martes, 14 de enero de 2014


Fotografía publicada en Diario Latino. 1976 
RUBÉN DARÍO. Por: Mariano Barreto. En: La Patria. Publicación Quincenal de Literatura, Ciencias y Artes. León, 1º de febrero de 1919. Núm. 17. Año XXV. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.  
El 5 de Noviembre de 881, celebraba yo mis primeras bodas.
Me sentía  rebosando de ilusiones frescas y olorosas como flores primaverales.
La esperanza había tendido a mis ojos finísima red de ensueños, sobre cuyas mallas dormían apacibles y tranquilos mis delirios sonrosados.
La felicidad con su velado rostro de diosa, había tocado a las puertas de mi hogar.
La fiesta de aquel día fue –como era natural—una deliciosa fiesta de amor.
Todo hubo en aquellos momentos, que corrían veloces, como leves aristas en las alas impalpables de los vientos: efusivos apretones de mano; augurios de eterna y suprema felicidad; palabras entrecortadas, promesas, requiebros, sonrisas.
A la hora del café, una charla animada y festiva. Después… versos en que dulcemente se desgranaban notas de inefable ternura, como si retozasen allí bandadas de parleras alondras.
Pero de aquellos seres amigos, que alegres y risueños, escanciaban conmigo la copa del placer ¿qué ha sido?
¡Ah! Los unos, mochila al hombro, se han marchado ya, camino de lo obscuro, de lo desconocido de lo ignoto, camino sin quiebras, sin barrancos, sin despeñaderos, pero del que, una emprendida la marcha, no se retornará jamás; y de los otros, se han ido también algunos, impulsados por la mano del destino o atraídos por los seductores espejismos de la gloria.
Liberato Moncada, olvidado ya, fue inteligencia y  corazón. Con la toga sobre los hombros se vuelve a su patria, a calentar el nido donde dormían sus primeros recuerdos; a orear su frente con las refrescantes brisas de los gentiles pinares hondureños; cuando poco tiempo después, desconsolado y triste, cae para no erguirse más, atravesado el corazón por un flechazo del traidor Cupido.
Carmen Cantarero, ilustrado profesor de ciencias, se vuelve también a los suyos, y forma un hogar, que el talento engrandece y la virtud sacrifica; pero muere lejos de nosotros, sin que le cerrásemos los ojos, los que en este pedazo de tierra le conocimos y le quisimos.
Cesáreo Salinas, poeta y escritos festivo, saleroso y alegre, se fue repentinamente de nuestro lado, llevando en su pecho la amargura de ver todavía dormidos en la cuna a los dos primeros ángeles de su amor…
Pero volvamos a aquella fiesta, lejana ya y sobre, la cual han ido cayendo lentamente las borrosas nubes de los años.
Después de Felipe Ibarra y de Cesáreo Salinas, que habían cristalizado en sus versos la hiblea miel de la poesía, llegó Rubén, ya tarde, a tomar parte en la geniosa e íntima fiesta.
Salvo el mirar hondo y sereno, el Rubén de entonces, difiere mucho del Rubén de hoy. Era delgado y ágil, de color trigueño y limpia, las manos sedosas, nacidas para quemar incienso en los altares de los dioses. Se le veía  por las  calle, con una andar lento y reflexivo; el libro en las manos o bajo el brazo. Recitaba pausadamente, como si quisiese hacer más duradera la grata y sonora música de sus versos. Improvisaba con sorprendente facilidad, era inagotable mina de oro, esparcida en anchos y riquísimos filones. Silvas, décimas, quintillas, sonetos… todo lo dominaba, todo lo vencía ¿Dispondría hoy de la misma vena torrencial con que en los años pretéritos deleitaba y asombraba? ¡Quién sabe!
Casi niño en aquellos tiempos, recogía los fugaces aplausos del momento, y con ellos se embriagaba.
Joven después, estudia, piensa y escribe para la inmortalidad y la gloria.
Aquello era espuma, lo de hoy ambrosía.
Lo de ayer se pagaba con sonrisas, con hurras, con aplausos, lo de hoy  reclama el mármol y el bronce.
El Rubén de entonces era el Poeta-niño, el Rubén de hoy, el Poeta-Rey.
Que brinde Rubén, dijeron los concurrentes; y él después de algunas excusas, se puso de pie, y dijo:

                                      “¿Qué brinde? Brindaré, pues:
                                      y esta flor mustia, marchita,
                                      hoy de la bella Chepita
                                      colocaré yo a sus pies.
                                      Le diré que aquesta es
                                      ofrenda sencilla y pura
                                       de una arpa ignorada, obscura.
                                       que sea siempre querida,
                                       y nunca bañen su vida
                                       las olas de la amargura.”          

Calló el poeta, la concurrencia aplaudió, y poco después, de aquella simpática fiesta de amor, no quedaba sino un recuerdo, como queda en los campos el perfume de las marchitas flores…
Tres años después, Rubén, meditabundo y triste, les decía adiós, quizá para siempre, a las playas queridas de su patria.
¿Para dónde iba? ¿Qué perseguía? ¿En pos de qué sueños caminaba?
Con la pluma en la mano y la lira al hombro, recorrió los pueblos, ciudades, repúblicas, imperios; y por do quiera que pasaba los sonoros clarines de la fama pregonaban su nombre de cantor glorioso y de escritor excelso.
Unos le decían rey de la rima, pontífice del arte; otros le aclamaban maestro, le ascendían a las alturas del genio, y le llamaban el primer poeta de los modernos tiempos.
Aplausos, honores, triunfos, ovaciones ruidosas, todo recogía a su paso de príncipe soberano, dominador del arte.
Abrió nuevos caminos; surcó mares desconocidos; echó su barca sobre las olas encrespadas, y experto timonel, guiado por la luz de su inspiración y de su fe, supo siempre abordar el ansiado puerto de sus esperanzas y de sus sueños.
Pero el tiempo volaba; los años se deslizaban rápidamente, y él con su  tesoro de glorias, y su cargamento de dolores, iba inclinando ya al suelo su frente rugosa de pensador eximio.
Cuando comprendió que la muerte no estaba ya lejana para él, escribió estas dolorosísimas palabras: “Decidle a mi patria que dentro de pocos días llegaré, y que si no pudo poseerme vivo, que al menos me posea muerto.”
Y llegó a nosotros pálido, enfermo, triste, silencioso, con el temor pertinaz de su próximo fin, pero con un rayo todavía de esperanza. Esa esperanza se esfumó luego, y el 6 de Febrero de 1916, fecha para nosotros y perdurable recordación, nos dijo su último, inolvidable adiós.
                   ¡Contrastes del destino!
Él, alegre y risueño, cantó en mis bodas, y  yo, pensativo y triste, llegue a su lecho de dolor a recoger los últimos alientos de su vida, las últimas palpitaciones de su gran corazón.
Después le llevé, sollozando, sobre mis hombros, eché sobre su fosa un puñado de tierra, y pensé en lo amarga y fugaces que son las glorias de los hombres.
¡Descanse en paz!
A él que me cantó vivo, yo lo lloro muerto. El estrecho mis manos ardientes de amor, y yo estreché las suyas, rígidas y frías, santificadas ya por el ósculo glacial de la muerte.
Hoy descansan a la sombra de nuestra augusta basílica dos dioses inmortales: en el santuario, el Dios de las conciencias, y  al pie de la gran columna del Apóstol de las gentes, Rubén, el dios excelso de la poesía y el arte

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