“El héroe se pone adelante, en primera
fila, desafiando el peligro que los otros
temen, el que si no es vencido a tiempo
acabará por destruirlos a todos”.
T.
Carlyle.-
Siempre en ocasión del 29 de junio se publican
trabajos periodísticos rememorando la hazaña de Mongalo en la que se ha llamado
“primera batalla de Rivas”. Sólo que con muy sana intención y entusiasmo
desbordante se gasta mucha fantasía y se introducen datos falsos, por lo que el
enfoque resulta deleznable. Vayan dos ejemplos recientes:
“Cruzó la calle de El Porvenir en medio de una lluvia
de balas, se situó contra la pared del mesón y clavó la bayoneta encendida en
un alero”, dice Sofía Montenegro en Barricada del propio 29 de junio del 87. Y
el profesor Santos Rivera, en El Nuevo Diario del 3 de julio, nos dice: “En
medio de las balas avanza con una antorcha encendida, logra llegar al cuartel
enemigo, lanza la antorcha y las llamas envuelven en fuego y humo la casa en
donde se fortifica. El miedo se apodera de los filibusteros que huyen en
desbandada abandonando la ciudad de Rivas con un alto costo de muertos y
heridos”.
Para trazarnos
un cuadro veraz, confiable, de los hechos que nos ocupan es
indispensable dar una hojeada a los autores tradicionales, a las fuentes
primarias que los detallan.
Siguiendo esta línea notamos en primer lugar que Gámez, rivense, en el capítulo XXI dela Tercera Parte de su Historia,
que es donde corresponde, ni siquiera menciona la entrada de Walker a Rivas, no
registra la acción de Mongalo ni la quema del mesón. Sólo pone a Walker
completamente abatido el 27 de junio, dejando once muertos y escapando con los
43 hombres restantes por el lado de San Juan del Sur.
Siguiendo esta línea notamos en primer lugar que Gámez, rivense, en el capítulo XXI de
Jerónimo Pérez hace constar que estando los
filibusteros encerrados en la casa de Máximo Espinosa, el “distinguido joven
don Manuel Mongalo”… “a pecho descubierto, se aproximó a la casa aplicándole
fuego para incendiarla”. Oportunamente –agrega—apareció en esos momentos el
comandante de San Juan del Sur, Teniente Coronel Manuel Argüello, con su
compañía, y atacando a los filibusteros por el flanco izquierdo los puso en
dispersión.
Veamos, narrado por el propio Walker, cómo ocurrieron
los hechos: los yanquis habían procurado entrar a Rivas por el norte, “para
asegurarse de las casas de la hacienda de Maliaño o de las de Santa Úrsula, dos
plantaciones de cacao a la entrada de la ciudad, que ofrecían posiciones
favorables para que atacasen o defendiesen la plaza”.
El fuego inicial de los defensores fue contestado
vivamente por los rifles filibusteros, quienes se lanzaron adelante demostrando
ardor combativo. Los legitimistas retrocedieron precipitadamente hacia la
plaza; la colina de Santa Úrsula fue ganada por los invasores, que a culatazos
abrieron puertas y talanqueras y pronto tomaron posesión de las casas de la
cima. La orden era marchar a paso de carga hasta la plaza, con flancos y
retaguardia protegidos por los cien hombres de Ramírez Madregil; pero éstos se
rezagaron y las bestias de carga avanzaban lentamente. En Santa Úrsula,
Crocker, encargado con Kewen de dirigir el avance, se vio obligado a confesar a
Walker: “Coronel, los hombres no quieren y no puedo hacerlos avanazar”.
Entonces el coronel Manuel Argüello, recién llegado de
San Juan del Sur, atacó vivamente el flanco izquierdo. Los yanquis fueron
reconcentrados “en una gran casa de adobes cerca de la colina de Santa Úrsula /
el mesón de Espinosa / y en algunas casas pequeñas / de Pedro Cubero / al otro
lado de la calle; se abrieron las municiones y se puso a cubierto toda la
tropa. Ramírez Madregil nunca llegó; y marchó con su gente hacia la frontera
con Costa Rica. Los legitimistas, cuando observaron “el desaparecimiento de
Ramírez, comenzaron a estrechar a los filibusteros por todos lados, haciendo
esfuerzos por atacar las casas desde donde los rifles hacían grandes estragos”;
intentaron utilizar un viejo cañón de a cuatro, el que fue abandonado tras una
carga de los yanquis. “Entonces los legitimistas quisieron pegar fuego a las
casas ocupadas por los democráticos, logrando incendiar el techo de una de
ellas”. “Para entonces había más de quince yanquis muertos o heridos. No
quedaban más que treinta y cinco aptos para la pelea. La acción había comenzado
a las doce del día, y eran cerca de las cuatro cuando se dio la orden de
prepararse para la retirada. Hubo que dejar a varios de los heridos”. “El
enemigo, protegido por la espesura del monte, se había reunido en bastante
número cerca de las casas cuando se dio la orden de retirada. Al salir la
partida dio un grito que hizo volver la cara y ponerse en fuga desordenada a los enemigos más próximos. El resto de
legitimistas, paralizados, permanecieron esperando ser atacados por todas
partes. Así la Falange
escapó del peligro con la pérdida de sólo un hombre”. Al comienzo del ataque a
Rivas los legitimistas tenían probablemente 500 hombres en la ciudad,
reforzados después por los 75 u 80 que llegaron con Argüello. Según los
informes más auténticos tuvieron al menos 80 muertos y otros tantos heridos.
Los yanquis tuvieron 6 muertos y 12 heridos. “Y cinco de sus heridos
abandonados fueron asesinados bárbaramente por el enemigo, y sus cuerpos
quemados. Después de un día semejante, los legitimistas no quedaron con ganas de
perseguir a los que les habían dado una primera muestra del poder de sus
rifles”. Guiada por un nicaragüense, Mayorga, que había permanecido casi todo
el tiempo con los yanquis y que era un buen conocedor de las cercanías de
Rivas, “la pequeña columna se retiró por entre las plantaciones de cacao,
buscando un camino que los condujese hacia la ruta del Tránsito”, dice Walker;
pero en realidad se fugaban en dirección contraria, hacia el noreste, buscando
poner distancia con el enemigo. Marcha azarosa. Al paso de lo heridos.
Empezaba a oscurecer cuando pudieron dar con el camino de Rivas a San Jorge,
hacia su parte media; y llegaron a las rondas de San Jorge: todas las puertas
cerradas y todos los perros ladrando a los filibusteros en retirada. Aquí Walker
ordenó al guía buscar la ruta del Tránsito por el camino más excusado; y pronto
los llevó por un desecho junto al camino entre Rivas y La Virgen , de suelo fangoso
que se tragaba las extremidades hasta la rodilla. Era pesado y constante el
temor de ser perseguidos. A eso de la medianoche los fugitivos acamparon junto
a una choza abandonada, a unas dos millas de la ruta del Tránsito, donde se
quedaron hasta el amanecer. Cerca de las nueve de la siguiente mañana
alcanzaron dicha ruta a unas dos o tres millas de La Virgen. Hasta aquí las
confesiones de Walker.
Inspirados por la fechorías de Walker, inficionados
por su libro sobre La guerra en Nicaragua, han venido abundantes autores
que encaraman al filibustero en el sitial de los héroes, mártir de un “ideal”
grandioso, pero que en realidad era lo más negativo y compendiaba lo más
abominable que ha podido engendrar la humanidad. De esta cáfila entresacamos a
William Scroggs, profesor yanqui, y a su discípulo nicaragüense Alejandro
Hurtado, bien conocidos entre nosotros por la edición no muy antigua de sus
obras. El primero llegó a la conclusión de que “pocos habrá que se atrevan a
negar que el triunfo de Walker en Nicaragua hubiera redundado en provecho de la
civilización”. El otro llegó más lejos y degenera en franca abyección: nombra a
los filibusteros “raza de luchadores audaces, que conquistó el interior del
territorio de los Estados Unidos, en combate abierto contra toda clase de
adversidades; raza que logró desarrollar en desiertas extensiones una
civilización más avanzada que la europea”; y llama a los hijos de yanquis con
nicaragüenses “brotes de una raza mejor”. Scroggs trata de explicar los
acontecimientos señalando que cuando los nicaragüenses de refuerzo huyeron a
los primeros disparos, y cinco filibusteros habían sido muertos y doce estaban
heridos, sólo quedaban treinta y ocho para pelear contra una fuerza abrumadora.
Y cuando los legitimistas prendieron fuego a las casas que servían de refugio,
no le quedaba a Walker otro camino que tocar la retirada. Entonces “los
sitiados, volando tiros y pegando gritos, rompieron de improviso con gran
ímpetu en las calles”… Aquí cabe recordar que la marcha fue con gran ímpetu,
pero no hacia las calles, sino hacia el monte, en busca de los cacaotales, donde
poder esconder el bulto. Hurtado repite que “los cien nativos comandados por
Ramírez se desbandaron y huyeron a los primeros disparos, dejando a los yanquis
solos”, ¡terriblemente solos! Cuando los legitimistas concibieron el plan de
incendiar las casas en que los gringos se habían refugiado y lo realizaron
“establecieron para Walker el precedente de usar el fuego como arma ofensiva,
que tan siniestramente usó él después de Granada”. ¡Fue, pues, el mal ejemplo
de los nicaragüenses, sus malas enseñanzas, los que transformaron a aquellos
benefactores salvajes!
Pero es hora ya de que dejemos la cita de estas
versiones, falsas unas, tendenciosas otras, y atengámonos a los testimonios de
quienes estuvieron presentes en los hechos y hasta participaron en ellos.
Primero el del Coronel Manuel Borge Morales, testigo presencial, veterano de la Guerra Nacional , muy
condensado, como que fue escrito 68 años después de los sucesos. “Los nuestros
se reconcentraron a la plaza –dice el Coronel Borge—y los filibusteros los cargaron
con vigor hasta ocupar la casa de Santa Úrsula, pasando más delante de la de
don Máximo Espinosa. En aquel momento el Coronel Ramírez (a) Madregil abandonó
a Walker desfilando con su gente por el lado de la iglesia de San Francisco,
encaminándose hacia la frontera de Costa Rica”… “Detenidos los yanquis en su
empeño de llegar a la plaza, apareció procedente de San Juan del Sur el Coronel
Manuel Argüello, quien atacando con vigor al enemigo lo obligó a refugiarse en
la casa de adobes de don Máximo Espinosa
y en la casa de don Pedro Cubero, separadas por la calle. Desde esas casas nos
hicieron gran daño los filibusteros, pues con calma ponían en práctica su
mortífera puntería”… “Los nuestros, faltos de elementos para destruir
fortificaciones, se veían en situación dificilísima para desalojarlos, y
entonces fue cuando el Coronel Bosque tuvo la
feliz, pero peligrosa idea de ponerle fuego a la casa, y al efecto buscó entre la
tropa un voluntario que quisiera exponer su vida en tan arriesgada comisión. El
patriota Emmanuel Mongalo oye la propuesta del jefe, y comprendiendo el alcance
del pensamiento, corre presuroso a ponerse a su orden, y un momento después la
casa ardía, obligando a Walker a desocuparla”… “Se lanzaron fuera de la casa
como fieras acosadas por los cazadores, tomando por dentro de las haciendas,
con dirección a San Jorge, en busca del camino de La Virgen para llegar al del
Tránsito y encaminarse hacia San Juan
del Sur, a donde con paso lento y arrastrando los rifles, llegaron a las 6 de
la tarde del 30 de junio”.
Pero quien narra con todo detalle y veracidad las
incidencias del 29 de junio es el historiador masayés Francisco Ortega
Arancibia, Mayor del ejército legitimista y de gran responsabilidad en la
defensa de Rivas.
“La casa que ocupaba Walker –dice—era la última de la
manzana con casas; la siguiente al este era larga, desierta, sin casas ni
cercas, cubierta de yerbas y árboles de higuera, al término de la cual había
una tapia de adobes, con unas troneras bajas, que yo conocía bien; y tomé
cuatro soldados y un cabo y los llevé”… “Los coloquen las troneras, de la
cuales comenzaron a hacer fuego; al regresar, Carazo y los otros amigos me advirtieron
con interés el peligro, y que me atravesara corriendo; así lo hice, pero
fijándome mucho hacia el punto de donde me hicieron los disparos de las balas,
pues pasaron silbando: dos brazos desnudos habían salido por la ventana de la
casa de Cubero, que estaba al frente de la que ocupaban los yankees. No cabía
duda, aquellos eran cazadores que nos habían asesinado a tantos hombres. Se lo
expliqué a aquellos amigos y estuvimos de acuerdo en que se les debía quitar la
casa a todo trance, porque sin esa atalaya no se podrían sostener en la casa de
Espinosa, porque de allí se les atacaría de flanco, y de las claraboyas de la
tapia, de frente, dejándoles libre el otro flanco, para quitarnos de encima los
rifles de precisión y los cazadores, nos vinimos todos para donde don Eduardo
/Castillo/, quien estando de acuerdo nos acompañó al lugar por donde debía
darse el asalto de la casa de Cubero. Se peleaba bajo la lluvia; el terreno del
intermedio que dividía las calles en que estaba la casa de Espinosa de la en que
estábamos era quebrado, de manera que no nos veíamos lo unos a los otros,
estando fuera de la visual de los cazadores. Para la operación bastaban seis
hombres de la tropa, comandados por un oficial brioso y resuelto: se presentó
un joven Castillo, sobrino de don Eduardo, que entendido de las instrucciones
del caso, partió cubierto por la vegetación, hasta unas cinco varas distante
del corredor de la casa; les hicieron una descarga de fusilería y ellos
huyeron, dando nuestras tropas un viva atronador, viva que se repitió en todos
los puestos ocupados por los nuestros en la ciudad y se reforzó con más tropa
la casa de Cubero. La atalaya estaba en nuestro poder y Walker perdido. Una
lanza con una manta amarrada cerca de un extremo que el joven Mongalo, entrando
por dentro del corredor de la casa vecina de la que ocupan los aventureros,
prendió empapada en petróleo, incendió las soleras y las cañas del techo,
pasándose las llamas a la casa de Espinosa, que pronto quedó toda ardiendo, y
los filibusteros la abandonaron, huyendo por el lado noreste; y los vencedores
los persiguieron hasta el cerco de alambre de una hacienda de cacao inmediata”.
Queda claro, pues, que “se peleaba bajo la lluvia”,
como dice Ortega; pero no era aquella una lluvia de balas contra Mongalo, ni
éste avanzaba impertérrito “con una antorcha encendida” para lanzarla contra el
cuartel enemigo. Aquí se luchaba con inteligencia, que al fin se impuso sobre
la estúpida ferocidad del gringo. La hazaña de Mongalo no se realizó con el
heroísmo ciego que se ha querido atribuirle pintándolo con la antorcha
encendida bajo la lluvia de balas, sino con elevado patriotismo iluminado por
una vivaz inteligencia, cual correspondía a un espíritu privilegiado con una
temprana vocación de maestro.
Dominemos nuestro entusiasmo y pongamos mayor cuidado
en la determinación de los actos heroicos y en la evaluación del heroísmo. Nada
de ficciones ni de exageraciones. Que si el hecho es en verdad heroico no las
necesita; y si no lo es, las hipérboles resultan ridículas.
Eduardo PÉREZ-VALLE
Managua, julio de 1987.-
CARTA AL DOCTOR
EDUARDO PÉREZ VALLE. Por
José Santos Rivera. En: El Nuevo Diario, 26 de septiembre de 1987.
Estimado Doctor:
Leí su interesante artículo publicado en “NUEVO
AMANECER CULTURAL”, del sábado 8 de agosto de 1987, intitulado “LA VERDADERA HAZAÑA
DE MONGALO”, ilustrado con la figura a pluma del maestro inmortal, y un
epígrafe de T. Carlyle que define al héroe en un concepto antiguo, distinto al
que usted mismo concibe en los últimos párrafos de su trabajo.
Considero muy importante para un mejor conocimiento de
los jóvenes y lectores de “NUEVO AMANECER CULTURAL”, que reproduzca algunas de
las diferentes versiones de autorizados
historiógrafos y cronistas de la época, quienes recibieron de primera mano la narración
de hechos trascendentales de nuestra historia o participación en la acción en
que tuvo lugar la memorable hazaña de Mongalo, en la primera batalla de Rivas,
el 29 de junio de 1855.
Usted inicia su trabajo afirmando que “PARA TRAZARNOS
UN CUADRO VERAZ, CONFIABLE DE LOS HECHOS QUE NOS OCUPAN, ES INDISPENSABLE DAR
UNA OJEADA A LOS AUTORES TRADICIONALES, A LAS FUENTES PRIMARIAS QUE LOS
DETALLAN”. Que siguiendo esta línea notamos en primer lugar que Gámez, rivense,
en el Capítulo XXI de la Tercera Parte
de su historia, que es donde corresponde, ni siquiera menciona la entrada de
Walker a Rivas, no registra acción de Mongalo ni la quema del mesón” (Sic).
Sólo pone a Walker completamente batido el 27 de
junio, dejando once muertos y escapando con los 43 hombres restantes por el
lado de San Juan del Sur.
Después de Gámez otra de sus fuentes “Veraces,
primarias y confiables” es el historiógrafo Jerónimo Pérez.
A continuación incluye el relato del propio William
Walker, principal protagonista de los hechos en la primera batalla de Rivas,
invasor, filibustero y esclavista, quien su obra “La Guerra de Nicaragua”, se
empeña en justificar sus actos vandálicos y en defender el valor y la pericia
militar de sus secuaces.
Pero todo lo que usted transcribe como relatos
“Veraces” y “Confiables” de los narradores
citados y que ocupan las tres cuartas partes de su artículo, todo ese
acervo informativo de la historia: Lo de Gámez, lo de Jerónimo Pérez, lo de
Walker, de repente, como si se le olvidara que son ejemplos que usted mismo
califica de “veraces, confiables y fuentes primarias que los detallan”, de
pronto, los desconoce, anula y deshecha, cuando después de unos diez párrafos
de los catorce o quince de su artículo, inquisitorialmente los condena a la
hoguera al escribir: “PERO ES HORA YA DE QUE DEJEMOS LA
CITA DE ESTAS VERSIONES FALSAS UNAS,
TENDENCIOSAS OTRAS Y ATENGÁMONOS A LOS TESTIMONIOS DE QUIENES ESTUVIERON
PRESENTES EN LOS HECHOS Y HASTA PARTICPARON EN ELLOS”.
Tal parece que tanto Gámez como Jerónimo Pérez no
fueron contemporáneos de esos hechos y
que hasta el mismo Walker fue un ausente en la Guerra Nacional y en la primera
batalla de Rivas. Y usted continúa: “Primero el del Coronel Manuel Borge
Morales, testigo presencial, veterano de la Guerra Nacional , muy condensado
como que fue escrito 68 años después de los sucesos” (relato del Coronel
Borge), para agregar:
Pero quien narra con todo detalle y veracidad las
incidencias del 29 de junio es el historiador masayés Francisco Ortega
Arancibia, Mayor del Ejército Legitimista y de gran responsabilidad en la
defensa de Rivas”.
Es decir que, de estos dos últimos, el Coronel Manuel
Borge Morales todavía no es muy confiable, sino que es Ortega Arancibia, “el
único que narra con todo detalle y veracidad las incidencias del 29 de junio”.
Pareciera –por otra parte—que usted no acepta que un hecho pueda narrarse, contarse,
relatarse usando diferente estilos y formas de lenguaje: abundante, lacónico,
metafórico, enérgico, sencillo, etc., siempre sin tergiversar lo principal del
suceso.
Lo esencial y determinante de la primera batalla de
Rivas, es la acción heroica de Mongalo que se inicia desde el momento mismo EN
QUE SE PRESENTA AL LLAMADO DEL CORONEL BORGE, DE UN VOLUNTARIO QUE “QUISIERA
EXPONER SU VIDA EN TAN ARRIESGADA COMISIÓN”, hasta que logra su objetivo:
incendiar la casa de Máximo Espinosa. Vemos como en los variados textos se
relata este hecho en diferentes formas literarias pero sin adulterar el suceso
relevante que motivó la derrota de Walker y sus secuaces.
Con lo historiógrafos generalmente sucede lo que con
los gramáticos, son muy rígidos en sus normas y van al relato escueto, a la
regla que la gramática señala, de ahí que los historiógrafos no sean siempre
los mejores narradores ni los gramáticos los mejores escritores. Por eso, su
escogencia no fue la más acertada. Gámez a pesar de ser uno de nuestros más
reconocidos historiógrafos no hace referencia de la entrada de Walker a Rivas,
a Mongalo ni lo menciona. Usted anota que tampoco habla de la quema del mesón,
no tenía porque hacerlo, Mongalo no quemó ningún mesón, sino la casa de Máximo
Espinosa. El mesón de don Francisco Guerra conocido como el “Mesón de Guerra”
fue el que quemó Juan Santamaría el 11 de abril de 1856, en la segunda batalla
de Rivas. Gámez biógrafo de Walker en su obra ¿Quién era Walker?, publicada en
el diario “El Cronista” de San Salvador, sin fecha, al referirse a la primera
batalla de Rivas lo hace en forma breve, sin mencionar la entrada de Walker a
dicha ciudad ni citar a Mongalo. En cuanto a que “Walker fue completamente
batido el 27 de junio” se advierte que se trata de un error de fecha, un lapsus cálamo. Estas omisiones y errores
de Gámez son inexplicables y se desconoce la causa que los motivan, a no ser
sus nexos familiares con Máximo Espinosa.
Jerónimo Pérez hace constar que estando los
filibusteros encerrados en la casa de Máximo Espinosa “el distinguido joven don
Manuel Mongalo, A PECHO DESCUBIERTO SE APROXIMÓ A LA CASA APLICÁNDOLE FUEGO PARA
INCENDIARLA”. Jerónimo Pérez es contemporáneo de los hechos de 1855-1857, cuya
obra “Memorias para la
Historia de la
Revolución en Nicaragua”, contiene una introducción fechada
en Nancimí el primero de mayo de 1855, es decir, diez años después de los
sucesos de Rivas.
A continuación usted incluye el relato del propio
William Walker, principal protagonista de esos hechos. Walker era escritor,
médico, especializado en oftalmología, abogado y periodista, egresado de las
Universidades de Nashville, Filadelfia, La Sorbona y de la Universidad Alemana
de Heidelberg –además de filibustero--.
Walker es quien en forma más patética describe su
trágica derrota en la primera batalla de Rivas, en su obra “La Guerra de Nicaragua”.
“Poco después de la puesta del sol, los vecinos de San
Juan del Sur vieron desfilar por las calles del pueblo y alojarse en el cuartel
situado cerca de la playa, unos cuarenta y cinco hombres de los cuales varios
venían heridos, otros sin sombrero, otros descalzos y todos enlodados y
arrastrando sus rifles”.
“En aquel momento el aspecto de la FALANGE no era imponente,
pero lo que saben descifrar el semblante de los hombres, podían leer en el de
aquellos, la entereza con que sufrían los golpes de la adversidad. Ni en su
manera de marchar ni en sus ademanes había vacilaciones”.
A esta clase de soldados de fortuna, de rifleros
implacables, se habían enfrentado nuestros soldados chapioyos, nuestros
obreros, campesinos y artesanos, nuestros maestros de escuela y jóvenes
humildes, solo protegidos por el coraje del patriotismo y la decisión de
defender la soberanía y la libertad amenazadas.
Así terminó lo que Walker llama “la primer batalla de
Rivas”.
“En la huida Walker dejó perdida una cartera de cuero
marcada con su nombre y en la cual llevaba el contrato celebrado entre Byron
Cole, la cesión de ese contrato a Walker, la nota en que Castellón le daba la
bienvenida y lo invitaba a pasar a León, la carta de naturalización, el
despacho de Coronel, el nombramiento de primer jefe de la columna democrática
expedicionaria por el departamento de Rivas, la designación del General
Espinosa prefecto de ese departamento y el libro talonario de títulos de
propiedad por setenta caballerías cada uno”.
En las púas del alambre de la cerca, de una hacienda,
quedó prendida de las cadenas de tiro galvanizadas una espada de vaina de acero
con el nombre de William Walker, grabado en dorado y una faja del galón
amarillo”. Esta espada fue propiedad por mucho tiempo de don Zacarías Malespín
en la ciudad de Jinotega, y exhibía los 14 de septiembre en la casona de San
Jacinto.
Sin desestimar la importancia y el valor de la
brevedad, no extraña mucho que el doctor Pérez Valle pare mientes en
expresiones consideradas como lugares comunes del lenguaje. “Lluvia de balas”,
“A pecho descubierto” y otras de uso frecuente, que en nada alteran la verdad
de un hecho histórico ni lo vuelven deleznable.
Lo graves, es que el historiógrafo pueda deleznarse y
falsear lo esencial de un hecho, y eso sí es tergiversar la verdad histórica.
Alguien dijo: “Que cuando no se tiene héroes se hace
necesario inventarlos”. Nosotros no tenemos necesidad de tal consejo, aquí en
donde los héroes son tan abundantes como los dioses de la antigua Grecia.
Pero debemos –sin faltar a la verdad esencial de los
hechos históricos—exaltar nuestros valores para estímulo de la juventud porque
aunque somos un pueblo de héroes, la raza de Judas y Caínes, que por desgracia
abundan tanto, todavía no se extingue.
Mongalo es el primer nicaragüense que con un grupo de
compañeros defiende en el siglo XIX, la Soberanía Nacional
de Centroamérica, amenazada por el filibustero William Walker.
Mongalo es el primer centroamericano que enarbola la
antorcha de la libertad, iniciando el glorioso desfile de los héroes en la
“Guerra de los Libertadores para matar la Guerra de los Opresores”. Mongalo es el primer
maestro nicaragüense que marcó la ruta del honor nacional, y sobre cuya huella
han marchado los maestros inmolados por la Patria y la Revolución.
La hazaña de Mongalo no se realizó con el heroísmo de
los héroes de Carlyle, sino con el talento y patriotismo de un maestro
nicaragüense.
J. SANTOS RIVERA
********************************************
LOS ENREDIJOS
DEL PROFESOR RIVERA. Por
Eduardo Pérez-Valle. En: Nuevo Amanecer Cultural. Sábado 24 de Octubre,
1987. Pág. 4.
Ante todo debo dejar establecido que el escrito del
profesor Rivera que aparece en el NUEVO AMANECER CULTURAL del 26 de septiembre
como carta dirigida a mí en realidad no es tal cosa. Al ver el titular tan
ostentoso no dejé de alegrarme, pues imaginé que el profesor venia explicar de
dónde había sacado a Mongalo con la antorcha en la mano, avanzando en medio de
las balas hasta el cuartel enemigo, para lanzarla e incendiarlo. Pero nada. De
eso ni una palabra. El héroe sigue con la antorcha en la mano hasta que el
profesor Rivera le tenga compasión, y quizás le de su ayudadita.
Desde la entrada el profesor adopta una actitud de
dómine atarantado que va desbarrando a diestra y siniestra contra todo lo que
encuentra. Pretende “criticarme”, echando al fuego o a la basura todo mi
escrito sobre Mongalo, para así tal vez liberarse de la cita suya, que tanto lo
mortifica. Pero más que criticar (una critica bien fundamentada para mí siempre
será bienvenida) yo diría que lo que hace es enrevesar las cosas, trastocar y
adulterar el sentido de mi escrito ¿Pretenderá que queden vigentes sus
invenciones contra los testimonios que
yo cito? Todo puede esperarse. En relación al coronel Borge Morales y Ortega
Arancibia, honestamente señalé la diferencia: el primero es “muy condensado”,
mientras que el otro “narra con todo detalle”. De ahí el profesor concluye que
yo concluyo que el coronel Borge “todavía no es muy confiable”. ¿Habráse visto?
La “crítica” del profesor queda descabezada cuando
confiesa en su párrafo séptimo que no entiende lo que lee. (Me parece que aquí
se denuncia un caso de ribetes freudianos). A pesar de todo, sigue agregando
párrafos y más párrafos, hasta cerca de treinta, unos repitiendo lo que yo
dije, otros tergiversándolos; otros con ciertas pretensiones de literatura
barata, justificando el recurso de los “diferentes estilos y formas de
lenguaje” en la narración histórica, pero “sin tergiversar lo principal del
suceso”, “sin adulterar el suceso”. ¡Vaya! Por fin el profesor vio claro (hasta
en el párrafo once) y debió haber comprendido que no se puede poner al Héroe con
una antorcha en la mano, en medio de las balas, avanzando hasta el cuartel
enemigo para incendiarlo, cuando en realidad es que vino por dentro del
corredor de la casa vecina, con una manta con petróleo en la punta de una
lanza, con la que dio fuego a soleras y cañas del techo de esa casa,
propagándose el incendio al cuartel de los filibusteros.
Adelante, el profesor hace un esfuerzo por zafarse de
sus propias amarras, inventando el subterfugio de lo que llama “lugares comunes
del lenguaje”: nada importa hablar de “lluvias de balas” o “pecho descubierto”
aunque no se presenta ninguna de estas cosas en el hecho histórico que se
registra, lo grave –dice—“es falsear lo esencial de un hecho; eso sí es
tergiversar la verdad histórica”. Según este criterio, al consignar la muerte
de un gran hombre, no importa que haya muerto de un balazo o de un garrotazo, o
tal vez de hambre. Conclusión ribereña: que no interesa a la verdad histórica
que Mongalo haya traído en la mano una antorcha, un candil o un soplete; ni que
haya venido corriendo, caminando o bailando; lo que interesa es la “versión
esencial”. Por mi parte, insisto en mi preocupación original: que la hazaña de
Mongalo no se realizó con la ciega temeridad que se ha querido atribuirle
pintándolo con la antorcha encendida bajo la lluvia de balas, sino con elevado
patriotismo iluminado por una vivaz inteligencia, cual correspondía a un
espíritu privilegiado con una temprana vocación de maestro. Así pudo ponerse en
primera fila, cual le correspondía, desafiando el peligro que los otros temían.
Insisto en mi criterio de que para determinar los actos heroicos y evaluarlos,
no caben las ficciones ni las exageraciones de que hace gala el profesor
Rivera. Que sí el hecho es en verdad heroico no las necesita; y si no lo es las
hipérboles ridículas.
Obligados a releer el escrito del profesor publicado
en EL NUEVO DIARIO del 3 de julio, encontramos varias curiosidades en la que no
habíamos reparado. Para él en 1855 Mongalo, de veintiún años, que ya había
vuelto de California, permanecía en Rivas, entregado a la enseñanza y a
escribir “algunos textos escolares”. Sólo se sabe de un Compendio de
Geografía, un folletito de veinticuatro páginas, que publicó en 1861,
cuando ya era director del colegio de señoritas de Rivas y gozaba del aprecio y
distinción del presidente Martínez. Pero dejemos al profesor Rivera que
continúe sus desvaríos: “Inesperadamente –dice—aparecieron en las costas de San
Juan del Sur los invasores filibusteros jefeados por William Walker, amenazando
a Rivas”… ¡Vaya patraña! Pues no fue inesperadamente: todo lo contrario, se
había tenido aviso y se los estaba esperando. Pero el portentoso profesor lo
ignora, y sigue desbarrando: “El maestro Mongalo dio la voz de alarma
infundiendo la necesidad de la defensa y de resistir hasta la muerte si fueres
necesario, antes de caer bajo el dominio avasallador de los invasores. Es así
como todos se aprestan a las armas dispuestos a defenderse hasta expulsar a los
filibusteros”. ¿Habráse visto mayor infundio? Mongalo ya no es sólo el héroe
del mesón, sino el promotor de la defensa de Rivas, que sin él no se hubiese
intentado. Dejemos que el profesor continúe su lección: “Pero la astucia y la
superioridad de las armas hacen que el enemigo avance hasta el centro de la
ciudad, en donde logra apoderarse de la casa de don Máximo Espinosa en la cual
se fortifica y continúa atacando”. ¡Cosas Veredes! El mesón de Espinosa,
situado hacia el extremo noreste de la ciudad, el profesor taumaturgo se lo
lleva, sin grúa y sin esfuerzo, al centro, adonde no lograron llegar los
filibusteros, al menos por esta vez; y lo conquistaron, ya no es que el servil
de Espinosa los alojó en él.
Continuando las revisiones a que me obliga tanto
embuste, y para provecho de los lectores, debo atender al momento en que el
profesor se empina y con voz retumbante afirma: Gámez no tenía por qué hablar
de la quema del mesón, Mongalo no quemó ningún mesón, sino la casa de Máximo
Espinosa. Y se pone a divagar sobre el mesón de Guerra, que no juega ningún
papel en este asunto. Pero ¡Cuánto valor engendra a veces la ignorancia! La
casa de Espinosa ocupaba la esquina noreste de la última manzana construida
hacia el Oriente, calle por medio, al Sur de la casa de Cubero. Esto era ya en
el límite de la ciudad. Amplia y confortable para la época, la casa de Espinosa
tenía gruesas paredes de adobe que de hecho la convertían en una fortaleza.
Tanto por su construcción, como por su ubicación y por el interés del
propietario; desempeñó en diversas ocasiones el oficio de mesón, y así se cita
en diversos documentos. Recordemos de paso que en Nicaragua tuvimos abundantes
mesones en todas las ciudades, en la acepción de posada o alojamiento con
cabida hasta para los caballos y los coches, algunos de los cuales con el
tiempo se transformaron en ventas o mercados; y la casa, aunque dejara de
serlo, continuaba por mucho tiempo llamándose mesón. Así, pues, no hay que
asustarse de que en Rivas hubiese en aquel tiempo siquiera dos mesones, el de
Espinosa y el de Guerra, que es el que conoce el profesor Rivera, y quién sabe
cuántos más. Aquí recuerdo el precioso testimonio del veterano rivense de
ochenta y cinco años don José Arcia, que recogió el Dr. Ramón Romero en 1922:
habla del “mesón de Espinosa” y, por
otro lado, del “mesón de Guerra”. También están las declaraciones acerca del
incendio del “mesón de Espinosa” del veterano capitán Policarpo Rocha,
recogidas por el Dr. José Bárcenas Meneses. Al mesón de Espinosa también se
refieren, entre los modernos, coetáneos del profesor Rivera, los doctores
Horacio Argüello Bolaños, Juan de Dios Vanegas; y don Luis Cuadra Cea.
Después del desastre que le acarrearon las
emborronadas cuartillas publicada el 3 de julio, es innegable que el profesor
del cuento ha comenzado a escudriñar; aunque le faltan muchos años y dedicación
para que esté en capacidad de producir frutos meritorios. Lo muestran algunos
de los treinta párrafos de su “carta”. Mientras deja a Mongalo con la antorcha
en la mano bajo la lluvia de balas, él se solaza mostrando algunas de esas
curiosidades de almanaque que tanto le agradan; sin mencionar las fuentes,
claro está, para lucir mejor sus ínfulas de sabihondo, cita los documentos
perdidos por Walker en Rivas a la hora de la huida, así como la espada, que se
quedó pegada en una cerca. Son citas apresuradas, desordenadas, con ánimo de
recargar la atención y fatigarla, cuyo contenido está amplia y buenamente
expuesto en Pérez, Ortega Arancibia y El Defensor del Orden, periódico
de la época, reproducido posteriormente.
Aprovechando este retorno forzado a un tema que para
mí estaba cerrado, permítaseme contribuir un tanto a la definición total de la
figura heroica de Mongalo, recordando
dos documentos que han permanecido como olvidados o relegados, a pesar de que
arrojan luces definitorias.
El primero es el Parte Oficial de las acciones del 29 de junio de 1855 por el Comandante en
Jefe de las fuerzas del Departamento Meridional, coronel Manuel G. del Bosque,
español de origen, ascendido después a coronel efectivo y más tarde a general,
“al servicio de la legitimidad de la causa centroamericana contra el
filibusterismo”. El parte da cuenta de que el combate comenzó a la una de la
tarde, para otorgar el triunfo hasta las seis. Informa de 35 muertos del
ejército y de 28 heridos; y de 26 de los
atacantes, 14 yanquis y 12 nicas, que
quedaron en el campo de batalla. Hace diversas menciones de patriotismo
ejemplar; y cita como acreedores a la consideración y al premio del Supremo
Gobierno a 14 personas, desde el comandante del puerto, capitán Manuel
Argüello, hasta los soldados Juan Espinosa y Pedro Almanza:
“Todos se han distinguido con intrepidez entre los
valientes”—concluye. Pero aquí no hay mención ni de Mongalo ni del incendio,
como si nunca hubiese existido.
Por otra parte, Ortega no deja muy bien parado a este
coronel Bosque, a quien describe como uno de esos tipos nada emprendedores,
pero que sí aprovechan la oportunidad para sacar ventaja. Quiso despojar al
sargento Sandoval de la espada de Walker que había encontrado, aduciendo su
coronelato. A Granada llegó con la
espada a decir que él había matado a Walker luchando brazo a brazo, y se la había
quitado. Bosque fue ascendido a coronel efectivo. Se ve que esto era lo que
buscaba; por su propio interés, como Comandante en Jefe creyó más conveniente
atribuir el triunfo al esfuerzo estrictamente militar, al combate sostenido por
cinco horas, olvidándose de Mongalo y de su acción heróica.
El otro documento que quiero recordar es el Parte
Oficial del Prefecto y Gobernador Militar del Departamento de Rivas, señor
Eduardo Castillo, que en su parte final dice:
“Nada otra cosa considero digna por ahora de comunicar
a V.S. respecto de las ocurrencias a que me vengo refiriendo, sólo si el
recomendarle como de justicia al Subteniente José Góngora, que el día de la
acción fue uno de los que más se distinguieron por su valor; al Subteniente
cívico don Emmanuel Mongalo, que en unión de un soldado también cívico de los
que vinieron de esa ciudad, clavaron un mechón encendido en la casa de Máximo
Espinosa, donde fueron últimamente reducidos y rodeados por todo el contorno los
filibusteros, y se hacía precisa la operación del incendio; mas como ya
representaba un peligro nada menos que de la vida para su ejecución, se ofreció
un premio de cincuenta pesos al que la realizase; y ganado éste por los dos
cívicos referidos, el Sr. Mongalo se ha hecho aún más digno de la consideración
pública, porque rehusó la parte que le cupo en favor del Gobierno; y aunque
también se distinguieron un Teniente y un Subteniente de las tropas de mi
mando, por modestia me abstengo de nombrarlos”.
Sobre la misma acción, después de un siglo, en 1955,
se realizó una rápida investigación por importantes intelectuales devotos de la
historia.
El Dr. Juan de Dios Vanegas recordó lo escrito por él
en su libro Por tierras fecundas (1925), donde pone a Nemesio Fajardo
como el compañero de Mongalo en la quema del mesón, ese compañero de quien
habla don Eduardo Castillo, sin dar el nombre.
El doctor José Bárcenas Meneses aportó las
informaciones del veterano capitán Policarpo Rocha, presente en el incendio; el
jefe ofreció un premio a quien quemara
el edificio, pidió que diera un paso al frente quien quisiera hacerlo; lo
dieron Mongalo y Nery Fajardo. Terminada la acción se quiso entregar a cada uno
veinticinco pesos. Mongalo no quiso recibirlos, diciendo que él había
incendiado el mesón por patriotismo, no por dinero. Fajardo dijo: “yo los
recibo, por los necesito”. Este Fajardo, alias Corcheta, bien conocido por
Bárcenas cuando éste era un niño, vivía en una huertecita cerca del puente de la Calle Atravesada , al poniente
del Hotel Harold. (Haroll copia Arellano) Siendo el cívico granadino
a quien Castillo se refiere honrosamente en el Parte Oficial, el Dr. Bárcenas
pedía que se hiciera “algo por la memoria de Fajardo, como se ha hecho por
Mongalo, pues tanto hizo uno como el otro en tan heroico acto”. Un hijo de
Fajardo era portero en 1955 de las oficinas abogadiles del Dr. Horacio Argüello
Bolaños. Declaró que su padre, de nombre Felipe Nery Fajardo, con Mongalo se
ofreció voluntario para el incendio del mesón; que se deslizaron pegados a las
paredes, bajo las claraboyas que sostenían las armas de los filibusteros; y las
teas fueron pegadas en los aleros de la casa.
Managua, Septiembre de 1987
Managua, Septiembre de 1987
NERY FAJARDO (a) Corcheta. En carta del doctor José
Bárcenas Meneses al doctor Felipe Rodríguez Serrano, del 5 de octubre de 1955,
publicada en Revista de la
Academia de Geografía e Historia, tomos XXVI y XXVIIm, núms.
I-IV, enero a diciembre, 1963, p. 5).
** Máximo Espinosa, gobernador de Rivas, convino con
los aventureros Horusby y De Brissot que traerían hombres bajo su mando para
quitar a los legitimistas el Castillo del San Juan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario