las nueve!

Pero sucedía que Rubén Darío no había llegado y no podía abrirse el acto.

¿Por qué no había llegado? En primer lugar, porque los malditos nepentes, como él los llamaba, lo habían hecho pasar una noche escabrosa, al punto de que el doctor Rodolfo Espinosa hubo de ponerle alguna inyección, o dos.

En segundo lugar, porque el poeta, en un acto de cólera, había roto el discurso, un trozo de bella literatura, y había comenzado otro, que era una nota estadística de todo lo nuevo que encontraba en el país, estadística seca, como la paja, o como los números.

̶ Conste— decía-- que no mentaré a Zelaya, porque no tengo voluntad.— Su  modo de gobernar es muy fuerte, como el de Hiparco; pero haré alguna enumeración de lo nuevo que encuentro en el país. La gente cree que yo sólo sirvo para cosas de arte y oratoria; no señor. También tengo mi criterio práctico y yo voy a demostrarlo.

Algunos replicaban: Pero la gente va allí por ver a Ud. ¡Por conocerlo! Por oír su filigrana literaria.

--Al diablo la filigrana y al diablo el capricho de la gente. A mí nadie me manda. Yo soy yo.

Y como lo dijo, lo hizo.

Después de la condecoración, Rubén Darío subió al proscenio, leyó su magnífico Madrigal dedicado a doña Blanca de Zelaya y a continuación su discurso de gracias, un discurso árido como una Memoria de Hacienda.

Hablo de telégrafos, de teléfonos, vapores, ferrocarriles, del movimiento demográfico, la importación, la exportación, etc. Muchos que esperaban maravillas de arte, se dieron con una piedra.
Al terminar, fue, ciertamente, aplaudido, pero el público, defraudado en sus esperanzas, estaba ya muy frío. Nosotros mismos, los de la corte del poeta, estábamos azorados y no hallábamos la manera de explicar el fenómeno a los que nos preguntaban.

Algunos de los que habíamos tomado números en la velada, le preguntamos ansiosamente:

--Pero ¿qué has hecho, Rubén?—

--He hecho mi gusto. Les he demostrado que no sólo soy nefelibata, sino también hombre práctico.

--Pero la gente quería oír o conocer tu filigrana.


--Al diablo la filigrana y al diablo el capricho de la gente. Yo soy yo. Cuando digo mis cosas, lo hago a la hora que me parece. Jamás he sido esclavo del público. Ya lo he dicho muchas veces. Cuando Zelaya supo que no había querido mencionar su nombre en el discurso, se mordió los labios, pero no dijo nada. Sin embargo, días después lo nombró Ministro Diplomático ante la Corte de España. 

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