domingo, 18 de mayo de 2014

DE LA VIDA DE RUBÉN DARÍO. MAMA SERAPIA, LA MULATA QUE LE CONTABA CUENTOS...

De la vida de Rubén Darío

LA ESCUELA DE LAS ESTRELLAS. Por: Juan Ramón Avilés. En: Nicaragua Informativa. Edición Extraordinaria, números 157 – 158- 159 – 160. Año IX, Febrero de 1925.

Alta y erguida cuando moza, ha de haber sido esta anciana que aún vive en Managua. Tiene la encantadora manía, --manía de abuela,-- de contar cuentos a los niños de la vecindad, que a la hora morada del Angelus le hacen corro para que les relate las simples historias que ellos encuentran maravillosas.


Mama Serapia la llaman los chiquillos, y Serapita la gente grande.

Su familia se extinguió en el tiempo. Su madre fue quizá una esclava liberta. ¿Su padre? No lo conoció nunca. Solo sabe que se llama Serapia, nada más. Todo su haber sobre la tierra lo componen, --sencillo inventario—un baúl secular, una “piedra de moler”, --de moler maíz--, una butaca arcaica, y la cama pobre.

Pero no está sola. Su familia la forman los niños, que tarde a tarde, en el barrio del Nisperal, acuden a la anciana en demanda de la fábula bienquerida, de la narración mágica de princesas bellas o de zorras duchas y mentirosas.

Tiene predilección por los niños de tres a cuatro años de edad, porque le evocan a otro niño a quien ella quiso mucho.

--Así  era Félix Rubén,-- exclama, acariciándolos.

--¿Y quién era Félix Rubén?, --interrogan los que no lo saben.

--Pues ¿quién ha de ser?- repone ella llena de asombro—

¿Quién ha de ser sino Félix Rubén, el niño que yo crié? También a él le gustaban los cuentos.

--¿Y cuáles era los cuentos que le gustaban más?

--Los cuentos del cielo y de las estrellas.

[Esta es la servidora de quien Rubén Darío, en las primeras páginas de su autobiografía, dijo: “Me cargaba en sus brazos una fiel y excelente mulata, la Serapia”].

Y Mama Serapia comienza a relatarle, por la vez mil y una, la historia del niño que adormía en sus brazos. El único a quien amó, con un amor mezclado de madre como si le hubiera dado su leche, y de esclava, porque, como en las novelas de indianos, hubiera sido capaz de dar la vida por “el niño”. Si Dios le hubiese hecho tal proposición, pues es claro que habría escogido la muerte, con tal de que Félix Rubén viviese todavía. Pero el buen Dios no les consulta estas cosas a las pobres mulatas. Y como la triste no sabe el cuento de la nodriza de Eca de Queiroz, no ha podido seguirlo al cielo. Se ha quedado en la tierra, esperando que la llame Nuestro Señor.

Sólo le resta la alegría de rememorar la historia, que en su boca de abuela se hace cuento, --un cuento que se lo sabe de memoria, más que la memoria, su boca, más que su boca, su corazón,-- y que lo relata con el recuerdo pegado a la lengua.

--¿Y cómo eran los cuentos del cielo de las estrellas?

Y la anciana mulata, dirigiéndose a todos, los chicos y los grandes que hemos ido a oírla, --pues pera ella todos somos niños a quienes se puede contar por igual,--comienza.

--Era rubio y blanco. Apenas había cumplido los tres años, y cuando la noche caía, lo sentaba en mis regazos mientras le venía el sueño, y bajo del árbol de jícaro nos poníamos, Félix Rubén y yo, a ver el cielo.

--¿Y cómo era el cielo entonces? –Interroga otro de los chiquillos.

--Era lo mismo que ahora. Félix Rubén se quedaba viendo los luceros y  me preguntaba quién los encendía.

--¿Y qué le contestaba usté?

--Pues que Dios los encendía… ¡Pero no me interrumpan!... Luego me volvía a preguntar: --¿Y caminan? –Sí, van andando como las nueves— ¿Y cuándo acaban de pasar? ¿Y de dónde es que salen? –Yo le decía que lo que hacían los luceros  era aguardar a la Virgen María, para adornarle el manto. Félix Rubén seguía con la mirada las estrellas, y una vez que había luna, recuerdo que me preguntó: “¿Por qué está partida la luna? ¿Quién la partió? ¿Qué se hizo el pedazo más grande?.. Y yo le contestaba como podía. Y seguía preguntándome cómo se llamaban los luceros, y yo le explicaba que aquellos chiquititos son los Ojos de Santa Lucía; que aquellos otros son las Tres Marías, y aquellos grandes son los del Arado… Y ese gran camino blanco, que pasa en medio del cielo, es el Camino de Santiago.

(¿Qué diría de esto Flanmarión? ¿Qué sabe la vieja mulata de la Física de Einstein, ni de Képler, ni de Sirio, ni de la constelación de Hércules, ni de la Vía Láctea? Sin embargo, qué diáfana y pura es su humilde astronomía).

Y en tanto que la vieja mulata bondadosa discurría, yo le hallaba semejanza a la figura de la Fábula que Diego Rivera ha pintado en su cuadro famoso. El Hombre, eterno de espaldas a la Vida, escucha, sentado sobre la tierra, las historias increíbles que le dicta la Fábula, desoyendo a la Historia.

Del Oriente nos han llegado las religiones y las imaginaciones. De allá han emprendido la marcha las teogonías y las cosmogonías de los Ramayanas, de los Vedas y de las Biblias. De allá proceden todas las verdades y la Mentira única. Y si discrepan los teólogos por la exégesis de los libros sagrados, todos estamos de acuerdo en que las Mil y Una Noches, --cuentos árabes, fantasmagorías persas,-- son ciertas. La vieja mulata, sentada en su sillón de abuela, señalando astros y contando cuentos, realizaba a mis ojos la personificación del Oriente, esa tierra que es la Imaginación del Mundo, fuente eternal de poesía y de absurdos, en los cuales creemos porque como decía San Agustín: credo qui absurdum: lo creo porque es absurdo. Y si las Mil y Una Noches son la Biblia de los sueños de maravilla, los Evangelios son los cuentos de Perrault y de Andersen y Caperucita Encarnada sigue extraviada en el bosque, y la Cenicienta sigue calzándose el imposible zapatito de cristal…

La vieja mulata parece que concluye, cansada de remirar astros, y sigue con manía: -Félix Rubén pedía siempre “otro cuento”, y yo le contaba aquel de:
                                               Este era un gato
                                               con las piernas de trapo
                                               y los ojos al revés
                                               ¿Querés, querés, querés,
                                               que te lo cuente otra vez?

Y Félix Rubén me preguntaba: --“¿Pero cómo me lo vas a contar otra vez si no me lo has contado?”… Porque Félix Rubén era muy inteligente, tan inteligente que cuando lo llevé por primera vez a la iglesia, un 8 de diciembre, le dije: --“Esa que está en el altar es la Virgen”--. Y él, al verla, asustado, me preguntó señalando el manto: “¿Ya no van a salir, pues, los luceros esta noche?”

--Sí que saldrán, como siempre.

--¿Pero que no ves que se le vinieron pegados en el vestido?

Cabeceó un poco la anciana, y luego se quedó adormilada con sus propios cuentos. Los chiquillos de la vecindad se marcharon, y yo me puse a pensar que aquel pobre regazo de mulata fue para el Poeta, cátedra celeste, escuela de estrellas.

Juan Ramón Avilés, Managua, 1923.




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