martes, 14 de enero de 2014

DISCURSO leído por el  Doctor Francisco Paniagua Prado en la Velada del 22 de Diciembre de 1907. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 31 Diciembre de 1907 y 15 de Enero de 1908. Números 8 y 9. Año XIV. Tomo VI.

SEÑORAS, SEÑORES:

¿Conocéis la obra del rojo, de la llama, de la púrpura, El Fuego, del admirable Gabriel D᾽Annunzio?...

El exquisito italiano, en un esfuerzo que pudiéramos llamar cuasi espasmódico de su maravilloso estilo, en un raro capítulo de su libro que rotula La Epifanía del Fuego, ha creado un delicioso simbolismo –la alianza del Otoño y de Venecia bajo el firmamento—para exultar en todos los tonos, con todos los matices, con todos los colores de su pintura verbal, a la ciudad del Arte por excelencia, a la ciudad de la piedra, del agua, como él la llama y a sus más privilegiados artistas, entre ellos el divino Veronés, el gran Pablo, cuyos cuadros son reales telas sinfónicas, y cuya paleta habrá de resplandecer eternalmente comunicando vida  y fervor a las almas devotas del Ideal y la Esperanza.

Se me ocurre, a propósito de esta merecida y sincera apoteosis que estamos celebrando por nuestra más pura gloria de la prosa y de la rima, se me ocurre, en una exaltación de justificada vanidad, aunque dentro de un minúsculo círculo reverencial admiración por lo Bello, estrechar, juntar dos entidades que mi fantasía se atreve a suponer fácilmente fusionables, digo: nuestra ciudad, no brava, no heroica, no guerrera, sino puramente intelectual, enamorada de la Estética, de lo Útil y de lo Nuevo en Ciencia y Literatura; y  la figura alta de su hijo predilecto, emblema de un triunfo revolucionario en las letras, triunfo pocas veces visto, figura agigantada hasta lo sumo de la Fama, por perennes y duraderos éxitos.

Ciertamente, la Venecia histórica celebrada por D᾽Annunzio, la llameante tierra de la alegría del vivir, que fue cuna de la magna tesis sensorial dibujada por el poeta magnífico de El Fuego: forjar y explicarse sólo por el método del goce interior y exterior (como si estableciéramos, por el método de la concepción imaginativa, siempre en sostenido musical); esa Venecia, con su Tintoretto, que la personificó en líneas de luz en la asombrosa Alegoría del Otoño; con Vecciello, que percibió hondamente los canales, con Giorgione, el macizo precursor bautizado “portador del fuego2, tal Venecia en la comparación de D᾽Annunzio, resiste admirablemente la atrevida liga con los príncipes del Arte pictórico que produjo.

Nuestra muy amada ciudad, de corta y dificultosa existencia, de limitados horizontes artísticos, lejos del contacto mundial que cristaliza las múltiples afecciones psíquicas, carece en verdad de acervo propio en las regiones espirituales –Piedra, Color, Música, Poesía—para soportar el paralelo que mi hoy encendida imaginación quiere advertir igualándola a la reina del Adriático y a sus imperecederos primates, mas, un consuelo cual cordial rocío baña mi sofocado espíritu;  y recuerdo,, que tenemos bastante, que quizás nos sobre para realizar la sublime conjunción, el hermoso connubio que busco tenazmente, con la victoriosa gallardía de nuestro poeta autóctono que, cual inmenso pájaro de luz, la riega de resplandores, la saca de su mediocridad con los acordes de sus cantos, y le puebla sus recintos con la dulzura incomparable de sus multiformes armonías.

Así, el original ritualismo de los esponsales del Duz con la sábana glauca del mar salobre, es aquí entre nosotros, en esta inolvidable noche, desposorio de nuestra querida ciudad con su Próspero.
Imaginaos ahora el bucentorio legendario, bordado literal y graciosamente de flores, y dentro de la barca flamante a Próspero, a Próspero, que es en el drama de Shakespeare, el primero de los Duques, tan afamado por su dignidad y en las artes liberales, sin competidor.

La visión que pide ansiosamente, por mi fe, el pincel astral de Chardin, un vistoso pastel de Latour, o un ígneo panorama de Boucher –las formas eclécticas combinadas del caballete en el siglo XVIII—es absoluta y gráficamente aplicable.

La indumentaria de Darío, su técnica exclusivamente personal y única, el sistema de idear y componer, desconocido antes en las letras castellanas, porque es inventado por él, dudo que tenga símil y ejemplo en las próximas rutas de la exposición y combinación literarias.

Como los Goncourt, nuestro mago de la melodía escrita ha fundado sobre bases de pirámides su Academia libre, y son caprichosos sus números, e inextricables sus misales para los profanos.

De ahí, Próspero, en las artes liberales sin competidor, según la noble frase shakespiriana.

De hoy más –pues—mejor, desde Darío en la lengua española, el anhelado procedimiento de pintar al escribir, de traslucir vivamente el estado de ánimo en relación con los objetos materiales o inmateriales, de orquestar las palabras para que en seguida cada una lleve su instrumento en el regio concierto de las ideas, no es un sortilegio, ni un mito, ni mucho menos un rasgo alarmante de desviación mental. El famoso Soneto de las vocales de Rimbaud ya no constituye un signo sintomatológico de anormalidad; y, pasando a otro orden de acráticas excentricidades, os he de recordar, que rompiendo lo antiguo, en el decorado con piedras preciosas, el triste japonés Korinn “logró, con sólo nácares, hacer escalas de deslumbrantes y armoniosas luces.”

Lo que hay de cierto en el fondo invisible de esta ideología y de este engendrar y producir, es, que el ave azul que grita tan celestes voces, o posa su planta en las secas bajuras, ni en los modestos oteros, ni siquiera en las colinas—esmeraldas, sino que pide sostén para sus potentes alas en las cimas augustas enfloradas de nieve. Y ya dentro de este acuerdo, por lógica rigorosa, me parece inevitable despojar a la psicología criminal del término teratología, que significa monstruosidades morales, para destinarlo a la inteligencia con el nombre de monstruosidades del cerebro.

Ahora bien; los casos de teratología intelectual, con el alcance y significación que yo acabo de darle, no los ve la Humanidad con frecuencia: (Rubén Darío no se pasea por los caminos reales sino por las selvas encantadas); y puesto que la ocasión es propicia, y la hora solemne, y el auditorio selecto; y el eterno femenino hace en estos momentos sus galas naturales, como rosas de frescura en cantículos de delicados candelabros, voy a permitirme la breve enunciación de mi doctrina respecto de tan interesante tema.

La mujer, en primer término, es el factor más poderoso de la cultura general. ¿Cómo?: de dos maneras en apariencia diferentes, pero perfectamente concominantes.

Es la primera: por razón del medio ambiente que diluye en las almas los elementos y las influencias predominantes.

Estudiado el asunto por este aspecto, tengo que aludir otra vez la centuria décimaoctava (sic) en la ubérrima nación de Francia.

Ningún ciclo en país alguno siente más y mejor y con mejores resultados para el Arte el deleitable influjo de la mujer, que aquel gran ciclo.

Desde luego, trátase de la mujer refinada, sentimental sin histerismos, aristocrática ¡de la mujer espontáneamente nerviosa, que padece sin fingimientos la morbideza alucinante y cruel. A estos lindos modelos de gracia y compostura, ha debido aplicarse –pensando en sus curiosos peinados, en aquellas adorables cabezas donde las sensación de mirra o ámbar ríe entre la sutileza de los polvos adorables—la enigmática, aunque un tanto dura alusión de Mallarmé: son cascos perfumados.

Mezclábase ciertamente esa mujer en los renredos y en los secretos del Estado, dominaban al Monarca en pro de sus intrigas, la duquesa de Chateuraoux, grácil y sensual, la Dubarry, engendro de cortesana y gata, y la soberana Pompadour. Con todo, deshilando la tela de la hebra que desluce, impónese el reconocer al propio tiempo, conforme escribe otra mujer ilustre –la señora Prado Bazán--, que en la historia de esas galantes épocas “no resuena chocar de armas como en las de Herodoto y Jenofonte, sino crujir de tornasolada seda y de varillas de abanico, murmurio de madrigales, risitas, chillidos, el ¡ay! de las melancolías de la pobre Pompadour, que no sabía cómo entretener y quitar la murria al bien amado, ahito de la miel del deleite.”

La segunda manera de que dispone la mujer para actuar en bien del intelectualismo, tiene íntima agnación con un hecho biológico reconocido y vulgarizado por el rudo Shopenhauer, el sombrío filósofo determinista. Shopenhauer lo explica en la siguiente justa y consoladora fórmula: la liquidación final del hombre inferior por el predominio del hombre intelectual, esto es, la regularización absoluta de todas las esferas sociales, se conseguirá el día en que, únicamente se unan los hombres superiores con las mujeres bellas, sanas y virtuosas

Para el taciturno metafísico alemán no existe el derecho, tal vez ni la necesidad, en el ser desprovisto de salientes cualidades mentales, de aproximarse a la hembra humana y celebrar con ella la noche-buena de las nupcias amorosas. Y ciertamente, parece natural, que ojos negros que llaman al incendio cual lumbres atrayentes, sean para labios que habrán de posarse castamente sobre sus pestañas sedeñas; que albas —conchas— rosicler donde brilla solemne la armonía de un berilo o de una pura agua Golconda , sientan el goce singular de bocas que saben entonar tibia y sabiamente , el allegro maestoso de la vida: y que manos blancas, aprisionadas por turquesas y rubíes, se destinen para calmar con la embriagante caricia las fiebres que consumen las frentes pensadoras.

Por el otro lado, parece asimismo natural, que una lisonja de cualquier anónimo de la mayoría inconsulta e irresponsable, le venga a una mujer, si es de las que se postran en el altar de la Diosa que reparte laureles, como un seco golpe de látigo sobre el rasoplumón de una dormida tórtola.

¡Oh grande y nebuloso Shopenhauer!: tu fórmula es una parábola de la biblia moderna del Entendimiento; y yo, siguiendo tus ensueños, me quedo con una lira muda, con un empolvado alpicordio o con una estrofa sin lectores, antes que con un insoportable conquistador de los salones que sólo sepa arreglarse en una cuadrilla ceremoniosa, o danzar airosamente un revoltoso valse Boston.

Cuando tales aspiraciones priven en el corazón de la mujer, y la mujer se envuelva en la célica onda de la elevada pasión hacia el compañero que elevadamente se le manifieste en sí; y rehúya sus cantos al inconsciente y al subrepticio, los ejemplares de la teratología del cerebro, vale explicar, los hoy señalados productos de excepción, los Rubén Daríos –pues los genios—, ya no se verían con la estupefacción con que ahora se contempla una aurora boreal en el Polo, el espejismo en el mar y el Desierto, o “los verde-esmeralda de la colesterina como el resultado de la litiases”, sino como la apacible calma, con la plácida serenidad con que nos deleitamos frente a una puesta de Sol, de una lluvia de sangre de los cielos en una clara noche de plenilunio, o de un concierto de pájaros canoros en un bosque virgen, lujurioso, mudo y espectral.


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