DISCURSO DEL DOCTOR LUIS H. DEBAYLE. En: La Patria. Publicación
quincenal: Letras, Ciencias, Artes. Año XXI. León, 31 de mayo de 1916. No.
13. Tomo VIII. Director: Félix Quiñónez.
Presidente del Comité Darío y representante de los Ateneos
de Costa Rica y Honduras, ante el cadáver de Rubén Darío.
Señores:
El deber ineludible de representar a la intelectualidad de
Costa Rica y de Honduras, hermanas identificadas con nosotros en el entusiasmo
y en el duelo, me obliga a romper un silencio a que el dolor me había sometido.
Abrumado por la fatiga y por el pesar sean estas breves
palabras humedecidas con mis lágrimas, el postrer homenaje de mí afecto
fraternal, de mi adhesión de toda la vida y de mi acendrada admiración.
Señores: nada importa que hayan sido vanos el afecto del
amigo y los esfuerzos del médico.
Al inclinarme ante esta tumba, triste, siento el orgullo de
saludar a un inmortal.
Esa cabeza yacente, esa faz, enjuta en que la muerte ha
puesto su palidez y sus líneas severas, tienen la frente coronada de laurel, y
un fulgor extra terrestre que nos evoca, con justicia, la hierática figura del
Dante.
Los soplos misteriosos de la muere, si extinguen las falsas
claridades, encienden, avivan la verdadera luz.
¡El ocaso vital de Rubén Darío como el de Hugo, no es ocaso
de sombras, es aurora de resurrección y de gloria!
Mirad sino la glorificación del entusiasmo admirativo de un
pueblo que venera y llora a su hijo más
preclaro.
Mirad sino la apoteosis que todos los corazones le están
consagrando, desde el niño hasta el anciano, desde el pobre hasta el rico,
desde el indocto hasta el sabio, desde el que duda hasta el que cree; desde la
República, que tributa sus honores, hasta la Iglesia que abre sus puertas para
que recline en el seno de su basílica su cabeza, la cabeza de ese hijo que ella
proclama Príncipe.
Mirad sino la expresión de pesar, de admiración y de estupor
de toda la América, de España y de Francia.
Oíd el quejido, como visteis el orgullo de toda una raza,
sintetizado con esta lacónica y profunda palabra que el cable nos trae de la
Argentina: DOLOR…
Señores: en momentos como el presente, reproducir, analizar
en detalle la labor de nuestro grande hombre, sería imposible, y, además,
inútil tarea. Vuestros oídos están llenos de todas las armonías de sus versos y
vuestra conciencia de todas las verdades de su enseñanza.
Recordaros las etapas de su vida admirable y de sus excelsos
méritos, sería, como dijo un pensador, hacerme plagiario de la memoria pública.
Darío sabía amar, sabía creer, sabía sentir, como sabía
cantar.
Tenías la reserva del reino interior, de los que piensan; la
indiferencia por lo pequeño, el perdón o el desdén por la crítica denigrante.
Y en medio de lo oscuro y pesado de las agitaciones humanas,
su actitud, como dice Rodó, era un estupor esotérico, ¡haciendo respetar su
realeza con la dignidad del silencio!
Si su delicado refinamiento lo hizo al principio desconocido
de la mediocridad y, a sabiendas, impropio para ir a las multitudes, su obra
portentosa ha concluido por vencerlas, iluminando las anfractuosidades obscuras
de la ignorancia y atrayendo por fin, la admiración universal.
Toda la complexidad de la psicología de este poeta, exclama
Rodó, puede reduciré a una suprema unidad.
Todas las antinomias de su mente se
resuelven en una síntesis perfectamente lógica y clara si se las mira a la luz
de esta absoluta pasión por lo selecto y por lo hermoso, que es el único
quicio, inconmovible de su espíritu.
Todas las alternativas, todas las oscilaciones, todas las
palpitaciones de su sangre ardorosa, todas las ondas del profundo mar de su
pensamiento, y todas las modalidades y formas de su arte “suyo en él” ni
exclusivamente parnasiano, ni modernista, ni romántico, ni mucho menos
decadente, se unifican bajo el imperio subyugador de una fuerza suprema: EL
GENIO.
El genio, que es incomprendido por la rutina y atacado por
la mediocridad.
El genio que tiene alas de cóndor que rasga la nube, que
vuela hacia el infinito azul.
El genio, que va sobre la escala de Jacob, de la sombra a la
luz –de la triste realidad de abajo, al ensueño del ideal, arriba.
El genio, que rompe los moldes, que escapa al análisis, que
sale de los senderos trillados y está fuera de alcance de las concepciones
tradicionales.
El genio, que esparce las radiaciones ultravioletas de una
gama invisible y las maravillas intelectuales de rádium misterioso del
espíritu.
El genio, que con su hilo de oro comunica el abismo con la
cumbre, la tierra con el cielo. El genio cuya tendencia está sintetizada en
esta palabra: EXCELSIOR.
Si en el orden del ensueño del arte, como el cuervo para
Poe, como el Águila para Hugo, el Cisne de eucarística blancura, glorificando
en el cuadro de Vinci, era para Darío su
genio familiar, su símbolo viviente; en el orden de la idealidad, la Excelcitud
(sic) de su espíritu genial se caracterizó siempre por este otro símbolo
supremo: LA BELLEZA.
Como para Dantón, la Audacia,
para Darío, la Belleza,
¡Belleza, más
belleza, siempre belleza!
Tiene aversión a lo rutinario y hace gala de un
cosmopolitismo ideal, “poniendo en su paleta todos los colore de cualquier
origen con tal que sean hermosos, libando de todas las corolas los perfumes más
exquisitos,” absorbiendo todas las voluptuosidades de todas las gracias y
concentrando en el cristal delicado de su virtuosidad artística la esencia de
todo lo raro y de todo lo bello.”
Abrió las puertas del idioma al sol del progreso, como las
puertas del Arte a todo lo más selecto, innovando el verso en la hermosa
amplitud de su libertad.
Por eso sus primeras florescencias son el fruto de la
maravillosa savia francesa.
Y el verbo de Víctor Hugo parece resonar en el castellano de
sus versos y aquel gran genio irradiarse en el alma de Darío.
Todo hay en su obra; de prosa que vibra y canta, de verso
rítmico que triunfa: lo divino y lo humano.
La dureza de Palma, el clasicismo de Herrera, la profundidad
de Bécquer, la audacia reformadora del Arcipreste, la melancolía de Heine, el
misticismo amargo de Verlaine, la musicalidad de Zorrilla, la delicadeza de
Tíbulo, la pasión de Byron y la honda humanidad de Shakespeare.
Leyó sin maestro, en todos los idiomas, se inflamó en todos
los estros, libertó al ritmo de sus tradicionales ligaduras, y demostró en su
obra de Arte, prodigiosa y multiforme, que el verdadero artista “comprende tosas
las maneras y halla la belleza bajo todas las formas.”
Toda esta acumulación portentosa está fundida en el crisol
de su genio –todo en envuelto en el impecable y excelso manto de su gusto
aristocrático y exquisito; todo bajo el
imperio encantador de la harmonía (sic), --de la música sublime que fue su
diosa: música de las ideas y música del verbo, sintetizada en su singular
teoría de la melodía ideal.
Señores: el destino ha querido ponerme en contacto con las
principales etapas de su vida; en la infancia, en la escuela, en su primer
viaje a España, en su vuelta triunfal a su tierra querida; en sus triunfos
recientes de Europa y América del Norte, y
por último en su enfermedad y su muerte.
Reclamo un sólo honor: el haber desde nuestra niñez amado al
amigo, y adivinado al genio.
Hace algunos años estuvo con vosotros para darle la
bienvenida a este peregrino del ideal.
Su corazón
enternecido vertió su lágrima filial sobre la “crin
Amada de su
viejo León” –y dijo:
“La patria es
para el hombre lo que siente o que sueña;
Mis ilusiones
y mis deseos y mis
Esperanzas, me
dicen que no hay patria pequeña,
Y León es hoy
a mí como Roma a París;”
Y aún resuena
en mis oídos su rase emocionada respondiendo
a la salutación
en mi hogar:
…………………………………………………………………………
“Aquí un verbo ha brotado que inspira y que perdura,
Aquí se ha consagrado a la eterna armonía
Por las rosas de idea que han dado al alma mía
En sus pétalos frescos la fragancia más pura.
Suaves reminiscencias de los primeros años
Me brindaron consuelos en países extraños.
Y hoy que sé por el destino prodigioso y fatal
Que si amarga y dura la sal de que hable el Dante,
No hay miel tan deleitosa, tan dulce y tan fragante
Como la miel divina de la tierra natal…”
Vino entonces a depositar sobre el altar de la Patria los
trofeos y las coronas de sus triunfos.
Y esta vez volvió al viejo nido, cual ave mortalmente
herida, a reclinar su frente moribunda en el regazo materno, para que
recogiésemos su último aliento y para que sus sagrados despojos, glorificasen
esta patria querida y desgraciada, tan digna por mil títulos de nuestro afecto;
para que su tumba irradiase en luz inmarcesible sobre el orbe civilizado.
Para Grecia, Homero; para Italia, el Dante; para Inglaterra,
Shakespeare; para Francia, Víctor Hugo; para Nicaragua, para Centro América,
para la América latina: Rubén Darío.
Sacar lo grande a través de lo verdadero, y lo bello a
través de lo grande, es la obra del poeta. Y Darío nos ha mostrado los tintes más delicados de la suprema belleza
y las radiaciones ultravioletas de la verdad y del sentimiento.
Fue genio porque enseñó más que aprendió; porque creó más
que imitó, porque fue combatido y lapidado, ley de la gloria, al punto de
hacerle exclamar: “Con todas las piedras que se me han lanzado podría formarse
un rompeolas que detuviese por largo tiempo la corriente incontrastable del
olvido”.
“Pasó
una piedra que lanzó la honda.
Pasó
una flecha que aguzó un violento;
La
piedra de la honda fue a la onda
Y
la flecha del odio fuese al viento…”
Fue genio porque desde su niñez parecía tener esas
intuiciones e infusas sapiencias que sorprenden, porque fue prodigioso, porque
fue vidente, pues en sus cantos hay filosofías viejas florecidas en corazones
nuevos— profundas enseñanzas y profecías realizadas y por realizarse.
Amargamente
hondo es quien exclamó:
“Cristóforo
Colombo, pobre almirante.
¡Ruega
a Dios por el mundo que descubriste!”
Y profeta
quien predijo a Francia:
“Hay algo que bien como una invasión aquilina
Que guarda temblando la curva del Arco Triunfal.”
Amargamente sugestivo quien después de exaltar el inmenso
poder de la América del Norte, termina su salutación al cazador Roosevelt:
“Y
pues contáis con todo, falta una cosa: Dios”
Y vidente quien en su oda France Amerique, en previsión de la guerra invoca, invoca la Paz,
exclamando con un acento digno de Hugo el sublime:
“¡Crions Paix!” –sous les feux des cambattants en marche.
La Paix qui preche l᾽aube
et chante l᾽
Angelus,
La Paix qui promulga la Colombe de l᾽ Arche
El fut la voix de l᾽ange
et la Croix de Jesús.”
Si alguna vez le tocó apurar cálices de amargura en la vida,
supo también saborear el néctar de la fama.
Cuando le
consagró el criterio universal.
Oigámoslo de
boca de Pompeyo Gener:
“Hay muchos que son ilustres en el mundo –Mientras que Rubén
Darío, hay uno sólo sobre el planeta Tierra.”
“Rubén Darío es superior a todas las nacionalidades y a todas las razas, es supernacional, es
mundial, es una gloria de la especie humana—y además es inactual… Él se
extiende a todas las edades, es eternista, como todo gran genio. Él podría
ostentar con justicia la altiva divisa latina que legó el gran Carlos V al
funda su imperio universal, en el que jamás el sol se ponía: Ego et tempus, Yo y el tiempo.”
Homero el grandioso genio; Esquilo, su primogénito, el
inconsciente iluminado; Isaías el profeta del rayo celestial; Ezequiel el genio
divino de la caverna; Lucrecio que encarna el gran Pan; Juvenal, lanza de la
crítica y fuego de amor; Tácito que es la Historia; San Juan, el apocalíptico,
visionario virgen; Dante, el insondable; Cervantes con su burla épica y
sublime; Shakespeare, el humano; Hugo, el divino, forman la sagrada falange que
guarda las puertas de la Gloria.
¡Rubén Darío ha entrado en ellas para ascender a la
Inmortalidad!
Más volvamos señores al pesar.
¡Oh Rubén!
Cómo siento
adolorido el corazón al recordar la última estrofa con que te despediste de
nosotros:
“Quisiera ser
ahora como el Ulises griego
Que domaba los
arcos y los barcos y los
Destinos.
Quiero ahora deciros: hasta luego,
Porque no me
resuelvo a deciros Adiós.
Y sin embargo, ha llegado el momento fatal en que este adiós
se debe pronunciar.
Dejadme
decirlo con sus palabras:
“Descansa en
paz… más no, no descanses. Prosiga
tu alma su obra
de luz desde la eternidad,
y guíe a
nuestros pueblos tu inspiración amiga
de lo bello,
lo justo del Bien y la Verdad.
Tu presencia
abolida, que crezca tu memoria;
Alce tu
monumento su augusta magestad (sic);
y que tu obra,
tu nombre, tu prestigio, tu gloria
sean, como la
América, para la Humanidad!”
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