De la vida de Rubén
Darío
LA ESCUELA DE LAS
ESTRELLAS. Por: Juan Ramón Avilés. En: Nicaragua
Informativa. Edición Extraordinaria, números 157 – 158- 159 – 160. Año IX,
Febrero de 1925.
Alta y erguida cuando moza, ha de haber sido esta anciana
que aún vive en Managua. Tiene la encantadora manía, --manía de abuela,-- de
contar cuentos a los niños de la vecindad, que a la hora morada del Angelus le hacen corro para que les
relate las simples historias que ellos encuentran maravillosas.
Mama Serapia la llaman los chiquillos, y Serapita la gente
grande.
Su familia se extinguió en el tiempo. Su madre fue quizá una
esclava liberta. ¿Su padre? No lo conoció nunca. Solo sabe que se llama Serapia,
nada más. Todo su haber sobre la tierra lo componen, --sencillo inventario—un
baúl secular, una “piedra de moler”, --de moler maíz--, una butaca arcaica, y
la cama pobre.
Pero no está sola. Su familia la forman los niños, que tarde
a tarde, en el barrio del Nisperal, acuden a la anciana en demanda de la fábula
bienquerida, de la narración mágica de princesas bellas o de zorras duchas y
mentirosas.
Tiene predilección por los niños de tres a cuatro años de
edad, porque le evocan a otro niño a quien ella quiso mucho.
--Así era Félix
Rubén,-- exclama, acariciándolos.
--¿Y quién era Félix Rubén?, --interrogan los que no lo
saben.
--Pues ¿quién ha de ser?- repone ella llena de asombro—
¿Quién ha de ser sino Félix Rubén, el niño que yo crié?
También a él le gustaban los cuentos.
--¿Y cuáles era los cuentos que le gustaban más?
--Los cuentos del cielo y de las estrellas.
[Esta es la servidora de quien Rubén Darío, en las primeras
páginas de su autobiografía, dijo: “Me cargaba en sus brazos una fiel y
excelente mulata, la Serapia”].
Y Mama Serapia comienza a relatarle, por la vez mil y una,
la historia del niño que adormía en sus brazos. El único a quien amó, con un
amor mezclado de madre como si le hubiera dado su leche, y de esclava, porque,
como en las novelas de indianos, hubiera sido capaz de dar la vida por “el
niño”. Si Dios le hubiese hecho tal proposición, pues es claro que habría
escogido la muerte, con tal de que Félix Rubén viviese todavía. Pero el buen
Dios no les consulta estas cosas a las pobres mulatas. Y como la triste no sabe
el cuento de la nodriza de Eca
de Queiroz, no ha podido seguirlo al cielo. Se ha quedado en la tierra,
esperando que la llame Nuestro Señor.
Sólo le
resta la alegría de rememorar la historia, que en su boca de abuela se hace cuento,
--un cuento que se lo sabe de memoria, más que la memoria, su boca, más que su
boca, su corazón,-- y que lo relata con el recuerdo pegado a la lengua.
--¿Y
cómo eran los cuentos del cielo de las estrellas?
Y la
anciana mulata, dirigiéndose a todos, los chicos y los grandes que hemos ido a
oírla, --pues pera ella todos somos niños a quienes se puede contar por
igual,--comienza.
--Era
rubio y blanco. Apenas había cumplido los tres años, y cuando la noche caía, lo
sentaba en mis regazos mientras le venía el sueño, y bajo del árbol de jícaro
nos poníamos, Félix Rubén y yo, a ver el cielo.
--¿Y
cómo era el cielo entonces? –Interroga otro de los chiquillos.
--Era
lo mismo que ahora. Félix Rubén se quedaba viendo los luceros y me preguntaba quién los encendía.
--¿Y
qué le contestaba usté?
--Pues que Dios los encendía… ¡Pero no me interrumpan!...
Luego me volvía a preguntar: --¿Y caminan? –Sí, van andando como las nueves— ¿Y
cuándo acaban de pasar? ¿Y de dónde es que salen? –Yo le decía que lo que
hacían los luceros era aguardar a la
Virgen María, para adornarle el manto. Félix Rubén seguía con la mirada las
estrellas, y una vez que había luna, recuerdo que me preguntó: “¿Por qué está
partida la luna? ¿Quién la partió? ¿Qué se hizo el pedazo más grande?.. Y yo le
contestaba como podía. Y seguía preguntándome cómo se llamaban los luceros, y
yo le explicaba que aquellos chiquititos son los Ojos de Santa Lucía; que
aquellos otros son las Tres Marías, y aquellos grandes son los del Arado… Y ese
gran camino blanco, que pasa en medio del cielo, es el Camino de Santiago.
(¿Qué diría de esto Flanmarión? ¿Qué sabe la vieja mulata de
la Física de Einstein, ni de Képler, ni de Sirio, ni de la constelación de
Hércules, ni de la Vía Láctea? Sin embargo, qué diáfana y pura es su humilde
astronomía).
Y en tanto que la vieja mulata bondadosa discurría, yo le
hallaba semejanza a la figura de la Fábula que Diego Rivera ha pintado en su
cuadro famoso. El Hombre, eterno de espaldas a la Vida, escucha, sentado sobre
la tierra, las historias increíbles que le dicta la Fábula, desoyendo a la
Historia.
Del Oriente nos han llegado las religiones y las
imaginaciones. De allá han emprendido la marcha las teogonías y las cosmogonías
de los Ramayanas, de los Vedas y de las Biblias. De allá proceden todas las
verdades y la Mentira única. Y si discrepan los teólogos por la exégesis de los
libros sagrados, todos estamos de acuerdo en que las Mil y Una Noches,
--cuentos árabes, fantasmagorías persas,-- son ciertas. La vieja mulata,
sentada en su sillón de abuela, señalando astros y contando cuentos, realizaba
a mis ojos la personificación del Oriente, esa tierra que es la Imaginación del
Mundo, fuente eternal de poesía y de absurdos, en los cuales creemos porque
como decía San Agustín: credo qui absurdum:
lo creo porque es absurdo. Y si las Mil y Una Noches son la Biblia de los
sueños de maravilla, los Evangelios son los cuentos de Perrault y de Andersen y
Caperucita Encarnada sigue extraviada en el bosque, y la Cenicienta sigue
calzándose el imposible zapatito de cristal…
La vieja mulata parece que concluye, cansada de remirar
astros, y sigue con manía: -Félix Rubén pedía siempre “otro cuento”, y yo le
contaba aquel de:
Este
era un gato
con
las piernas de trapo
y
los ojos al revés
¿Querés, querés, querés,
que
te lo cuente otra vez?
Y Félix Rubén me preguntaba: --“¿Pero cómo me lo vas a
contar otra vez si no me lo has contado?”… Porque Félix Rubén era muy
inteligente, tan inteligente que cuando lo llevé por primera vez a la iglesia,
un 8 de diciembre, le dije: --“Esa que está en el altar es la Virgen”--. Y él,
al verla, asustado, me preguntó señalando el manto: “¿Ya no van a salir, pues,
los luceros esta noche?”
--Sí que saldrán, como siempre.
--¿Pero que no ves que se le vinieron pegados en el vestido?
Cabeceó un poco la anciana, y luego se quedó adormilada con
sus propios cuentos. Los chiquillos de la vecindad se marcharon, y yo me puse a
pensar que aquel pobre regazo de mulata fue para el Poeta, cátedra celeste,
escuela de estrellas.
Juan Ramón Avilés, Managua, 1923.
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