lunes, 26 de mayo de 2014

Relatos de Hospital  (Cuento) 

LA COMPETENCIA, I

Por: Eduardo Pérez-Valle

El doctor Rebolledo, egresado de nuestra Universidad Nacional y con serios estudios de postgrado en México e Italia, era sin duda un buen hombre y un excelente médico. De baja estatura, regordete y barrigón, los brazos le venían demasiado cortos; su cabeza, de calvicie deslumbrante, daba la impresión de no estar muy cómoda sobre los hombros, como si el cuello no contara con todas las vértebras que debía tener, o a éstas les faltase la movilidad propia de un humano. Como resultado, el doctor Rebolledo parecía andar siempre viendo para arriba, la barbilla proyectada hacia adelante, en un gesto falsamente desafiante y antipático.

Para mayor abundamiento, sobre este feo conjunto irremediable descansaba un par de gruesos lentes, con grandes rebordes, que parecían quitados de alguna antigua escafandra de buzo, o construidos con los enormes cristales de algún faro desmantelado. Con ellos la figura del eminente doctor Rebolledo adquiría el aspecto de una cucaracha enferma. Y aunque decían que aquellos aparatos eran de aumento, la verdad es que los ojos del Dr. Rebolledo, naturalmente saltones y hasta desorbitados, quedaban reducidos a un diminuto ojal transverso tras la espesura de aquellos vidrios increíbles.

Para colmo, el sabio galeno se gastaba un timbre de voz entre cascado y ronquillo, como si fuese a sacarla de triple, pero que una telaraña inexplicable se enredara en las cuerdas vocales y tupiera los ventiladores naturales, resultando aquel sonido anacrónico, emparentado con la voz del primitivo gramófono de cilindros de cera que inventara Thomas Alva Edison.

Sobre todo esto, el doctor Rebolledo tenía otro inconveniente: que siempre andaba apurado. Quizás por el gran cúmulo de sus ocupaciones, quizás por el deseo vehemente de volver rápidamente a descansar, el hecho es que siempre llegaba al hospital sudoroso e impaciente. Tiraba por ahí el maletín y se encaminaba a la sala para hacer la visita. Cuando lo veían llegar, enfermeras y monjas se ponían nerviosas, como en guardia para hacer frente a cualquier emergencia que pudiera crear la presencia del doctor Rebolledo. La enfermera de turno cogía rápidamente un rollo de expedientes y se encaminaba a pasitos rápidos hacia la sala, para acompañar en la visita al inquieto e inquietante galeno.

Éste tomaba el pulso a los enfermos, espetaba con aquella vocecita unas cuantas preguntas apresuradas, casi ininteligibles y de todo punto injustificadas, y por último recetaba inyecciones, píldoras y cápsulas, que ya la enfermera y hasta los pacientes se sabían de memoria. Parece que este hombre cerraba sus puertas a los visitadores médicos, de ahí lo escaso y trillado de su repertorio terapéutico, que más parecía aprendido en los almanaques y las revistas de barbería que en un tratado a fondo o en las aulas de la Universidad.

De modo que bien merecida se tenía el doctor Rebolledo la competición que le hacía el Cabito.

¿Quién era este Cabito? Había llegado al hospital hacía tres años, procedente del Mombacho, atacado de “mal de piedra”, con un cólico pegado en el riñón izquierdo, que lo hacía rabiar y revolcarse. Le dijeron que lo iban a operar de inmediato, pero él se opuso enérgicamente en medio de su tortura, y allí no más comenzó a recetarse él mismo. Las monjas y las enfermeras, ante su terquedad, y atontadas por la alarma general que producían sus terribles dolores y bramidos, terminaron por obedecerle.

Pidió primero que le preparasen una tisana diurética a base de bicarbonato y “pelo ´e mai”. Después ordenó que le administraran una lavativa aromática,  compuesta de agua de rosa acentuada con eucaliptol y extracto de bergamota. Por último se tomó un pocillo de agua cloral, que le trajo un sueño pesado, con ronquidos y lo demás.

Al despertarse, después de seis horas, ya el Cabito estaba curado. Aquel éxito dramático lo consagró a la vista de toda la sala, enfermos y enfermeras, como un verdadero sabio, un genio de la medicina, de esos que nacen así, en cualquier parte, una vez al siglo, quien sabe por qué.

Cuando el Cabito se sintió sano, al término de un mes, él mismo, así como se había curado, se dio de alta. Sólo faltó que firmara su expediente. Pero quedó picado de una nostalgia del hospital, de la admiración, el cariño que le dispensaban y la fe ciega que ponían en él, en su saber, los enfermos y el  personal.

Pronto estuvo de vuelta, con cualquier pretexto; y así una y otra vez, hasta que al fin se quedó definitivamente, de enfermero, de ayudante de limpieza, de velador, de cualquier cosa.

Por eso cuando el doctor Rebolledo hacía la visita, el Cabito siempre andaba por ahí cerca, haciendo como que hacía algo por las camas vecinas, para escuchar de aquella vocecita de grillo acatarrado las insípidas preguntas y las conocidas recetas.

Y cuando el doctor Rebolledo, muy serio y convencido de su excelencia, abandonaba presuroso la sala por la puerta lateral, rumbo a su consultorio, a esperar un paciente que nunca llegaba, el Cabito comenzaba la verdadera “visita” a la sala de medicina de varones.

--¡Vos, Juan, no te aflijás, que el que se aflije se afloja! Lo que tienes es sólo punto de angina de pecho. Aquí lo que hay que hacer es calmar los nervios del corazón. Te voy a conseguir un vinito de quina ferruginado, y agua de azahar para cuando te sintás nervioso. Además, para quitar todo el peligro, te voy a poner una lavativa de linaza, con una yema de huevo y una cucharada de asafétida, para mantener limpio el intestino y evitar los cólicos, que pueden subirse.

El enfermo se quedaba mirando fijo al Cabito, y un halo de esperanza iluminaba su rostro. El Cabito pasaba a la siguiente cama:--Vos, Catalinó, lo que tienes es un catarro al pecho, que te lleva puta. Si no, ahí tenés esa tos incansable que siempre te aumenta en la madrugada; y esa opresión que casi no te deja respirar, y la calentura. ¿Qué más querés? ¡Si está claro! El dolor en las costillas es de la misma tos. Aquí lo que hay que hacer es calmarla, y procurar que el catarro madure pronto.

Lo primero es un buen purgante, de lo que a vos más te guste: sal o píldoras rosadas, que son buenas catárticas. Vas a tomar también un cocimiento de malva, que es para el pecho y hace sudar. No hablés mucho, ni te estés moviendo, que te cansás. Y te voy a preparar un sinapismo líquido de pimienta para que metás los pies. Eso es bueno para devolverle a la sangre el calor que le quitó el resfrío. Si querés tomar las cápsulas que te recetó el doctor, tomalas, que no perjudican; pero no sirven y hay que ayudarles con lo que te digo.

Y pasaba a la otra cama:

--¡Hombré Toñó, esa tu inflamación del intestino es lo más fácil de curar, hom...!  ¡No te aflijás! Si lo malo es que si uno se descuida el intestino se brota y se sale; y da pena estar enseñando lo que es su secreto de uno.

¡En primer lugar, cuidado de comer! ¡Ni un bocado! Para que estés mantenido mientras baja la inflamación, que te preparen una tortilla de huevo para aplicarla al estómago, tibiecita, tibiecita. ¡Cuidado te la comés! Y para que no te dé tentación, la vamos a empapar en láudano, para que te rebaje los dolores. Lo único que podés tomar es tu agüita de arroz, tu cebadita perlada, cocida, y tu agua de linaza. También un cocimiento de salvia, con cuatro o cinco gotas de láudano, para desterrar los dolores y parar la currutaca.

Toño había quedado inmóvil mirando al Cabito durante todo el tiempo que había durado aquella inspirada receta, y al final sólo dijo, con gran convencimiento:

--Tenés razón. Voy a decirle a la Chayo que me traiga todas esas aguas y esa tort´ e huevo que decís.

El Cabito ya se había acercado a la cama de don Chepe, un viejito que había llegado con un ataque de anemia que lo hacía cruzar las canillas para andar, y que lo mantenía noqueado en la cama durante largas horas. El doctor Rebolledo le mandaba reposo y vitaminas en cápsulas e inyecciones, pero todo era como echarlo en un pozo. No producían el menor efecto.

Don Chepe miró al Cabito con una gran interrogación en los ojos mortecinos.

--Vea don Chepe—dijo el taumaturgo, rascándose con el dedo mayor de la mano derecha el remolino de la coronilla, --pa´ que le vo´ a decir, esas vitaminas que le receta el doctor son buenas, sí, son buenas; pero yo creo que el caso suyo más que de inyecciones y cápsulas es de buena alimentación. Esa anemia profunda es cosa de alimentación especial. Dígale a doña Adelaida que le prepare buenos caldos, buenas substancias, lo suficientemente fuertes; como de hígado o de frijoles, con sus buenos huevos. ¡No tenga miedo! ¡Y si le dan ganas, pues se come también la buñiga!  Eso sí, como despacio, masticando muy bien, y no se dé cólera ni preocupaciones. Y por la tarde, todos los días se me toma su tazón de sopa de mondongo, temprano, como a las cinco; y después su café negro, cargadito. ¡Vamos a ver si no se levanta en una semana! Pero para mientras, se me va a tomar por agua del tiempo su “agüita de hierro”: que le consigan unos cinco clavos nuevos, medianos, y que los pongan a calentar en las brasas, luego los echan en una poronguita con agua limpia, de beber. Allí los dejan para que se oxiden. Y cada vez que vaya a beber, mueva bien la poronga, para que los clavos suelten. ¡Ya verá qué remedio! Dentro de un mes usted estará sano y coloradote. ¡Y adiós anemia!

Todavía el Cabito pasó a ver a Belisario Robleto, con su reumatismo crónico, al que le prometió traerle una medicina a base de salicilato, y una pomada también con salicilato, alcanfor, tintura de yodo, etc.

--¡Y ya verás que es tu santo remedio!  --le dijo al despedirse para pasar a ver a Tomás Sánchez, a quien le había caído una fuerte erisipela en una pierna. Le recetó infusión de borraja a cantaradas, y paños tibios con agua de flor de sauco. Esto, mientras no fuera necesario untar glicerina y ungüento de soldado y espolvorear con subnitrato de bismuto.

Cuando el Cabito dio por terminada su “visita” y se fue por ahí a buscar algo de lo que había recetado, quedó flotando en la sala un aire de alivio y  confianza, muy diferente de aquella atmósfera de frialdad y escepticismo que el eminente doctor Rebolledo, con su premura galopante, su voz desastrada y su aspecto de coleóptero engreído, creaba siempre en torno suyo.

Después de la “visita” del Cabito todos respiraban optimistas, querían sanar y generalmente lo lograban, a espaldas del doctor Rebolledo, de sus postgrados, diplomas y recetas cajoneras.

Por aquel natural “ojo clínico” y aquella pintoresca habilidad diagnóstica y terapéutica, el Cabito, hacía más de cuarenta años, había logrado aquel rango militar sin disparar un tiro, en forma, diríamos, honoraria, durante una de nuestras inveteradas rebatiñas entre las tradicionales partidas dizque políticas. El Cabito era eso porque no podía ser más; pero tampoco pudo quedar en soldado raso. Era “cabo-enfermero”, y con esa investidura hizo maravillas entre la soldadesca y fuera de ella en las haciendas, pueblos y ciudades donde azotaba el flagelo de la montonera. Ejercitándose en aquella “medicina natural”, como él la llamaba, inquiriendo de viejos y comadronas, y sobre todo experimentando por sí mismo, había llegado a ser un gran curandero, el más grande y completo de cuántos se tuviera memoria. Porque aparte del conocimiento de las virtudes curativas de las plantas y diversas substancias medicamentosas, el Cabito, tal vez sin darse cuenta, movía con su estilo de curar los hilos sutiles de la tramoya sicológica. De modo que ponía en juego los ingentes recursos de lo que después se ha llamado “medicina psicosomática”, que aprovecha para generar salud en el cuerpo la fuerza reprimida en profundos resortes espirituales. El Cabito creaba confianza en el enfermo, que tal vez se debatía en equilibrio imposible al borde de la tumba; le infundía el deseo de sanar y vivir, y ponía parte del éxito en sus manos: con ello liberaba y centuplicaba las fuerzas últimas que anidan en el humano mientras le queda un hálito de vida. En cambio en el doctor Rebolledo, por sobre los postgrados y diplomas, venía a cumplirse a cabalidad el sabio contenido del refrán segoviano: el que nació pa´zompopo no pasa del corredor.

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