lunes, 27 de enero de 2014

LA VERDADERA HAZAÑA DE MONGALO. Por: Dr. Eduardo PÉREZ-VALLE. En: Nuevo Amanecer Cultural, sábado 8 de agosto de 1987.

“El héroe se pone adelante, en primera
fila, desafiando el peligro que los otros
temen, el que si no es vencido a tiempo
acabará por destruirlos a todos”.

                                     T. Carlyle.-

Siempre en ocasión del 29 de junio se publican trabajos periodísticos rememorando la hazaña de Mongalo en la que se ha llamado “primera batalla de Rivas”. Sólo que con muy sana intención y entusiasmo desbordante se gasta mucha fantasía y se introducen datos falsos, por lo que el enfoque resulta deleznable. Vayan dos ejemplos recientes:

“Cruzó la calle de El Porvenir en medio de una lluvia de balas, se situó contra la pared del mesón y clavó la bayoneta encendida en un alero”, dice Sofía Montenegro en Barricada del propio 29 de junio del 87. Y el profesor Santos Rivera, en El Nuevo Diario del 3 de julio, nos dice: “En medio de las balas avanza con una antorcha encendida, logra llegar al cuartel enemigo, lanza la antorcha y las llamas envuelven en fuego y humo la casa en donde se fortifica. El miedo se apodera de los filibusteros que huyen en desbandada abandonando la ciudad de Rivas con un alto costo de muertos y heridos”.

Para trazarnos  un cuadro veraz, confiable, de los hechos que nos ocupan es indispensable dar una hojeada a los autores tradicionales, a las fuentes primarias que los detallan.

Siguiendo esta línea notamos en primer lugar que Gámez, rivense, en el capítulo XXI de la Tercera Parte de su Historia, que es donde corresponde, ni siquiera menciona la entrada de Walker a Rivas, no registra la acción de Mongalo ni la quema del mesón. Sólo pone a Walker completamente abatido el 27 de junio, dejando once muertos y escapando con los 43 hombres restantes por el lado de San Juan del Sur.

Jerónimo Pérez hace constar que estando los filibusteros encerrados en la casa de Máximo Espinosa, el “distinguido joven don Manuel Mongalo”… “a pecho descubierto, se aproximó a la casa aplicándole fuego para incendiarla”. Oportunamente –agrega—apareció en esos momentos el comandante de San Juan del Sur, Teniente Coronel Manuel Argüello, con su compañía, y atacando a los filibusteros por el flanco izquierdo los puso en dispersión.

Veamos, narrado por el propio Walker, cómo ocurrieron los hechos: los yanquis habían procurado entrar a Rivas por el norte, “para asegurarse de las casas de la hacienda de Maliaño o de las de Santa Úrsula, dos plantaciones de cacao a la entrada de la ciudad, que ofrecían posiciones favorables para que atacasen o defendiesen la plaza”.

El fuego inicial de los defensores fue contestado vivamente por los rifles filibusteros, quienes se lanzaron adelante demostrando ardor combativo. Los legitimistas retrocedieron precipitadamente hacia la plaza; la colina de Santa Úrsula fue ganada por los invasores, que a culatazos abrieron puertas y talanqueras y pronto tomaron posesión de las casas de la cima. La orden era marchar a paso de carga hasta la plaza, con flancos y retaguardia protegidos por los cien hombres de Ramírez Madregil; pero éstos se rezagaron y las bestias de carga avanzaban lentamente. En Santa Úrsula, Crocker, encargado con Kewen de dirigir el avance, se vio obligado a confesar a Walker: “Coronel, los hombres no quieren y no puedo hacerlos avanazar”.

Entonces el coronel Manuel Argüello, recién llegado de San Juan del Sur, atacó vivamente el flanco izquierdo. Los yanquis fueron reconcentrados “en una gran casa de adobes cerca de la colina de Santa Úrsula / el mesón de Espinosa / y en algunas casas pequeñas / de Pedro Cubero / al otro lado de la calle; se abrieron las municiones y se puso a cubierto toda la tropa. Ramírez Madregil nunca llegó; y marchó con su gente hacia la frontera con Costa Rica. Los legitimistas, cuando observaron “el desaparecimiento de Ramírez, comenzaron a estrechar a los filibusteros por todos lados, haciendo esfuerzos por atacar las casas desde donde los rifles hacían grandes estragos”; intentaron utilizar un viejo cañón de a cuatro, el que fue abandonado tras una carga de los yanquis. “Entonces los legitimistas quisieron pegar fuego a las casas ocupadas por los democráticos, logrando incendiar el techo de una de ellas”. “Para entonces había más de quince yanquis muertos o heridos. No quedaban más que treinta y cinco aptos para la pelea. La acción había comenzado a las doce del día, y eran cerca de las cuatro cuando se dio la orden de prepararse para la retirada. Hubo que dejar a varios de los heridos”. “El enemigo, protegido por la espesura del monte, se había reunido en bastante número cerca de las casas cuando se dio la orden de retirada. Al salir la partida dio un grito que hizo volver la cara y ponerse en fuga desordenada  a los enemigos más próximos. El resto de legitimistas, paralizados, permanecieron esperando ser atacados por todas partes. Así la Falange escapó del peligro con la pérdida de sólo un hombre”. Al comienzo del ataque a Rivas los legitimistas tenían probablemente 500 hombres en la ciudad, reforzados después por los 75 u 80 que llegaron con Argüello. Según los informes más auténticos tuvieron al menos 80 muertos y otros tantos heridos. Los yanquis tuvieron 6 muertos y 12 heridos. “Y cinco de sus heridos abandonados fueron asesinados bárbaramente por el enemigo, y sus cuerpos quemados. Después de un día semejante, los legitimistas no quedaron con ganas de perseguir a los que les habían dado una primera muestra del poder de sus rifles”. Guiada por un nicaragüense, Mayorga, que había permanecido casi todo el tiempo con los yanquis y que era un buen conocedor de las cercanías de Rivas, “la pequeña columna se retiró por entre las plantaciones de cacao, buscando un camino que los condujese hacia la ruta del Tránsito”, dice Walker; pero en realidad se fugaban en dirección contraria, hacia el noreste, buscando poner distancia con el enemigo. Marcha azarosa.  Al paso de lo heridos. Empezaba a oscurecer cuando pudieron dar con el camino de Rivas a San Jorge, hacia su parte media; y llegaron a las rondas de San Jorge: todas las puertas cerradas y todos los perros ladrando a los filibusteros en retirada. Aquí Walker ordenó al guía buscar la ruta del Tránsito por el camino más excusado; y pronto los llevó por un desecho junto al camino entre Rivas y La Virgen, de suelo fangoso que se tragaba las extremidades hasta la rodilla. Era pesado y constante el temor de ser perseguidos. A eso de la medianoche los fugitivos acamparon junto a una choza abandonada, a unas dos millas de la ruta del Tránsito, donde se quedaron hasta el amanecer. Cerca de las nueve de la siguiente mañana alcanzaron dicha ruta a unas dos o tres millas de La Virgen. Hasta aquí las confesiones de Walker.

Inspirados por la fechorías de Walker, inficionados por su libro sobre La guerra en Nicaragua, han venido abundantes autores que encaraman al filibustero en el sitial de los héroes, mártir de un “ideal” grandioso, pero que en realidad era lo más negativo y compendiaba lo más abominable que ha podido engendrar la humanidad. De esta cáfila entresacamos a William Scroggs, profesor yanqui, y a su discípulo nicaragüense Alejandro Hurtado, bien conocidos entre nosotros por la edición no muy antigua de sus obras. El primero llegó a la conclusión de que “pocos habrá que se atrevan a negar que el triunfo de Walker en Nicaragua hubiera redundado en provecho de la civilización”. El otro llegó más lejos y degenera en franca abyección: nombra a los filibusteros “raza de luchadores audaces, que conquistó el interior del territorio de los Estados Unidos, en combate abierto contra toda clase de adversidades; raza que logró desarrollar en desiertas extensiones una civilización más avanzada que la europea”; y llama a los hijos de yanquis con nicaragüenses “brotes de una raza mejor”. Scroggs trata de explicar los acontecimientos señalando que cuando los nicaragüenses de refuerzo huyeron a los primeros disparos, y cinco filibusteros habían sido muertos y doce estaban heridos, sólo quedaban treinta y ocho para pelear contra una fuerza abrumadora. Y cuando los legitimistas prendieron fuego a las casas que servían de refugio, no le quedaba a Walker otro camino que tocar la retirada. Entonces “los sitiados, volando tiros y pegando gritos, rompieron de improviso con gran ímpetu en las calles”… Aquí cabe recordar que la marcha fue con gran ímpetu, pero no hacia las calles, sino hacia el monte, en busca de los cacaotales, donde poder esconder el bulto. Hurtado repite que “los cien nativos comandados por Ramírez se desbandaron y huyeron a los primeros disparos, dejando a los yanquis solos”, ¡terriblemente solos! Cuando los legitimistas concibieron el plan de incendiar las casas en que los gringos se habían refugiado y lo realizaron “establecieron para Walker el precedente de usar el fuego como arma ofensiva, que tan siniestramente usó él después de Granada”. ¡Fue, pues, el mal ejemplo de los nicaragüenses, sus malas enseñanzas, los que transformaron a aquellos benefactores salvajes!

Pero es hora ya de que dejemos la cita de estas versiones, falsas unas, tendenciosas otras, y atengámonos a los testimonios de quienes estuvieron presentes en los hechos y hasta participaron en ellos. Primero el del Coronel Manuel Borge Morales, testigo presencial, veterano de la Guerra Nacional, muy condensado, como que fue escrito 68 años después de los sucesos. “Los nuestros se reconcentraron a la plaza –dice el Coronel Borge—y los filibusteros los cargaron con vigor hasta ocupar la casa de Santa Úrsula, pasando más delante de la de don Máximo Espinosa. En aquel momento el Coronel Ramírez (a) Madregil abandonó a Walker desfilando con su gente por el lado de la iglesia de San Francisco, encaminándose hacia la frontera de Costa Rica”… “Detenidos los yanquis en su empeño de llegar a la plaza, apareció procedente de San Juan del Sur el Coronel Manuel Argüello, quien atacando con vigor al enemigo lo obligó a refugiarse en la casa de adobes  de don Máximo Espinosa y en la casa de don Pedro Cubero, separadas por la calle. Desde esas casas nos hicieron gran daño los filibusteros, pues con calma ponían en práctica su mortífera puntería”… “Los nuestros, faltos de elementos para destruir fortificaciones, se veían en situación dificilísima para desalojarlos, y entonces fue cuando el Coronel Bosque tuvo la feliz, pero peligrosa idea de ponerle fuego a la casa, y al efecto buscó entre la tropa un voluntario que quisiera exponer su vida en tan arriesgada comisión. El patriota Emmanuel Mongalo oye la propuesta del jefe, y comprendiendo el alcance del pensamiento, corre presuroso a ponerse a su orden, y un momento después la casa ardía, obligando a Walker a desocuparla”… “Se lanzaron fuera de la casa como fieras acosadas por los cazadores, tomando por dentro de las haciendas, con dirección a San Jorge, en busca del camino de La Virgen para llegar al del Tránsito  y encaminarse hacia San Juan del Sur, a donde con paso lento y arrastrando los rifles, llegaron a las 6 de la tarde del 30 de junio”.

Pero quien narra con todo detalle y veracidad las incidencias del 29 de junio es el historiador masayés Francisco Ortega Arancibia, Mayor del ejército legitimista y de gran responsabilidad en la defensa de Rivas.

“La casa que ocupaba Walker –dice—era la última de la manzana con casas; la siguiente al este era larga, desierta, sin casas ni cercas, cubierta de yerbas y árboles de higuera, al término de la cual había una tapia de adobes, con unas troneras bajas, que yo conocía bien; y tomé cuatro soldados y un cabo y los llevé”… “Los coloquen las troneras, de la cuales comenzaron a hacer fuego; al regresar, Carazo y los otros amigos me advirtieron con interés el peligro, y que me atravesara corriendo; así lo hice, pero fijándome mucho hacia el punto de donde me hicieron los disparos de las balas, pues pasaron silbando: dos brazos desnudos habían salido por la ventana de la casa de Cubero, que estaba al frente de la que ocupaban los yankees. No cabía duda, aquellos eran cazadores que nos habían asesinado a tantos hombres. Se lo expliqué a aquellos amigos y estuvimos de acuerdo en que se les debía quitar la casa a todo trance, porque sin esa atalaya no se podrían sostener en la casa de Espinosa, porque de allí se les atacaría de flanco, y de las claraboyas de la tapia, de frente, dejándoles libre el otro flanco, para quitarnos de encima los rifles de precisión y los cazadores, nos vinimos todos para donde don Eduardo /Castillo/, quien estando de acuerdo nos acompañó al lugar por donde debía darse el asalto de la casa de Cubero. Se peleaba bajo la lluvia; el terreno del intermedio que dividía las calles en que estaba la casa de Espinosa de la en que estábamos era quebrado, de manera que no nos veíamos lo unos a los otros, estando fuera de la visual de los cazadores. Para la operación bastaban seis hombres de la tropa, comandados por un oficial brioso y resuelto: se presentó un joven Castillo, sobrino de don Eduardo, que entendido de las instrucciones del caso, partió cubierto por la vegetación, hasta unas cinco varas distante del corredor de la casa; les hicieron una descarga de fusilería y ellos huyeron, dando nuestras tropas un viva atronador, viva que se repitió en todos los puestos ocupados por los nuestros en la ciudad y se reforzó con más tropa la casa de Cubero. La atalaya estaba en nuestro poder y Walker perdido. Una lanza con una manta amarrada cerca de un extremo que el joven Mongalo, entrando por dentro del corredor de la casa vecina de la que ocupan los aventureros, prendió empapada en petróleo, incendió las soleras y las cañas del techo, pasándose las llamas a la casa de Espinosa, que pronto quedó toda ardiendo, y los filibusteros la abandonaron, huyendo por el lado noreste; y los vencedores los persiguieron hasta el cerco de alambre de una hacienda de cacao inmediata”.

Queda claro, pues, que “se peleaba bajo la lluvia”, como dice Ortega; pero no era aquella una lluvia de balas contra Mongalo, ni éste avanzaba impertérrito “con una antorcha encendida” para lanzarla contra el cuartel enemigo. Aquí se luchaba con inteligencia, que al fin se impuso sobre la estúpida ferocidad del gringo. La hazaña de Mongalo no se realizó con el heroísmo ciego que se ha querido atribuirle pintándolo con la antorcha encendida bajo la lluvia de balas, sino con elevado patriotismo iluminado por una vivaz inteligencia, cual correspondía a un espíritu privilegiado con una temprana vocación de maestro.

Dominemos nuestro entusiasmo y pongamos mayor cuidado en la determinación de los actos heroicos y en la evaluación del heroísmo. Nada de ficciones ni de exageraciones. Que si el hecho es en verdad heroico no las necesita; y si no lo es, las hipérboles resultan ridículas.

                 Eduardo PÉREZ-VALLE

Managua, julio de 1987.-


CARTA AL DOCTOR EDUARDO PÉREZ VALLE. Por José Santos Rivera. En: El Nuevo Diario, 26 de septiembre de 1987.

Estimado Doctor:

Leí su interesante artículo publicado en “NUEVO AMANECER CULTURAL”, del sábado 8 de agosto de 1987, intitulado “LA VERDADERA HAZAÑA DE MONGALO”, ilustrado con la figura a pluma del maestro inmortal, y un epígrafe de T. Carlyle que define al héroe en un concepto antiguo, distinto al que usted mismo concibe en los últimos párrafos de su trabajo.

Considero muy importante para un mejor conocimiento de los jóvenes y lectores de “NUEVO AMANECER CULTURAL”, que reproduzca algunas de las diferentes  versiones de autorizados historiógrafos y cronistas de la época, quienes recibieron de primera mano la narración de hechos trascendentales de nuestra historia o participación en la acción en que tuvo lugar la memorable hazaña de Mongalo, en la primera batalla de Rivas, el 29 de junio de 1855.

Usted inicia su trabajo afirmando que “PARA TRAZARNOS UN CUADRO VERAZ, CONFIABLE DE LOS HECHOS QUE NOS OCUPAN, ES INDISPENSABLE DAR UNA OJEADA A LOS AUTORES TRADICIONALES, A LAS FUENTES PRIMARIAS QUE LOS DETALLAN”. Que siguiendo esta línea notamos en primer lugar que Gámez, rivense, en el Capítulo XXI de la Tercera Parte de su historia, que es donde corresponde, ni siquiera menciona la entrada de Walker a Rivas, no registra acción de Mongalo ni la quema del mesón” (Sic).

Sólo pone a Walker completamente batido el 27 de junio, dejando once muertos y escapando con los 43 hombres restantes por el lado de San Juan del Sur.

Después de Gámez otra de sus fuentes “Veraces, primarias y confiables” es el historiógrafo Jerónimo Pérez.

A continuación incluye el relato del propio William Walker, principal protagonista de los hechos en la primera batalla de Rivas, invasor, filibustero y esclavista, quien su obra “La Guerra de Nicaragua”, se empeña en justificar sus actos vandálicos y en defender el valor y la pericia militar de sus secuaces.

Pero todo lo que usted transcribe como relatos “Veraces” y “Confiables” de los narradores  citados y que ocupan las tres cuartas partes de su artículo, todo ese acervo informativo de la historia: Lo de Gámez, lo de Jerónimo Pérez, lo de Walker, de repente, como si se le olvidara que son ejemplos que usted mismo califica de “veraces, confiables y fuentes primarias que los detallan”, de pronto, los desconoce, anula y deshecha, cuando después de unos diez párrafos de los catorce o quince de su artículo, inquisitorialmente los condena a la hoguera al escribir: “PERO ES HORA YA DE QUE DEJEMOS LA CITA DE ESTAS VERSIONES FALSAS UNAS, TENDENCIOSAS OTRAS Y ATENGÁMONOS A LOS TESTIMONIOS DE QUIENES ESTUVIERON PRESENTES EN LOS HECHOS Y HASTA PARTICPARON EN ELLOS”.

Tal parece que tanto Gámez como Jerónimo Pérez no fueron contemporáneos  de esos hechos y que hasta el mismo Walker fue un ausente en la Guerra Nacional y en la primera batalla de Rivas. Y usted continúa: “Primero el del Coronel Manuel Borge Morales, testigo presencial, veterano de la Guerra Nacional, muy condensado como que fue escrito 68 años después de los sucesos” (relato del Coronel Borge), para agregar:

Pero quien narra con todo detalle y veracidad las incidencias del 29 de junio es el historiador masayés Francisco Ortega Arancibia, Mayor del Ejército Legitimista y de gran responsabilidad en la defensa de Rivas”.

Es decir que, de estos dos últimos, el Coronel Manuel Borge Morales todavía no es muy confiable, sino que es Ortega Arancibia, “el único que narra con todo detalle y veracidad las incidencias del 29 de junio”. Pareciera –por otra parte—que usted no acepta que un hecho pueda narrarse, contarse, relatarse usando diferente estilos y formas de lenguaje: abundante, lacónico, metafórico, enérgico, sencillo, etc., siempre sin tergiversar lo principal del suceso.

Lo esencial y determinante de la primera batalla de Rivas, es la acción heroica de Mongalo que se inicia desde el momento mismo EN QUE SE PRESENTA AL LLAMADO DEL CORONEL BORGE, DE UN VOLUNTARIO QUE “QUISIERA EXPONER SU VIDA EN TAN ARRIESGADA COMISIÓN”, hasta que logra su objetivo: incendiar la casa de Máximo Espinosa. Vemos como en los variados textos se relata este hecho en diferentes formas literarias pero sin adulterar el suceso relevante que motivó la derrota de Walker y sus secuaces.

Con lo historiógrafos generalmente sucede lo que con los gramáticos, son muy rígidos en sus normas y van al relato escueto, a la regla que la gramática señala, de ahí que los historiógrafos no sean siempre los mejores narradores ni los gramáticos los mejores escritores. Por eso, su escogencia no fue la más acertada. Gámez a pesar de ser uno de nuestros más reconocidos historiógrafos no hace referencia de la entrada de Walker a Rivas, a Mongalo ni lo menciona. Usted anota que tampoco habla de la quema del mesón, no tenía porque hacerlo, Mongalo no quemó ningún mesón, sino la casa de Máximo Espinosa. El mesón de don Francisco Guerra conocido como el “Mesón de Guerra” fue el que quemó Juan Santamaría el 11 de abril de 1856, en la segunda batalla de Rivas. Gámez biógrafo de Walker en su obra ¿Quién era Walker?, publicada en el diario “El Cronista” de San Salvador, sin fecha, al referirse a la primera batalla de Rivas lo hace en forma breve, sin mencionar la entrada de Walker a dicha ciudad ni citar a Mongalo. En cuanto a que “Walker fue completamente batido el 27 de junio” se advierte que se trata de un error de fecha, un lapsus cálamo. Estas omisiones y errores de Gámez son inexplicables y se desconoce la causa que los motivan, a no ser sus nexos familiares con Máximo Espinosa.

Jerónimo Pérez hace constar que estando los filibusteros encerrados en la casa de Máximo Espinosa “el distinguido joven don Manuel Mongalo, A PECHO DESCUBIERTO SE APROXIMÓ A LA CASA APLICÁNDOLE FUEGO PARA INCENDIARLA”. Jerónimo Pérez es contemporáneo de los hechos de 1855-1857, cuya obra “Memorias para la Historia de la Revolución en Nicaragua”, contiene una introducción fechada en Nancimí el primero de mayo de 1855, es decir, diez años después de los sucesos de Rivas.

A continuación usted incluye el relato del propio William Walker, principal protagonista de esos hechos. Walker era escritor, médico, especializado en oftalmología, abogado y periodista, egresado de las Universidades de Nashville, Filadelfia, La Sorbona y de la Universidad Alemana de Heidelberg –además de filibustero--.

Walker es quien en forma más patética describe su trágica derrota en la primera batalla de Rivas, en su obra “La Guerra de Nicaragua”.

“Poco después de la puesta del sol, los vecinos de San Juan del Sur vieron desfilar por las calles del pueblo y alojarse en el cuartel situado cerca de la playa, unos cuarenta y cinco hombres de los cuales varios venían heridos, otros sin sombrero, otros descalzos y todos enlodados y arrastrando sus rifles”.

“En aquel momento el aspecto de la FALANGE no era imponente, pero lo que saben descifrar el semblante de los hombres, podían leer en el de aquellos, la entereza con que sufrían los golpes de la adversidad. Ni en su manera de marchar ni en sus ademanes había vacilaciones”.

A esta clase de soldados de fortuna, de rifleros implacables, se habían enfrentado nuestros soldados chapioyos, nuestros obreros, campesinos y artesanos, nuestros maestros de escuela y jóvenes humildes, solo protegidos por el coraje del patriotismo y la decisión de defender la soberanía y la libertad amenazadas.

Así terminó lo que Walker llama “la primer batalla de Rivas”.

“En la huida Walker dejó perdida una cartera de cuero marcada con su nombre y en la cual llevaba el contrato celebrado entre Byron Cole, la cesión de ese contrato a Walker, la nota en que Castellón le daba la bienvenida y lo invitaba a pasar a León, la carta de naturalización, el despacho de Coronel, el nombramiento de primer jefe de la columna democrática expedicionaria por el departamento de Rivas, la designación del General Espinosa prefecto de ese departamento y el libro talonario de títulos de propiedad por setenta caballerías cada uno”.

En las púas del alambre de la cerca, de una hacienda, quedó prendida de las cadenas de tiro galvanizadas una espada de vaina de acero con el nombre de William Walker, grabado en dorado y una faja del galón amarillo”. Esta espada fue propiedad por mucho tiempo de don Zacarías Malespín en la ciudad de Jinotega, y exhibía los 14 de septiembre en la casona de San Jacinto.

Sin desestimar la importancia y el valor de la brevedad, no extraña mucho que el doctor Pérez Valle pare mientes en expresiones consideradas como lugares comunes del lenguaje. “Lluvia de balas”, “A pecho descubierto” y otras de uso frecuente, que en nada alteran la verdad de un hecho histórico ni lo vuelven deleznable.

Lo graves, es que el historiógrafo pueda deleznarse y falsear lo esencial de un hecho, y eso sí es tergiversar la verdad histórica.

Alguien dijo: “Que cuando no se tiene héroes se hace necesario inventarlos”. Nosotros no tenemos necesidad de tal consejo, aquí en donde los héroes son tan abundantes como los dioses de la antigua Grecia.

Pero debemos –sin faltar a la verdad esencial de los hechos históricos—exaltar nuestros valores para estímulo de la juventud porque aunque somos un pueblo de héroes, la raza de Judas y Caínes, que por desgracia abundan tanto, todavía no se extingue.

Mongalo es el primer nicaragüense que con un grupo de compañeros defiende en el siglo XIX, la Soberanía Nacional de Centroamérica, amenazada por el filibustero William Walker.

Mongalo es el primer centroamericano que enarbola la antorcha de la libertad, iniciando el glorioso desfile de los héroes en la “Guerra de los Libertadores para matar la Guerra de los Opresores”. Mongalo es el primer maestro nicaragüense que marcó la ruta del honor nacional, y sobre cuya huella han marchado los maestros inmolados por la Patria y la Revolución.

La hazaña de Mongalo no se realizó con el heroísmo de los héroes de Carlyle, sino con el talento y patriotismo de un maestro nicaragüense.


J. SANTOS RIVERA

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LOS ENREDIJOS DEL PROFESOR RIVERA. Por Eduardo Pérez-Valle. En: Nuevo Amanecer Cultural. Sábado 24 de Octubre, 1987. Pág. 4.

Ante todo debo dejar establecido que el escrito del profesor Rivera que aparece en el NUEVO AMANECER CULTURAL del 26 de septiembre como carta dirigida a mí en realidad no es tal cosa. Al ver el titular tan ostentoso no dejé de alegrarme, pues imaginé que el profesor venia explicar de dónde había sacado a Mongalo con la antorcha en la mano, avanzando en medio de las balas hasta el cuartel enemigo, para lanzarla e incendiarlo. Pero nada. De eso ni una palabra. El héroe sigue con la antorcha en la mano hasta que el profesor Rivera le tenga compasión, y quizás le de su ayudadita.

Desde la entrada el profesor adopta una actitud de dómine atarantado que va desbarrando a diestra y siniestra contra todo lo que encuentra. Pretende “criticarme”, echando al fuego o a la basura todo mi escrito sobre Mongalo, para así tal vez liberarse de la cita suya, que tanto lo mortifica. Pero más que criticar (una critica bien fundamentada para mí siempre será bienvenida) yo diría que lo que hace es enrevesar las cosas, trastocar y adulterar el sentido de mi escrito ¿Pretenderá que queden vigentes sus invenciones  contra los testimonios que yo cito? Todo puede esperarse. En relación al coronel Borge Morales y Ortega Arancibia, honestamente señalé la diferencia: el primero es “muy condensado”, mientras que el otro “narra con todo detalle”. De ahí el profesor concluye que yo concluyo que el coronel Borge “todavía no es muy confiable”. ¿Habráse visto?

La “crítica” del profesor queda descabezada cuando confiesa en su párrafo séptimo que no entiende lo que lee. (Me parece que aquí se denuncia un caso de ribetes freudianos). A pesar de todo, sigue agregando párrafos y más párrafos, hasta cerca de treinta, unos repitiendo lo que yo dije, otros tergiversándolos; otros con ciertas pretensiones de literatura barata, justificando el recurso de los “diferentes estilos y formas de lenguaje” en la narración histórica, pero “sin tergiversar lo principal del suceso”, “sin adulterar el suceso”. ¡Vaya! Por fin el profesor vio claro (hasta en el párrafo once) y debió haber comprendido que no se puede poner al Héroe con una antorcha en la mano, en medio de las balas, avanzando hasta el cuartel enemigo para incendiarlo, cuando en realidad es que vino por dentro del corredor de la casa vecina, con una manta con petróleo en la punta de una lanza, con la que dio fuego a soleras y cañas del techo de esa casa, propagándose el incendio al cuartel de los filibusteros.

Adelante, el profesor hace un esfuerzo por zafarse de sus propias amarras, inventando el subterfugio de lo que llama “lugares comunes del lenguaje”: nada importa hablar de “lluvias de balas” o “pecho descubierto” aunque no se presenta ninguna de estas cosas en el hecho histórico que se registra, lo grave –dice—“es falsear lo esencial de un hecho; eso sí es tergiversar la verdad histórica”. Según este criterio, al consignar la muerte de un gran hombre, no importa que haya muerto de un balazo o de un garrotazo, o tal vez de hambre. Conclusión ribereña: que no interesa a la verdad histórica que Mongalo haya traído en la mano una antorcha, un candil o un soplete; ni que haya venido corriendo, caminando o bailando; lo que interesa es la “versión esencial”. Por mi parte, insisto en mi preocupación original: que la hazaña de Mongalo no se realizó con la ciega temeridad que se ha querido atribuirle pintándolo con la antorcha encendida bajo la lluvia de balas, sino con elevado patriotismo iluminado por una vivaz inteligencia, cual correspondía a un espíritu privilegiado con una temprana vocación de maestro. Así pudo ponerse en primera fila, cual le correspondía, desafiando el peligro que los otros temían. Insisto en mi criterio de que para determinar los actos heroicos y evaluarlos, no caben las ficciones ni las exageraciones de que hace gala el profesor Rivera. Que sí el hecho es en verdad heroico no las necesita; y si no lo es las hipérboles ridículas.

Obligados a releer el escrito del profesor publicado en EL NUEVO DIARIO del 3 de julio, encontramos varias curiosidades en la que no habíamos reparado. Para él en 1855 Mongalo, de veintiún años, que ya había vuelto de California, permanecía en Rivas, entregado a la enseñanza y a escribir “algunos textos escolares”. Sólo se sabe de un Compendio de Geografía, un folletito de veinticuatro páginas, que publicó en 1861, cuando ya era director del colegio de señoritas de Rivas y gozaba del aprecio y distinción del presidente Martínez. Pero dejemos al profesor Rivera que continúe sus desvaríos: “Inesperadamente –dice—aparecieron en las costas de San Juan del Sur los invasores filibusteros jefeados por William Walker, amenazando a Rivas”… ¡Vaya patraña! Pues no fue inesperadamente: todo lo contrario, se había tenido aviso y se los estaba esperando. Pero el portentoso profesor lo ignora, y sigue desbarrando: “El maestro Mongalo dio la voz de alarma infundiendo la necesidad de la defensa y de resistir hasta la muerte si fueres necesario, antes de caer bajo el dominio avasallador de los invasores. Es así como todos se aprestan a las armas dispuestos a defenderse hasta expulsar a los filibusteros”. ¿Habráse visto mayor infundio? Mongalo ya no es sólo el héroe del mesón, sino el promotor de la defensa de Rivas, que sin él no se hubiese intentado. Dejemos que el profesor continúe su lección: “Pero la astucia y la superioridad de las armas hacen que el enemigo avance hasta el centro de la ciudad, en donde logra apoderarse de la casa de don Máximo Espinosa en la cual se fortifica y continúa atacando”. ¡Cosas Veredes! El mesón de Espinosa, situado hacia el extremo noreste de la ciudad, el profesor taumaturgo se lo lleva, sin grúa y sin esfuerzo, al centro, adonde no lograron llegar los filibusteros, al menos por esta vez; y lo conquistaron, ya no es que el servil de Espinosa los alojó en él.

Continuando las revisiones a que me obliga tanto embuste, y para provecho de los lectores, debo atender al momento en que el profesor se empina y con voz retumbante afirma: Gámez no tenía por qué hablar de la quema del mesón, Mongalo no quemó ningún mesón, sino la casa de Máximo Espinosa. Y se pone a divagar sobre el mesón de Guerra, que no juega ningún papel en este asunto. Pero ¡Cuánto valor engendra a veces la ignorancia! La casa de Espinosa ocupaba la esquina noreste de la última manzana construida hacia el Oriente, calle por medio, al Sur de la casa de Cubero. Esto era ya en el límite de la ciudad. Amplia y confortable para la época, la casa de Espinosa tenía gruesas paredes de adobe que de hecho la convertían en una fortaleza. Tanto por su construcción, como por su ubicación y por el interés del propietario; desempeñó en diversas ocasiones el oficio de mesón, y así se cita en diversos documentos. Recordemos de paso que en Nicaragua tuvimos abundantes mesones en todas las ciudades, en la acepción de posada o alojamiento con cabida hasta para los caballos y los coches, algunos de los cuales con el tiempo se transformaron en ventas o mercados; y la casa, aunque dejara de serlo, continuaba por mucho tiempo llamándose mesón. Así, pues, no hay que asustarse de que en Rivas hubiese en aquel tiempo siquiera dos mesones, el de Espinosa y el de Guerra, que es el que conoce el profesor Rivera, y quién sabe cuántos más. Aquí recuerdo el precioso testimonio del veterano rivense de ochenta y cinco años don José Arcia, que recogió el Dr. Ramón Romero en 1922: habla del “mesón de Espinosa”  y, por otro lado, del “mesón de Guerra”. También están las declaraciones acerca del incendio del “mesón de Espinosa” del veterano capitán Policarpo Rocha, recogidas por el Dr. José Bárcenas Meneses. Al mesón de Espinosa también se refieren, entre los modernos, coetáneos del profesor Rivera, los doctores Horacio Argüello Bolaños, Juan de Dios Vanegas; y don Luis Cuadra Cea.

Después del desastre que le acarrearon las emborronadas cuartillas publicada el 3 de julio, es innegable que el profesor del cuento ha comenzado a escudriñar; aunque le faltan muchos años y dedicación para que esté en capacidad de producir frutos meritorios. Lo muestran algunos de los treinta párrafos de su “carta”. Mientras deja a Mongalo con la antorcha en la mano bajo la lluvia de balas, él se solaza mostrando algunas de esas curiosidades de almanaque que tanto le agradan; sin mencionar las fuentes, claro está, para lucir mejor sus ínfulas de sabihondo, cita los documentos perdidos por Walker en Rivas a la hora de la huida, así como la espada, que se quedó pegada en una cerca. Son citas apresuradas, desordenadas, con ánimo de recargar la atención y fatigarla, cuyo contenido está amplia y buenamente expuesto en Pérez, Ortega Arancibia y El Defensor del Orden, periódico de la época, reproducido posteriormente.

Aprovechando este retorno forzado a un tema que para mí estaba cerrado, permítaseme contribuir un tanto a la definición total de la figura  heroica de Mongalo, recordando dos documentos que han permanecido como olvidados o relegados, a pesar de que arrojan luces definitorias.

El primero es el Parte Oficial de las acciones  del 29 de junio de 1855 por el Comandante en Jefe de las fuerzas del Departamento Meridional, coronel Manuel G. del Bosque, español de origen, ascendido después a coronel efectivo y más tarde a general, “al servicio de la legitimidad de la causa centroamericana contra el filibusterismo”. El parte da cuenta de que el combate comenzó a la una de la tarde, para otorgar el triunfo hasta las seis. Informa de 35 muertos del ejército  y de 28 heridos; y de 26 de los atacantes, 14  yanquis y 12 nicas, que quedaron en el campo de batalla. Hace diversas menciones de patriotismo ejemplar; y cita como acreedores a la consideración y al premio del Supremo Gobierno a 14 personas, desde el comandante del puerto, capitán Manuel Argüello, hasta los soldados Juan Espinosa y Pedro Almanza:

“Todos se han distinguido con intrepidez entre los valientes”—concluye. Pero aquí no hay mención ni de Mongalo ni del incendio, como si nunca hubiese existido.

Por otra parte, Ortega no deja muy bien parado a este coronel Bosque, a quien describe como uno de esos tipos nada emprendedores, pero que sí aprovechan la oportunidad para sacar ventaja. Quiso despojar al sargento Sandoval de la espada de Walker que había encontrado, aduciendo su coronelato.  A Granada llegó con la espada a decir que él había matado a Walker luchando brazo a brazo, y se la había quitado. Bosque fue ascendido a coronel efectivo. Se ve que esto era lo que buscaba; por su propio interés, como Comandante en Jefe creyó más conveniente atribuir el triunfo al esfuerzo estrictamente militar, al combate sostenido por cinco horas, olvidándose de Mongalo y de su acción heróica.

El otro documento que quiero recordar es el Parte Oficial del Prefecto y Gobernador Militar del Departamento de Rivas, señor Eduardo Castillo, que en su parte final dice:

“Nada otra cosa considero digna por ahora de comunicar a V.S. respecto de las ocurrencias a que me vengo refiriendo, sólo si el recomendarle como de justicia al Subteniente José Góngora, que el día de la acción fue uno de los que más se distinguieron por su valor; al Subteniente cívico don Emmanuel Mongalo, que en unión de un soldado también cívico de los que vinieron de esa ciudad, clavaron un mechón encendido en la casa de Máximo Espinosa, donde fueron últimamente reducidos y rodeados por todo el contorno los filibusteros, y se hacía precisa la operación del incendio; mas como ya representaba un peligro nada menos que de la vida para su ejecución, se ofreció un premio de cincuenta pesos al que la realizase; y ganado éste por los dos cívicos referidos, el Sr. Mongalo se ha hecho aún más digno de la consideración pública, porque rehusó la parte que le cupo en favor del Gobierno; y aunque también se distinguieron un Teniente y un Subteniente de las tropas de mi mando, por modestia me abstengo de nombrarlos”.

Sobre la misma acción, después de un siglo, en 1955, se realizó una rápida investigación por importantes intelectuales devotos de la historia.

El Dr. Juan de Dios Vanegas recordó lo escrito por él en su libro Por tierras fecundas (1925), donde pone a Nemesio Fajardo como el compañero de Mongalo en la quema del mesón, ese compañero de quien habla don Eduardo Castillo, sin dar el nombre.

El doctor José Bárcenas Meneses aportó las informaciones del veterano capitán Policarpo Rocha, presente en el incendio; el jefe ofreció un premio  a quien quemara el edificio, pidió que diera un paso al frente quien quisiera hacerlo; lo dieron Mongalo y Nery Fajardo. Terminada la acción se quiso entregar a cada uno veinticinco pesos. Mongalo no quiso recibirlos, diciendo que él había incendiado el mesón por patriotismo, no por dinero. Fajardo dijo: “yo los recibo, por los necesito”. Este Fajardo, alias Corcheta, bien conocido por Bárcenas cuando éste era un niño, vivía en una huertecita cerca del puente de la Calle Atravesada, al poniente del Hotel Harold. (Haroll copia Arellano) Siendo el cívico granadino a quien Castillo se refiere honrosamente en el Parte Oficial, el Dr. Bárcenas pedía que se hiciera “algo por la memoria de Fajardo, como se ha hecho por Mongalo, pues tanto hizo uno como el otro en tan heroico acto”. Un hijo de Fajardo era portero en 1955 de las oficinas abogadiles del Dr. Horacio Argüello Bolaños. Declaró que su padre, de nombre Felipe Nery Fajardo, con Mongalo se ofreció voluntario para el incendio del mesón; que se deslizaron pegados a las paredes, bajo las claraboyas que sostenían las armas de los filibusteros; y las teas fueron pegadas en los aleros de la casa.

                                                        Managua, Septiembre de 1987


NERY FAJARDO (a) Corcheta. En carta del doctor José Bárcenas Meneses al doctor Felipe Rodríguez Serrano, del 5 de octubre de 1955, publicada en Revista de la Academia de Geografía e Historia, tomos XXVI y XXVIIm, núms. I-IV, enero a diciembre, 1963, p. 5).

** Máximo Espinosa, gobernador de Rivas, convino con los aventureros Horusby y De Brissot que traerían hombres bajo su mando para quitar a los legitimistas el Castillo del San Juan.




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