lunes, 19 de mayo de 2014

"DE LA ACADEMIA A LA MONTAÑA" / "CONTRA SANDINO EN LOS INFIERNOS". Por: Manolo Cuadra. 1934.

DE LA ACADEMIA A LA MONTAÑA. Por: Manolo Cuadra. En: Nicaragua; Revista Mensual Ilustrada. Vol. I. Núm. 3. Managua, D. N., Noviembre de 1934.

Director: José Francisco Borgen



I
Isidro Larios, comandando una escuadra, pasó trotando ante los espectadores, en un incidente de las maniobras. Pasó otra escuadra y otra más. Luego aquellos muchachos de la Academia, parapetados a 100 yardas del objetivo, se detuvieron brusca, pero limpiamente, en forma clásica, arrojándose a tierra, según se los había enseñado Burwell, director de la Escuela.

¡Qué suave se caía así!

Del punto que ellos iban a atacar, defendido por siete hombres y alguna arma automática, empezaron a asomar botones de humo y detonaciones bastante ahogadas, indicio convencional de que de la otra parte se defendía. Pero las balas falsas no llegaban, ni con mucho, a los primero cadetes de la avanzadilla.

--Más adelante--, calculó el comandante.

Doce kakis emergieron de entre la yerba. Avanzaron, el dedo en el disparador, partiendo el viento con las proas de sus hombros izquierdos y la cabeza embistiente, como invulnerable bajo el metal de los cascos imaginarios.

Oían más claramente los disparos; los fogonazos eran perfectamente visibles. El número 3 de la primera  escuadra dio un salto y quedó fijo boca abajo. Una bala falsa había tocado en el hombro. Pero nadie vió. La carga iba demasiado bien para reparar en detalles. Sólo cuando el hombre de observación de la patrulla hizo una profunda inclinación con sus rodillas, los cadetes comprendieron. Estaban en “la tierra de nadie”, o, como lo observara el otro día Isidro Larios muy filosóficamente, en “la tierra de todos”.

--¡A tierra!—

La voz del oficial era imperiosa. Todos se dispersaron. Una bandera roja, con extraños símbolos de muerte, aparecía ante ellos.

                                                        II
La táctica a seguir, en este caso, no era una novedad ni constituía algo difícil. Lo que tenían que hacer por ambos bandos, era anotar el número de bajas y pasar el reporte a sus comandantes.

Isidro Larios, al intentar un avance a gatas, sintió un golpecito en la columna. El taco respingó sobre su cuerpo; pero él se hizo el desentendido y continuo marrulleramente ganando terreno, porque a él no le agradaba eso de morir de mentira, haciendo perder la prueba a sus camaradas, seguramente. Brennan pasaba en ese preciso momento doblado, y quedó ante él.

--El del lanzabombas está muerto a cuarenta pasos de aquí. Cójalo Ud. y hágase un de las suyas,-- le gritó.

Larios viró su cuerpo. Si él lograba su cometido y sus disparos hacían blanco, ganaría enseguida alguna citación. Los cuarenta pasos se le hicieron kilómetros. ¡No! Estaba seguro que Brennan no había calculado bien. Hasta entonces deslizábase protegido por una leve hinchazón terráquea y ahora había llegado el momento crítico de su avance.

De la otra parte le llegó una granizada.

Imposible continuar así. Tuvo que perder su línea recta, optando por trazar una dilatada curva. Más larga, Isidrito, pero más segura. Pasó al lado de Uriza, el cadete de la última escuadra, que estaba tendido boca arriba, con un tiro en el abdomen. Uriza le guiñó el ojo.

Por segunda vez jugó la marrulla de preguntar a un muerto, dónde estaba el lanzabombas. Se empujó rápidamente, sesgándose un poco. Allí estaba. Cogió el arma. La botella estaba puesta, y la granada debidamente colocada en el depósito.  Pronto el paquetito negro se elevó en el espacio describiendo una linda parábola.

Tuvo un rictus ácido, cuando el impacto se desplomó cerca de algunos compañeros de asalto.

--Barajo—pensó, avergonzándote.
--¡Magnífico, Larios!

El muerto se burlaba del lanzabombas.

Puso otro envoltorio, ganoso del desquite. La bala falsa fue despedida a varios grados más de inclinación y Larios Pudo ver que la había dejado a pocos  pasos del reducto. Enseguida elevóse una detonación, bastante sorda.

El objetivo envolvióse en una nube de humo espeso.

La tercera granada debió de producir su efecto, porque al aclarar el radio de la trinchera, el cadete vio que el trapo rojo había ido al suelo.

Todavía lanzó con el arma dos veces más.

Brennan, el comandante, gritó:

--¡Armar bayonetas!

Ellos obedecieron con precisión admirable.

--Ahora, ¡go on!

De la trinchera resistían muy pobremente. Sólo el gaznate de una pistola expectoraba cansadamente. ¡Bravo! Era lujosa 45 del teniente Boswell. El heroico oficial quería morir.

Y así fue cómo Isidro Larios ganó muchos puntos con un feroz asalto con balas de cartón.
                                                        III

Los relatos que en los círculos de la Academia corrían sobre las terribles pruebas sufridas en el Área Norte, el rigor de las patrullas y el peligro de sus escabrosidades encantadas, no comprometieron el ánimo de Isidro Larios con el temor. Mentiras. Los alistados exageraban con fantaseo puramente tropical, porque comprendían que así tomaban un anticipado desquite de superioridad sobre los futuros oficiales. Pero ahora que estaban en Quilalí, eje de las operaciones peligrosas, a pocas leguas quizá de un campamento desconocido, el cadete chocaba contra la impresión penosa de la realidad. El capitán Biebush habíales hecho conocer, la misma noche de su arribo, el siguiente mensaje:

“65 Jinotega
Estaciones del Quinto Distrito. Área Norte.
Tres oficiales y ocho alistados fueron emboscados y muertos hoy en el punto 332 463 por hombres de Quintero, en número de 150. Saque inmediatamente patrulla combinada de guardias y cadetes, para que éstos tengan la oportunidad de batirse, procediendo a interceptar posibles conexiones con campamento General Sandino. Garantice cadetes. 16418”.

                                                        IV

Muy confusamente, Isidro Larios pudo darse cuenta de lo que estaba pasando; muy confusamente, porque en el cataclismo de la sorpresa, apenas si pensó en que él estaba allí para pelear, controlado por la voluntad del oficial, como un títere trágico.

A la verdad, aquello duró pocos segundos, tan pocos, que en ese tiempo habían interceptado ya al cuerpo principal de la avanzadilla, compuesta totalmente de alistados. Necesariamente, los cadetes tendrían que batirse aislados, --ya se batían—en tanto que los guardias del segundo teniente Joseph Limpton no lograran establecer contacto. Y eso era difícil, porque entre los hombres de Limpton y los muchachos de la Academia se interponía, con sabia tenacidad, la cuña mortífera de una ametralladora enemiga.

Los cadetes quedaron pronto tendidos a lo largo del sendero. Cerca, en el recodo próximo, la avanzadilla respondía vivamente al fuego. A los futuros oficiales se les ofrecía un hueso duro de roer. Inútilmente, Brennan intentó una contraemboscada. Al replegarse notó que le faltaban dos hombres. Otro estaba con la rótula deshecha y pedía agua. El comandante se arriesgó hasta él, chorreándole la cantina.

--Beba, amigo,-- le dijo.

Olvidaba su jerarquía. El peligro, la tragedia cercana lo volvían fraterno.

Limpton, por medio de un hábil truco, logró mandar a uno de sus hombres a unirse a los cadetes. Tenía la certeza de que a doscientas varas de los hombres de Brennan estaba emboscada la Browning de los rebeldes. Urgía la acción del lanzabombas sobre aquel punto, única providencia que permitiría la compactación de las dos guerrillas.

El capitán recorrió a rastras la peque línea de cadetes. Isidro Larios lo vio detenerse junto a él.

--A ciento cuarenta varas de aquí, gritó rectificando el cálculo de Limpton, --está la máquina. Haga por desmontarla. Vaya. Ocúltese detrás de aquella eminencia.

Los días de maniobra en la Academia, cuando él sorteaba un peligro nada más que teórico, pasaron nostálgicamente, --como las pompitas de jabón que elevara de niño,-- por los ojos del cadete. Pero sus veinticuatro años audaces pusieron un tapial sobre el pasado. Siguió al hombre de comunicaciones, copiándolo en todos sus esguinces, que sabían librar el bulto en atrincheramientos increíbles. De la otra parte les tiraron al cruzar un limpio. Fueron segundos arriesgados. Comprendió el cadete que había pasado a un decímetro de la muerte. ¿Llegarían ilesos? Todavía había que tantear otro trecho al descubierto. El otro dejó de arrastrarse y anduvo tan velozmente como pudo, doblándose hacia adelante hasta poner horizontal la superficie del cuerpo. En condiciones normales, tal distancia apenas sería digna de consideración. Pero en las presentes, la dimensión del tiempo adquiría dilatamientos absurdos en ese pequeño espacio, donde la metralla entonaba letanías mortales.

--A la una… A las dos… A las tres… ¡tres!, --gritó él mismo, como para tonificarse.

De un salto cayó al limpio. Silbaron las balas. ¿Cuánto tiempo duraba aquella carrera? Isidro Larios constató por primera vez en su vida, el fenómeno de la paradoja: veía las yerbas, las diferencias, el paisaje todo, pasar a sus flancos, en dirección inversa a la suya; pero la verdad era que él no captaba ese movimiento de avance. Le parecía estar marcando pasos sobre el mismo terreno. Cierta técnica cinematográfica permite ver a un hombre en la intensidad de su carrera, ejecutando un footing que, por vicios de perspectivas, pareciera verificarse en un sólo punto, mientras lo que huye delante de él es el resto del paisaje. Había notado eso una sola vez, cuando en varietés de la M. G. M., se registraron los eventos del gran Nurmi.

Lo embarazaba mucho el arma. El alistado casi llegaba al extremo seguro. Isidro comprendió que estaba a salvo.

--¡Ah, bruto!

¿Por qué se detenía es pobre guardia? Si quería esperarlo, era eso una imprudencia. La dio alcance y de un violento encontronazo con el cuerpo, lo empujó hasta la maleza.

Estaban salvados.

--Venga, ahora somos nosotros.

González giró, pero para caer en los brazo del cadete. De la frene le bajaba un torrente rojo, el académico rompió el paquete de ayuda y vendó la herida. Regó un poco de agua para hacer compresa y puso el resto sobre los labios resecos.

--Gracias, cadete.

Volteó los ojos y respiró fuerte.

Desde el punto indicado por Brennan, era posible, en efecto, aunque no fácil, silencia la ametralladora. Lo más interesante era no dejarse descubrir; pero, al mismo tiempo, el exceso de prudencia podría restar eficiencia a los disparos. Saltó a esa conclusión después de haber puesto tres granadas. Tuvo que subir más. ¡Ahora sí! Desde su posición veía claramente a la vanguardia, disparando tranquilamente, apostados tras los repliegues y a la línea beligerante de los sandinistas que, arrancando en semicírculo desde los muchachos de Limpton, se dilataba, bastante nutrida, hasta cerrar su extremo detrás de los cadetes. En el centro, la Browning imprecando seguía con insolencia.

Fijó la culata de su máquina contra la tierra y  apretó el fatillo. El paquete se resolvió en infinidad de volteretas. Siguió la parábola bajo el sol luminoso de la mañana de agosto.

El tiempo que la granada tardó en volver a tierra, Isidro lo consideró suficiente para ganar dos cursos de sus estudios de derecho.

Sucedió a la explosión un terrible griterío. Cuando la humareda hubo desaparecido, el cadete inspeccionó febrilmente. Tornó a llenar la botella. Esta vez la bomba se llevó a dos hombres de la dotación y hasta la ametralladora sufrió un vuelco, quedando con el trípode hacia arriba, como un bicho maligno.

--Ahora, ¡arriba, guardias! –tronó Limpton.

El choque, sin embargo, aunque animoso hubo de retroceder ante el número.

Cuando también Brennan regresó de un intento por despegar la cuña, miró con dolor a sus cadetes. ¡Aquella ametralladora invulnerable que golpeaba incesante! ¡Aquellos tarros cuyas explosiones empezaban a demoler la tierra cercana! ¿Huir? ¡Jamás! No había alumbrado aún el sol que viera flaquear el valiente corazón de los guardias…

--Habrá que juntarnos, cadetes… --ordenó, aprovechando un momento de relativa calma.

Como puestos de acuerdo, ya los hombres de Limpton iniciaban por cuarta vez un supremo esfuerzo de junción. La ametralladora tuvo que ocultarse bajo el fuego cruzado de ambas guerrillas.

--Esto es el fin, Edward Limpton, -- anunció Brennan estrechando, al encontrarse, la mano del otro oficial.

--Tenemos tres horas de fuego, --contestó su compañero,-- y sí los muchachos no ceden, podremos todavía esperar corsarios.

Y miró ansiosamente al cielo iluminado del trópico. Así evadía, con una suposición agradable, la fúnebre observación de su camarada. Pero cuando estuvo solo, --porque ya Brennan se alejaba—expresó, para sí sólo, su verdadera opinión:

--A lo menos, moriremos juntos.

El oficial se mordió fuertemente los labios. No resistía la sed y cuando, elevando su vozarrón, había gritado pidiendo agua a uno de los cadetes, una voz que venía de la otra parte había contestado burlona:

--Conque, ¿ya tiene sed, mi capitán? Un momento.

Un bulto negro cilíndrico, voló por el aire en su dirección. Adoptó bruscamente la prona y cuando esperaba sentir en su cuerpo los estragos de la metralla, advirtió que el objeto se rompía contras las piedras y le bañaba con un líquido nauseabundo de indudables procedencias renales.

Un coro de carcajadas subrayó la oportunidad del ultraje.

--¡Fuego, cadetes!, --- golpeó su garganta, sibilante.

Del otro lado, la misma voz remedó la orden, aunque aumentada con un apéndice depresivo:

--Fuego cadetes. “Uyuyuy…!

La ametralladora, culta, recomendó su musiquita detestable. Isidro conoció la embestida del minuto supremo. Alistados y cadetes, unidos estrechamente en la gran aventura, armaban tranquilamente bayonetas.
                                                        VI

Isidro Larios, comandando una escuadra trotó ante los espectadores en un incidente de las maniobras. Luego, los muchachos de la Academia, parapetados a cien varas del objetivo…

Así comenzó la historia, que termina, desgraciadamente, de otra manera:

Él se inclinó, dolorosamente pugnando por seguir de pies, hacia el suelo. Algunos pasaron sobre él, maltratándolo, sin fijarse.

--Uno, --contó, viendo caer a Fuentes, el número 16 de su clase. Dos, --siguió mentalmente. Tres.Y así hasta cinco.

--¡Viva la Gu…ardi…a!, intentó gritar.

La visión de una imagen que se inclinaba sobre él, con una guirnalda verde en una mano y el índice de la otra sobre los labios, le detuvo el empuje.

Dobló los párpados, comprensivo.

Y se durmió en el silencio de los héroes.
                                                                 
Manolo Cuadra
Quilalí, Guerra de las Segovias.

(Del libro en preparación, “Contra Sandino, en los infiernos”).

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