viernes, 24 de enero de 2014

ANTONIO SOL, UN  HÉROE NOMBRADO RIGOBERTO 

Por Eduardo Pérez-Valle hijo. 

Soledad no es un nombre propio relacionado a la mitología griega. Cuando las aguas bautismales mojaron la cabeza de la pequeña Soledad, ocurrió en León, Nicaragua, bastante lejos del mar Egeo. Años más tarde, el pesar y la melancolía en el significado de aquel nombre propio, estarían encadenados al hijo de sus entrañas. Nuestro Jasón adoptaría, ante el desafío de la historia, el nombre de Antonio Sol. Desde El Calvario, nombre del barrio donde el sufrimiento y la resignación transcurrió para aquella madre, y a quien el destino, según las circunstancias, la rodeó de nombres premonitorios, vio partir al hijo luminoso del pueblo para acabar con el fundador de la tenebrosa tiranía.

Doña Soledad murió a la edad de 70 años, el 4 de marzo de 1970, catorce años guardó en la memoria perpetua la última sonrisa del hijo, cuyo sacrifico ante el altar de la patria no fue infructuoso. En junio de 1972, el comandante Carlos Fonseca escribió un análisis sobre la carta-testamento del héroe dirigida a doña Soledad López, la cual fue reproducida en la revista Casa de las Américas; en ella nos dice: “…cuenta alguien que cultivó amistad con la señora Soledad López, madre de Rigoberto, la sonrisa feliz al mostrar, en León, el texto de la carta, envuelto amorosamente en papel celofán, luego de trasladarlo desde una casa amiga, en la que lo guardaban secretamente. Así se cumple aquel íntimo deseo de Rigoberto: Si usted toma las cosas como yo lo deseo le digo que me sentiré feliz.”

La verdadera identidad de nuestro solitario campeador comenzó a conocerse públicamente cuando un delator entregó una carta al periodista leonés y somocista abyecto, Rafael Corrales Rojas, dueño del periódico El Cronista, quien corrió presuroso para dársela a Tacho, afortunadamente, no le prestó ningún interés. Años más tarde, en declaraciones para el semanario “Extra”, Corrales recordaba que en la famosa carta, Rigoberto firmaba con el seudónimo “Antonio Sol”.

Antonio escogió el prefijo del amor materno, el Sol de la angustiada Soledad. El seudónimo evocador de la madre, del hijo en la distancia. Un Sol contrapuesto a la oscuridad del poder dinástico: a la trilogía de la Parca: Debayle, Sacasa, Somoza, las tres deidades hermanas, Cloto, Láquesis y Átropos, la primera hilaba, la segunda devanaba y la tercera cortaba el hilo de la vida del hombre.

Mientras la cesación de la vida alcanzaba los rincones de la patria, el asesino serial gozaba del esparcimiento otorgado por la complaciente clase política. En el juicio de valores no hay argumento más ingenuo y más falso que el invocado por la cobardía, incapaz de juzgar que en el humano hay mala, y de la peor, levadura. En la tierra amada de Antonio Sol miles de vidas fueron obligadas a subir a la barca de la muerte. El noveno mes del año 56 llevaba a cuestas el llanto y el dolor de la matanza de abril. Lo único volitivo en la mentalidad enferma del tirano era el sojuzgamiento. Mientras los cuerpos inertes eran enterrados, apenas daba tiempo para llorar y enjugar lágrimas. Mayo de ese año, también registra un hecho de ingrato recuerdo, el día en que Somoza García colocó la primera piedra de la Cárcel Modelo.

De la mentalidad enferma del dictador no había razón para asombrarse; el primer Somoza fue un admirador de Hitler y Mussolini, no obstante, en nuestra país hubo muchos ciudadanos que eran displicentes con el horror causado por ese monstruo. Algo parecido ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, cuando las fuerzas aliadas entraron a los campos de exterminio nazi, los ciudadanos alemanes que vivían en los poblados cercanos negaban conocer lo que allí ocurría. No hubo otra forma de mostrarles el horror que negaban, que obligarlos a caminar frente a las barracas llenas de miles de cuerpos asesinados por la impiedad humana. El rótulo en la entrada de Auschwitz tenía la siguiente inscripción: Arbeit macht frei, “el trabajo libera”.

En juzgar estos asuntos no cabe inexorable duda, pero, como maldición de la que no escapa la raza humana, la memoria retorcida persiste en algunos de nuestros nostálgicos connacionales, cuya existencia pasada fue la de succión de plata a la par de los detentadores principales del régimen, a quienes les correspondió aplicar plomo y palo contra el pueblo. Quienes aún piensan así, reptan en el lodazal y abjuran de la historia. Es, el pasado oprobioso, donde muchos no fueron siquiera capaces de mirar, oír, negaban el suplicio del pueblo; ellos, jamás admitirán el significado heroico al arriesgar y ofrendar la vida. Rigoberto enseñó con creces, que Somoza nunca fue un problema político con solución política.

Cuando Rigoberto tenga su monumento nacional, con el rostro de cara al sol, sobre la tumba de doña Soledad López el pueblo depositará flores de la patria agradecida, para que permanezcan junto a la carta envuelta en celofán que le envío Antonio Sol.

 * El Nuevo Diario. Jueves 21 de septiembre de 2006. 


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